Agenda 2030: decrecimiento y supresión de las clases medias

Supuestamente el ODS nº 8 de la Agenda 2030 pretende combatir la desigualdad y promover un crecimiento económico sostenido. La referencia a este crecimiento sostenible rápidamente enlaza con los dogmas de la agenda verde y de género.

  • Crecimiento social e inclusivo.

El crecimiento debe ser inclusivo, es decir, la discriminación positiva de la mujer (y de los colectivos LGTB y la sopa de letras que sigue)  debe presidir la política económica, porque el ODS nº 5 señala como meta “aprobar y fortalecer políticas acertadas y leyes aplicables para promover la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de las mujeres y las niñas a todos los niveles”. En España el nuevo Plan de Igualdad, pergeñado por Irene Montero y su troupe, recibirá 20.319 millones de euros del presupuesto, que obviamente sale del bolsillo de las clases medias. Pese a los alardes retóricos de más impuestos para los ricos, la cruda realidad es que el cuerpo de contribuyentes más numeroso pertenece a la clase media, que según datos relativos a la última década, aportaron el 54,4% de los ingresos totales del Estado. Los ricos, los que tienen más de 150.000 euros de ingresos declarados al año, son sólo el 0,24% de la población, y son las empresas junto a la clase media quienes soportan la carga fiscal de la que se nutre el gasto público.

España es el país que más ha aumentado su presión fiscal durante el año 2020. Las reformas tributarias y el impacto de la crisis del coronavirus han incrementado el indicador un 1,9%. Tenemos así una presión fiscal del 36,6% sobre el Producto Interior Bruto (PIB), más de tres puntos por encima de la media de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que se mantiene en el 33,5%. Este aumento de la presión fiscal está íntimamente ligado al aumento del gasto público, pero no se traduce en una mejora sustancial de los servicios públicos. El gasto ideológico en políticas de género que patrocina la Agenda 2030 supone el despilfarro del 10 % de la recaudación tributaria. Un 10 % que empobrece a las clases madias y reduce la competitividad de las empresas españolas.

El trampantojo del feminismo 2030, enmascara la cruda realidad de que hoy en día un hogar ordinario necesita dos sueldos para formar parte de la clase media, mientras que en el pasado bastaba con un solo sueldo. Esta es la auténtica brecha salarial. Para sostener este tinglado que antepone la producción capitalista a la familia e impide que en cada hogar haya una fuente de ingresos holgada y estable, bajo la etiqueta de las políticas inclusivas, se fomenta el aborto, la baja natalidad y las familias alternativas que, como en Suecia, conducen a un envejecimiento en soledad vital.  Y estas políticas, como en su día criticó agriamente el comunista Pasolini, son las que defienden los niñatos bien de la nueva izquierda.

  • Desarrollo climático sostenible.

Peor aún resultan las políticas climáticas que la Agenda 2030 patrocina en su ODS nº 13.  El discurso apocalíptico de la ONU pretende amedrentar a la población para que acepte sin rechistar sus políticas de gobernanza mundial: “el cambio climático afecta, en la actualidad, a todos los países en todos continentes. Tiene un impacto negativo en la economía y la vida de las personas, las comunidades y los países. En el futuro, las consecuencias serán todavía peores”.

Desde la ONU se han atrevido a servirse de una adolescente histérica como Greta Thunberg para difundir sus soflamas climáticas: «Necesitamos recortes anuales drásticos e inmediatos de las emisiones como nunca antes se ha visto en el mundo… La gente en el poder puede seguir viviendo en su burbuja llena de fantasías, como el crecimiento eterno”. La ideológica climática sirve para justificar cualquier cosa, como hemos comprobado con la intervención de Gustavo Petro ante la Asamblea General de la ONU de este mes de septiembre: “La cocaína causa mínimas muertes y el carbón y el petróleo pueden extinguir a la humanidad”. No se trata de la extravagancia de un líder ultraizquierdista iberoamericano, el que fuera miembro del grupo terrorista Movimiento 19 de abril, no hace más que hacer suyos los postulados de la ONU, que a través de su Secretario General António Guterres, nos advierte: «O detenemos nuestra adicción a los fósiles o ella nos detendrá. Basta de brutalizar la biodiversidad, basta de suicidarnos con carbón, basta de tratar a la naturaleza como un retrete».

Pues bien, bajo este paraguas de disparates se ha impuesto en toda Europa una política de descarbonización que nos ha conducido al actual desastre energético.

