La corrupción se ha extendido, cual metástasis, por todo cuanto engendró el régimen del 78. No observamos institución que no se haya visto infectada por esta lacra, desde los partidos políticos hasta la propia Corona, desde los sindicatos hasta la patronal, desde los clubes de fútbol hasta las universidades. Más allá, si nos remontamos al momento de alumbramiento del actual sistema (esa “idílica” transición que nos quieren vender ahora), es fácil apreciar el modo en que el mercadeo de dinero, favores y prebendas públicas le ha venido acompañando como instrumento necesario para el funcionamiento de los engranajes del mecanismo. El aparente consenso político se realizó a cambio del expolio más indisimulado a las riquezas del Estado y al bolsillo de todos los españoles, grandes paganos de este festival de latrocinio y pillaje.
Tras la victoria de los socialistas en 1982, Alfonso Guerra declaró: “Vamos a poner a España que no la va a conocer ni la madre que la parió” — y no erró en nada. El felipismo constituyó una inmensa charca de corrupción en la que, con exultante alegría, los gorrinos se revolcaban sin ningún pudor. La impunidad con la que actuaron estas bandas de bandoleros es verdaderamente pasmosa, pero saca a relucir el hecho de que la corrupción era algo institucionalizado y asumido por la inmensa mayoría. Filesa, Roldán, KIO, Rumasa, AVE, Osakidetza, Guerra, Banesto, Naseiro y Salanueva son sólo algunos de los casos más destacados.
En el aznarato, pese a los iniciales propósitos de levantar las alfombras, (“La pidió el Tribunal Supremo, la reclamaban algunos importantes medios de comunicación y, sobre todo, la exigían nuestros militantes” — apuntaba José María Aznar en sus Memorias, refiriéndose a la desclasificación de los papeles del CESID), pudo más la política del silencio u omertá, usual entre las mafias. No solamente no se levantaron las alfombras, sino que la dinámica se vio acelerada con la reforma de la llamada Ley del Suelo, la cual propició el surgimiento de una gran burbuja de corrupción urbanística que conduciría a España a la enorme crisis económica que padece hoy, a la que aún no se avista salida alguna. La corrupción se extendió por los ayuntamientos, en una época de vino y rosas para políticos y constructores. Los casos se sucedieron: Gescartera, Lino, Tabacalera, Villalonga, Pallerols, Forcem, Sanlúcar…
El zapaterismo no supuso un cambio. Convertidos los partidos en germanías de hampones dedicadas a la colocación y al tráfico de influencias; sumados los sindicatos al frenesí de prebendas, privilegios y pillaje de dinero público; y asentada una élite económica que controlaba de facto los engranajes del sistema para su propio provecho… nada hacía previsible la reestructuración de un régimen que, según decía su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, marchaba, viento en popa, “en la Champions League de la economía mundial”. Pero, en 2008, estalla la Gran Recesión, golpeando a los españoles con toda su dureza mientras, por su parte, la casta se empeña en mantener su abultado nivel de vida a costa de parasitar a todos los ciudadanos, con el agravante del que sabe que actúa en la más absoluta impunidad. Los casos Campeón, ERE, Millet, Nueva Rumasa, Palma Arena, Nóos, ITV, Brugal, Mercasevilla, Alozaina, etc. salen a la luz pública. La noción de una corrupción institucionalizada va en aumento entre los integrantes de un pueblo que cada vez muestra mayor desconfianza ante las élites políticas, económicas, financieras y mediáticas, a las que ve como el símbolo visible de las irregularidades que han provocado el desastre imperante.
La llegada del marianismo al poder, en un momento de importante crisis económica y política, no sirvió para amainar el afán expoliador de las élites extractivas, formadas por políticos, empresarios, sindicalistas, jueces, policías, periodistas y pícaros de distintos pelajes que sólo ansían conservar el poder en sus manos para que no se interrumpa el expolio generalizado. Ante la creciente ira popular que provocan el aumento de la desigualdad y el desprecio hacia las altas esferas, han decidido aplicar la técnica del gatopardismo, haciendo que cambie todo para que nada cambie; la aparición de nuevos actores políticos, que pretendían abanderar el afán de regeneración política latente en la población, no ha supuesto variación alguna, pues aquéllos no han tardado acuñar las formas de actuar de los partidos tradicionales. Los ayuntamientos, las autonomías, las empresas semipúblicas, las cajas de ahorros, los cargos de libre designación… en definitiva, todo lo que los políticos han tocado ha quedado infectado de manera casi inmediata, como podemos constatar nosotros día sí y día también. Gürtel, tarjetas black, Bárcenas, Amy Martin, Púnica, Alcorcón, Dívar, Pokemon y Lezo, entre tantos, se suman a la multitud de los entramados que hemos ido nombrando y de los que nos hemos dejado por el camino, con el presentimiento, común en la inmensa mayoría de los españoles, de que se trata, sólo, de la punta de iceberg.