No se puede ser revolucionario en el Estado de Bienestar. Esta frase, así emitida y leída puede parecer una mera provocación ideológica o una consigna contraintuitiva, ya que muchas corrientes políticas que se autodenominan revolucionarias en el presente operan, precisamente, dentro de Estados que ofrecen relativos niveles de protección social, subsidios, educación gratuita y servicios sanitarios universales. Sin embargo, formulada con precisión, esta afirmación pretende condensar un diagnóstico histórico y filosófico: el Estado de Bienestar moderno, lejos de ser un campo de cultivo para revoluciones políticas, está configurado como un mecanismo estructural que neutraliza los intentos de ruptura radical con el sistema político y económico vigente.
La tesis que desde aquí se desarrolla, entonces sostiene que la revolución –entendida en su sentido político fuerte, como sustitución del orden político por otro mediante la ruptura del poder establecido– requiere condiciones materiales, sociales y políticas que el Estado de Bienestar, por su propia configuración, tiende a impedir o absorber.
Ahora bien, para evitar confusiones conceptuales –porque estas cosas nunca son sólo «cuestión de palabras»– conviene precisar qué se entiende aquí por revolución. Siguiendo una perspectiva materialista, la revolución no es una simple reforma profunda ni una serie de protestas masivas, sino la transformación estructural del poder político: un proceso violento que, aunque también conserva parte de lo existente, sustituye la forma de Estado vigente y muchas de sus instituciones por otras, alterando el statu quo de las relaciones entre los poderes del Estado –siempre en symploké dialéctica– y las bases mismas de la soberanía. Algunos ejemplos canónicos al respecto podrían ser la Revolución francesa de 1789, la Revolución rusa de 1917 o la Revolución china de 1949. Aunque también podrían mencionarse otras como la española de 1808-1812. Todas ellas implicaron un colapso que, sin ser total, alteró el orden político existente e instauró un nuevo orden, con otra legitimidad, otra ideología dominante y otra estructura jurídico-política.
Por otro lado, por Estado de Bienestar se entiende aquí el modelo político-económico que surge en Europa occidental y América del Norte tras la Segunda Guerra Mundial. El cual estaría caracterizado por contar con una amplia red de servicios públicos universales (sanidad, educación, pensiones…), políticas redistributivas financiadas mediante impuestos progresivos, mecanismos de seguridad social y prestaciones por desempleo, y una política económica que combina la economía de mercado pletórico con la necesaria intervención estatal para garantizar un «mínimo vital» y corregir «desigualdades». Todo ello, obviamente, en un marco democrático.
Aun así, y como no podía ser de otro modo, este modelo estatal no es ajeno a la lucha política. La dialéctica entre los poderes ascendentes y descendentes, tanto internos como externos, es inherente a la realidad política. Por eso podríamos decir que este modelo de Estado es el resultado de la interacción conflictiva, pero al fin y al cabo confluyente, entre el capitalismo industrial avanzado y la presión sindical y socialista, pero su lógica última no es revolucionaria, sino integradora. Ya que el objetivo último es evitar que la desigualdad que genera el orden de cualquier sistema capitalista –dicho esto al margen de cualquier moralina– desemboque en un colapso del sistema.
Porque otra de las tesis de fondo de esta frase con la que empezamos el artículo es que hay una estrecha relación entre revolución y privación. Es una suerte de combustible histórico. Lo que queremos decir es, simplemente, que los grandes movimientos revolucionarios se han alimentado históricamente de privaciones materiales, en ocasiones extremas. Lo que ha llevado a crisis políticas profundas. Situación de la cual también se han aprovechado diversos sectores de la sociedad existente para apartar del control estatal a otros sectores, con los que habían estado en pugna. No hablamos ahora sino de la dialéctica de clases. En la Francia del Antiguo Régimen, la combinación de crisis agrícola, carestía de alimentos, desigualdad fiscal y rigidez de la estructura estamental generó un malestar que ni las reformas cosméticas ni las promesas de cambio pudieron contener. Lo que, simplificando mucho la cuestión, dio lugar al ascenso de las clases burguesas o medias, frente a las nobiliarias. En Rusia la Primera Guerra Mundial agravó una economía ya muy deteriorada, sumiendo a millones de rusos en la miseria y dejando al régimen sin legitimidad ni capacidad de respuesta. Lo cual fue aprovechado por los dirigentes proletarios, y por enemigos contendientes como Alemania, para dar un vuelco al régimen ruso.