Para empezar, es falso que exista un consenso científico sobre las causas y consecuencias del cambio climático. Frente al IPCC,  Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU, que señala al ser humano y su actividad económica como responsable directo del cambio climático, existe otra plataforma de científicos (ICSC, Coalición Científica Internacional del Clima) que niega que existan datos empíricos contrastados que demuestren esa hipótesis. Y si en las causas no existe consenso, menos aún en las consecuencias. El propio IPCC ha cambiado a lo largo de los últimos años sus previsiones. Lo cierto es que predecir cual va a ser la variación del clima dentro de 50 años y sus efectos sobre la vida en la Tierra, más bien se trata de un ejercicio de adivinación que de una certeza científica, por mucho que se nos venda lo contrario desde la ONU, grandes corporaciones y medios de comunicación de masas.

Lo que si no admite discusión es que las carísimas medidas económicas y medioambientales destinadas a limitar la emisión de CO2 en Europa son absurdas. La Unión Europea en su conjunto emite 2.724 millones de toneladas de CO2 al año, mientras China emite 10.065 millones, India 2.654 millones y Rusia 1.711 millones de toneladas. Ninguno de estos tres países va a sacrificar sus economías para reducir sus emisiones. Por lo que los europeos somos, en lenguaje coloquial, los pagafantas de todo este tinglado del calentamiento global. Llegar a 2050 con un recorte de emisiones en torno al 85 o 95 % nos costaría al conjunto de los europeos perder unos 9.699 euros de ingreso anual per cápita. Naturalmente el reparto de este descenso de nivel de vida no afectaría a todos por igual. De nuevo la clase media sería la más afectada.

Es evidente que el aumento de los costes energéticos está colocando a muchas pymes al borde de su viabilidad para mantener su actividad. Pero lejos de dar prioridad a la verdadera alarma que sufrimos hoy, (el pasado 22 de agosto, el precio de mercado negociado en bolsa del gas natural en el centro de gas alemán THE (Trading Hub Europe) se cotizaba un 1000 % más que hace un año.) desde la ONU se insiste en la campaña Race to Zero para eliminar combustibles fósiles, justificando estas medidas en esa supuesta alarma climática del mañana. Úrsula von der Leyen nos acaba de anunciar que la Unión Europea no va a rectificar el error y seguirá pertinaz en los ODS de la Agenda 2030, porque lo que hay que hacer es “esforzarse por acelerar la transición para abandonar todos los combustibles importados y desarrollar sistemas de tecnología verde propios y autosuficientes”. Poco importa que el corte del suministro de gas debido a las sanciones impuestas a Rusia haya puesto la verdad encima de la mesa y demostrado que el desarrollo tecnológico de las energías renovables, hoy por hoy, dista aún mucho de poder producir una anergia barata y suficiente para cubrir todas las necesidades de hogares y empresas. No vamos a entrar a analizar el informe de la Rand Corporation, el think tank más poderoso de Estados Unidos, sobre la doble finalidad de perjudicar a Rusia y a los propios europeos con las sanciones económicas impuestas por la Unión Europea a raíz del conflicto con Ucrania. Lo que sí es evidente es que hasta el más lerdo es capaz de entender que cuando el coste energético se dispara debido a su carestía, producir más al precio más barato posible contribuye a disminuir ese alza de precios. Pero la receta que nos atizan desde la Unión Europea no es recuperar por las circunstancias extraordinarias que vivimos la producción energética del carbón, (cierto que en España no podríamos hacerlo porque el “listo” de Sánchez ha mandado volar por los aires las térmicas) o al menos primar la energía nuclear con el mismo énfasis que las renovables, sino recaudar «más de 140.000 millones de euros» en fondos extra para que los gobiernos los trasladen a los consumidores con problemas financieros. Eso sí, en Alemania han tenido que poner 8.000 millones de euros para rescatar a la compañía energética Uniper. Es decir, la cerril postura de la Unión Europea en materia energética supone tarifazos para los consumidores y más impuestos, que, por supuesto, acabaran pagando los de siempre, las clases medias y las pymes. Tampoco pues parece muy aventurado afirmar que la famosa transición ecológica de la Agenda 2030 ha impulsado una política energética que puede calificarse como una autentica plaga para Europa.

  • Decrecimiento económico.

Ante la situación que deja en evidencia el timo de la transición verde, que pese a que entre 2009 y 2019, según reconoce la propia ONU, ha invertido la friolera de casi 2,6 billones de dólares en energías renovables, sin que hayan tenido la más mínima capacidad para paliar la actual crisis energética, se perfila una nueva doctrina para estafar a la opinión pública y avanzar en la instauración de la nueva gobernanza mundial.

El crecimiento económico resulta incompatible con el ya excesivo consumo de recursos, energía y generación de residuos, que especialmente en los países de renta más alta, es decir de Occidente, está siendo causa de los problemas de insostenibilidad ecológica. Este es el nuevo movimiento para justificar el empobrecimiento de las sociedades occidentales que está provocando la política climática de la Agenda 2030. En otra vuelta de tuerca, cada día se oyen más voces desde la “progresía” en favor de lo que ya se conoce como “poscrecimiento”, la teoría que nos dice que el mundo debe abandonar la idea de que las economías deben seguir creciendo, porque el crecimiento en sí mismo es dañino.

