Esta sociedad nuestra está enferma, terriblemente enferma, no tiene solución, la conciencia ha quedado constreñida y el fin de la vieja vedad ha muerto. Las imágenes del trato ignominioso que estaban dando dos auxiliares de enfermería en prácticas a una anciana de noventa y un año en una residencia de mayores en Tarrasa, no es más que una ínfima muestra de la decadencia más absoluta de la tragedia moral que estamos viviendo. No se trata, como se hace en los medios de comunicación y en las redes, con voces coléricas, de enviar a estas chicas al fondo del abismo y ensañarse con ellas sin conmiseración alguna, ni mucho menos. El problema es mucho más profundo y abarca a sectores más amplios de gran parte de esta juventud abúlica que, en sus cortos alcances -como este caso-, no encuentran un motivo más divertido y que más gracia les pueda hacer que mofarse de una señora postrada en la cama que ha perdido sus facultades cognitivas y la elasticidad que un día tuvo su cuerpo para caminar.
Para esta legión de gente muy moderna, para la que el pensamiento es una herramienta demasiado grosera y en el sentimiento no les cabe un solo vocablo delicado o conmovedor para obsequiar a una persona mayor, todo su orden moral está reducido a abrir la boca para ver cuántas gotículas de Whisky pueden recoger del escupitajo de un DJ, o contabilizar el número de cubatas, chupitos, o como se llamen, que puedan caer en cada una de sus asiduas y divertidas fiestas. Después de estos hábitos y, otros aún peores, no queramos pretender que estos jóvenes maten a besos a ancianos, cuya vulnerabilidad es insoportable y se encuentran permanentemente heridos por la soledad. Por el contrario, no nos hemos preocupado de enseñar y transmitir valores como lo hacen en las sociedades orientales para honrar y venerar a las personas mayores y a sus ancestros, tal y como sucedía no hace tanto tiempo en nuestros entornos familiares.
Invertir los valores y sustituirlos por otros ha sido asumido con demasiada naturalidad por los distintos sistemas educativos, muy mediatizados por la ideología que, a fin de cuentas, es la que configura las instituciones públicas. Así, cada día va adquiriendo naturaleza de normalidad el idiotismo y la abyección como expresiones colectivas de una juventud a la que no se le ha hecho comprender, para su propia supervivencia, cuánta importancia tiene en los pueblos la herencia espiritual y cultural legada a través de tantas y tantas generaciones que nos precedieron en la historia. Herencia que, por otro lado, sin apenas darnos cuenta, ha sido reemplazada por la brutalidad, el desapego a la familia y una sequedad de sentimientos que espanta. En el currículum se lleva la penitencia.
El viejo modelo de familia estructurada occidental, a la que algunas y alguno hoy llaman heteropatriarcado (teoría neomarxisra cursi, de poca consistencia intelectual , muy alejada del actual mudo occidental y que un servidor de ustedes cree en el mismo como en la carabina de Ambrosio), dejó de funcionar hace ya mucho tiempo, pues la realidad nos pone delante de los ojos -para quien quiera verlo- una sociedad que podríamos considerar como una filiocracia parental. Son ahora niñatos y niñatas bien comidos y peor educados los que, con formas más o menos almibaradas o contundentes, ejercen en el seno familiar un soberano domino sobre los padres (sumidos en un estúpido estado comprensivo y amistoso que raya la docilidad) que, con el objetivo de encontrar “la paz del hogar”, satisfacen los caprichos de los hijos o hijas que se van metiendo en años sin haber dado un palo al agua.
Claro que, por otro lado, sería injusto no reseñar que cualquier generalización conlleva el riesgo a la inclusión y, por tanto, no es menos cierto que no se debe perder de vista a una inmensa minoría de jóvenes brillantes que con un gran sentido del deber se oponen silenciosamente a la vulgaridad mediatizada de los hábitos del ocio diurno y nocturno, al tedio estacionado de las resacas y a burdos legisladores que no conoce el valor de las palabras y sus relación con las emociones. Si en los años ochenta y noventa habíamos alcanzado el estado de bienestar y las diferencias económica se mitigaron considerablemente y fueron sustituidas por diferencias culturales, no cabe pensar la que se nos viene encima con estas inmensas minorías de jóvenes (opuestos a la política de baja ley) y que son los mejores preparados de la historia en cualquier faceta del conocimiento técnico-científico o humanístico. La brecha cultural y económica está servida a niveles desconocidos.
El caso es que aquel antiguo concepto luterano, que tenían los abuelos y abuelas de estas generaciones de que la vida era algo serio llena de deberes y pocas juergas, cómo siga esta pandemia, veremos a ver si no hay que volver a él. Entonces, supongo, habría que darle media vuelta de tuerca, nuevamente, al currículum hacia atrás o todo se irá a la mierda. Habrá de dejarse de tanta tontería y volver la mirada al mundo clásico, a las excelsas relaciones del alma con el infinito a través de las matemáticas de las ciencias de la naturaleza o de lo que fuere; a la investigación rigurosamente científica y al orden de aquellas ideas propias que se van adquiriendo y surgen de modo espontáneo con la lectura. Solamente así, algún día, con suerte, cabe la esperanza de que podamos volver a encontrar el orden natural de todas las cosas sin conculcarlo.