En todos estos casos encontramos la carencia de un sistema que garantizase un mínimo de bienestar socioeconómico, lo que hizo que las masas –sabiéndolo o no, porque estas quizá sólo pedían un trabajo y un techo– estuvieran dispuestas a asumir grandes riesgos para acabar con el orden existente, incluida la violencia contra las fuerzas gubernamentales o la guerra civil. Por eso, aunque no se reduce a esto, sí que es un factor muy importante que la revolución se vuelve posible cuando las condiciones materiales son tan duras que la perspectiva de perder lo poco que se tiene es irrelevante frente a la esperanza (o desesperación) de un cambio.
Ante esto, lo que llamamos Estado de Bienestar se levantará como un dique de contención. Lo que busca el sistema socioeconómico que denominamos así, es garantizar a la mayoría de la población un nivel mínimo de seguridad económica, acceso a la salud, educación y prestaciones, lo que reduce encarecidamente la disposición a arriesgarlo todo en una aventura revolucionaria. No se trata sólo de una cuestión de comodidad o «aburguesamiento», aunque también, sino de una transformación profunda en la estructura de incentivos de los distintos grupos sociales.
Ahora bien, tampoco podemos ser tan ingenuos como para olvidar que, tras 1945, la instauración del Estado de Bienestar en Europa occidental tuvo una motivación geopolítica: contener el avance del comunismo ofreciendo a las clases trabajadoras una mejora real de sus condiciones de vida dentro del marco capitalista. Las élites políticas y económicas del momento vieron que ceder en materia social podía evitar la ruptura revolucionaria que ofrecía la URSS en esos momento. El resultado fue un equilibrio del que seguramente hayan pocos ejemplos históricos, si es que podemos encontrarlos. Porque con esta configuración benefactora, que se adaptará a cada contexto de los países del eje occidental, se constituirán economías de mercado pletórico reguladas por Estados que ejercían un papel redistributivo y protector, asegurando así la estabilidad social.
De este modo, el Estado de Bienestar no sólo previene revoluciones mediante la mejora de las condiciones materiales; dispone además de mecanismos institucionales y culturales de absorción de la protesta. Son muchos los que se han ido configurando a lo largo de las décadas. Están los sindicatos y partidos subvencionados, de modo que quedan integrados en el aparato político y con acceso a financiación pública. También existen los marcos legales para la protesta. En los Estados de Bienestar se permiten manifestaciones, huelgas y campañas; eso sí, siempre que se ajusten a procedimientos regulados, evitando el paso a la acción directa insurreccional. Siempre que sea algo pacífico, se dice. Pero también podemos hablar de los medios de comunicación públicos y privados, los cuales a menudo son financiados por los aparatos gubernamentales, y canalizan la disidencia hacia formatos asumibles. Otro elemento crucial es el sistema educativo, que estará configurado de manera que forme a los ciudadanos en valores cívicos compatibles con el orden establecido. Mecanismos como estos permiten que demandas potencialmente desestabilizadoras o revolucionarias, se transformen en propuestas de reforma o en elementos de «identidad cultural», pero siempre sin amenazar la estructura política existente.
Podrían ponerse algunos ejemplos de lo antedicho. En Francia, Alemania o Italia, la conflictividad laboral de las décadas de 1960 y 1970 fue muy intensa, pero ninguno de esos países estuvo cerca de un cambio revolucionario. Incluso episodios como el tan cacareado Mayo del 68 francés –que muchos afirman haber estado canalizado desde Langley–, con su masiva movilización estudiantil y obrera, derivaron en reformas universitarias y laborales, pero no en un derrocamiento del sistema ni en una transformación de calado. En Italia, las «décadas de plomo» estuvieron caracterizadas por el terrorismo de izquierdas y derechas, pero el Estado mantuvo su integridad gracias a un amplio consenso social sobre el modelo de bienestar. En la muy manida Transición española (1975-1982) –también maleada desde la central virginiana–, las huelgas, manifestaciones y conflictos laborales coexistieron con una expansión de políticas sociales y sanitarias. Lo que lejos de abrir un proceso revolucionario, consiguió que estas movilizaciones fueran canalizadas hacia un nuevo marco constitucional –mitificado hasta la náusea– que garantizaba libertades políticas y consolidaba un Estado de Bienestar que ya se había forjado en la etapa franquista. En todos estos ejemplos el resultado que se obtuvo fue que los grupos que se autodenominaban revolucionarios, se vieron atrapados en la paradoja de depender de la legalidad y de recursos proporcionados por el propio Estado que pretendían destruir. La revolución ahora tenía que hacerse por vía democrática y pacífica o no era legítima.