Son dos los argumentos que maneja esta teoría para convencernos de que ser más pobres nos hará más felices. No tendrás nada y serás feliz, ya nos anunciaban en el Foro de Davos en su reunión anual de 2020. Por supuesto como bien podrán imaginar, quienes predican esto no tienen la menor intención de empobrecerse ni de ver como su nivel de vida disminuye. Como sucede con los comunistas a la hora de repartir, son los demás los que deben decrecer o no tener nada para ser felices.

El primer argumento es el ecológico.

El crecimiento económico sin límites sería el responsable de que el planeta se esté volviendo inhabitable. «El agotamiento de los recursos y la contaminación están empezando a poner límites, y tenemos que hablar de ello», anuncia Richard Heinberg, ecólogo y profesor universitario estadounidense (cómo no). “Los suministros se están agotando y aunque no tuviéramos que abordar el problema de la guerra, ocurriría igual”. De nuevo la amenaza apocalíptica. No es nueva, desde el siglo XVIII diversas variantes y versiones del malthusianismo nos llevan dando la murga con que los recursos de la tierra no serán suficientes para poder mantener a la creciente población. En los años 70, usando la teoría del pico de Hubbert, se nos anunció que para comienzos del siglo XXI las reservas de petróleo se habrían agotado. Hoy, cuando aquel futuro ha llegado, lo que es agotador es la matraca para que no sigamos usando combustibles fósiles.

Ahora resulta que lo que es incompatible es vivir “dentro de los límites ambientales” y mantener el estado de bienestar de las sociedades avanzadas. La receta de los ideólogos del decrecimiento es que los países más ricos apliquen a machamartillo los ODS de la Agenda 2030 y recauden más impuestos para invertir en una economía más verde,  avancen sin parar en la transición energética para dejar de usar petróleo y carbón, acabar con la emisiones de carbono y se embarquen en una operación de ingeniería social para cambiar el ‘chip’ de una población excesivamente consumista para convencerles de que empobrecerse es necesario para ser felices. “Decrecer para sobrevivir”, porque para conseguir que nuestras economías sigan creciendo estaríamos esquilmando los recursos y destrozando la naturaleza.

Por supuesto es mentira que exista riesgo de agotamiento de nuestras reservas de recursos. Hay materias primas, fuentes de energía y cultivos, que junto a los avances tecnológicos, dan de sobra para que toda la humanidad siga creciendo. La crisis que vivimos, las carestías energéticas que padecemos, la inflación que sufrimos, tiene causas políticas, no ecoplanetarias. Tampoco es cierto que el crecimiento económico sea enemigo del medio ambiente. Precisamente son en esas economías avanzadas de Occidente donde existen más respeto por el medio ambiente y más medidas para el cuidado de la naturaleza. Se culpa a Occidente, pero si acudimos a la lista de los 10 países más contaminantes del mundo, China aparece como el más destacado, seguido muy de lejos por Estados Unidos, India y Rusia. Entre esos 10 países solo aparece uno europeo, Alemania, en séptima posición. La realidad es que el crecimiento económico incentiva la preocupación por el medio ambiente y las sociedades avanzadas gracias a ese crecimiento demandan cada vez más de sus dirigentes políticas respetuosas con el medio ambiente. Que Bangladesh, Pakistán, Mongolia o Afganistán se encuentren entre las naciones más contaminadas del mundo, indica que en los países en vías de desarrollo, con crecimiento económico deficitario, esa preocupación por el medio ambiente no existe. Ciertamente no vamos a ocultar que la extracción de materias primas en el tercer mundo para alimentar el crecimiento de las economías más avanzadas deja mucho que desear respecto a derechos laborales y cuidado del medio ambiente, pero la solución no pasa por el decrecimiento de las sociedades avanzadas, sino por el crecimiento de las sociedades retrasadas,  hasta conseguir implantar en las mismas una fuerte clase media que, al igual que ha sucedido en Occidente, demande e impulse políticas de estabilidad, que primero consigan mejoras sociales y luego restauren y cuiden en sus procesos productivos el medio ambiente.

No son precisamente los mismos que ha provocado en gran medida la crisis energética actual por su obsesiva lucha contra las emisiones de carbono, los que ahora deberían dar lecciones, que, en definitiva, no son más que una huida hacia adelante en sus precipitadas e irresponsables políticas de transición energética verde.

El segundo argumento es social.