Y es así como llegamos a fenómenos como las «revoluciones blandas» o «de terciopelo» (por ejemplo, en Europa del Este en los años 90). Ejemplo claro de que muchos procesos llamados revolucionarios no implican una ruptura completa con el sistema sociopolítico existente, sino más bien una transición controlada, aunque con algunas rupturas, hacia otra forma de gobierno compatible con el orden económico global. Pero es que en los Estados de Bienestar consolidados, las llamadas revoluciones suelen ser procesos intraestatales. Reduciéndose a cambios de gobierno, reformas constitucionales, reorientaciones en políticas públicas… Se trata de reformismo más que de revolución en sentido estricto.
Así las cosas, el Estado de Bienestar no sólo ofrece un corpus económico y político que inhibe la revolución, sino que transforma la propia conciencia política de los ciudadanos. Porque otro factor importante es que las utopías revolucionarias –ya sean marxistas, anarquistas o de otro signo– dependen de la idea de un «hombre nuevo» capaz de vivir sin las mediaciones del sistema existente. Sin embargo, en sociedades donde gran parte de la vida diaria se apoya en servicios estatales complejos, esta expectativa resulta irreal. La dependencia de redes sanitarias, educativas, de empleo, de transporte y de comunicación implica que una ruptura total con el Estado supondría un retroceso drástico en «calidad de vida», algo que pocos estarían dispuestos a asumir. La revolución, en este contexto, deja de ser una esperanza para convertirse en una amenaza a la estabilidad vital.
Ahora bien, esto no implica que estos Estados sean una balsa de aceite. Y aunque el Estado de Bienestar reduce significativamente las posibilidades de una revolución en sentido fuerte, no es un blindaje absoluto. Hay circunstancias excepcionales que pueden desbordar sus mecanismos de integración. Como por ejemplo cuando se produce, en los ciclos típicos de los sistemas capitalistas, un colapso económico o financiero. En estas situaciones la capacidad redistributiva del Estado se ve comprometida (hiperinflación, deuda insostenible, crisis energética prolongada…), de modo que el bienestar social se resquebraja. También pueden verse en peligro por conflictos étnico-nacionales, como sucede en el caso español. En estas coyunturas, debido a las tensiones identitarias impulsadas por movimientos separatistas, se pone en cuestión no sólo el Estado de Bienestar sino la propia integridad del Estado. Otros ejemplos, además del español, pueden ser el Reino Unido con el independentismo escocés o Bélgica con el flamenco. Estos conflictos, aunque no siempre desembocan en revoluciones armadas, sí pueden generar dinámicas de ruptura. Otros elementos desestabilizadores de esa armonía política que pretende ser el Estado de Bienestar son las injerencias geopolíticas, las crisis sanitarias graves y las guerras híbridas. Cuando se da una gran presión externa, una pandemia o una guerra, el Estado de Bienestar puede quedar en suspenso, abriendo la puerta a procesos revolucionarios o contrarrevolucionarios. En conclusión, cuando el propio andamiaje del Estado de Bienestar colapsa por crisis internas o agresiones externas, las dinámicas revolucionarias pueden resurgir, aunque siempre bajo formas determinadas por el nuevo contexto.
En definitiva, la afirmación «no se puede ser revolucionario en el Estado de Bienestar» no pretende ser una boutade, sino una descripción condensada de la realidad política de las democracias occidentales actuales. El Estado de Bienestar actúa como un dique de contención que busca mejorar las condiciones materiales de la mayoría, integrar y subvencionar a actores potencialmente desestabilizadores y convertir la disidencia en un elemento funcional del sistema. Esto no significa que no haya conflictos, protestas o cambios en estas sociedades, pero sí que las condiciones para una revolución en sentido estricto –ruptura del orden político– están neutralizadas. En este sentido, el revolucionario que actúa dentro del Estado de Bienestar, salvo rarísimas excepciones, es más un reformista radical que un agente de transformación total.
Así pues, al margen de cualquier tinte eticista que quiera darse a lo expuesto, al margen de cualquier moralina por lo dicho, lo anterior no pretende juzgar si todo ello está bien o mal, tan sólo constatar una realidad. Al margen de todo ello, decimos, ante los revolucionarios de salón que hoy pululan por ciertos grupúsculos, partidos y redes sociales, revolucionarios pacifistas que no están dispuestos a derramar su sangre por la causa y sólo contemplan la vía democrática, hay que preguntar: ¿pero qué revolución me quieres vender?