El consumismo en que se ha basado el modelo de crecimiento occidental supone una alienación del individuo y agrava las desigualdades. El aumento de la riqueza económica no garantizaría por sí mismo la mejora en objetivos sociales, afirmación rotundamente falsa que suele encontrase entre los autores postmarxistas. La generación de riqueza redunda en un mayor nivel de vida para todas las capas sociales, como demuestra el dato del ingreso per cápita, que entre el año 1750 y el 2000 se ha multiplicado por 10. Cierto es que este dato no supone más que un cálculo medio que debe interpretarse con el índice de desigualdad. Pero es que también las desigualdades han disminuido, ya que si acudimos al índice Gini, que calcula la distribución de ingresos entre toda la población y va desde cero (perfecta igualdad de ingresos entre individuos) y cien (desigualdad máxima, en la que todos los ingresos los tiene un individuo), ha descendido en ocho puntos a nivel mundial. No se trata evidentemente de un avance espectacular, las desigualdades siguen siendo especialmente sangrantes en el tercer mundo, pero en todo Occidente y en muchos de los países emergentes su disminución es ostensible. Además, la tasa de pobreza en el mundo ha caído en un 80 % desde 1970 a la actualidad. Nadie va a negar aquí que las grandes corporaciones capitalistas se benefician del crecimiento, aumentando ostensiblemente su cuenta de resultados, pero nadie con una mínima honestidad intelectual puede a su vez negar que contribuye significativamente a la ampliación de las clases medias, incorporando progresivamente en su seno a los más humildes.  Un auténtico crecimiento sostenible debe garantizar esa movilidad social y promocionar políticas económicas, fiscales y laborales que busquen la ampliación de las clases medias.

Este objetivo no es incompatible con la crítica a la obsesión por adquirir productos de moda que faciliten la aprobación social y la autosatisfacción. Como bien decía Borges, “es tan triste el amor a las cosas, las cosas no saben que uno existe”. Pero de esta certera afirmación al “no tendrás nada y serás feliz”, hay mucho trecho. La oposición contra el materialismo hedonista no puede emular las caducas formulas del marxismo. Eliminar la riqueza no llenará el vacío existencial de las poblaciones de las sociedades occidentales, sólo la recuperación de las comunidades naturales y el sentido de transcendencia del ser humano pueden lograr esa finalidad.

  • Del gran reinicio al gran empobrecimiento.

La famosa teoría de la Pirámide de Maslow define una jerarquía de necesidades humanas y argumenta que a medida que las personas van satisfaciendo las necesidades más básicas, desarrollan necesidades y deseos más elevados. En definitiva, cuando se genera crecimiento, cuando más riqueza se pone a disposición de las personas y se van cubriendo sus necesidades de subsistencia más inferiores, se empuja el progreso social. Por el contrario, el decrecimiento es una fuerza regresiva que impide el desarrollo del individuo y la satisfacción de sus necesidades superiores, empujándole a centrase en satisfacer sus necesidades más básicas.

Este es el gran reinicio que nos tienen reservado. El pilar de la prosperidad de las sociedades occidentales es la clase media, su crecimiento se estancó en Europa a raíz de la crisis financiera del 2008, y la pandemia junto a la actual crisis inflacionista la está reduciendo a marchas forzadas. Los gastos de consumo de los hogares de clase media, especialmente energéticos, han aumentado mucho más rápido que sus rentas. Paralelamente sus impuestos y cotizaciones sociales, lejos de decrecer, cada día aumentan más, porque las políticas de la Agenda 2030 no aflojan el gasto, especialmente en la transición verde, y demandan más recursos en ayudas sociales para cubrir el enorme destrozo que están ocasionando a las clases más bajas

Los partidarios del decrecimiento están de enhorabuena, el poder adquisitivo de las clases medias occidentales, según calculan diversos analistas económicos, disminuirá un 25 % debido a las consecuencias de la pandemia, inflación y la crisis energética.  Será esta reducción de la demanda la que consiga a lo largo de los próximos años embridar la inflación. El resultado será una sociedad con más desigualdad y menos clase media, las élites globalistas conseguirán su ansiado decrecimiento y la dependencia de grandes masas de población del Estado. Un Estado desconectado de la comunidad nacional y dominado por las grandes corporaciones capitalistas y una burocracia de corte socialista. Además, pronto los avances tecnológicos posibilitaran un control social que Orwell o Huxley sólo atisbaron a imaginar.

El Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030  acaba de lanzar una campaña de publicidad institucional de Agenda 2030 bajo el lema “Basta de distopías. Volvamos a imaginar un futuro mejor”. Ese futuro mejor, gracias a la eliminación de las clases medias con su espíritu crítico, su  iniciativa y su libertad, no solo será una sociedad de masas, saturada de mensajes mediáticos que construyan un relato artificial desde arriba, como Jean Baudrillard denunció, sino que gracias a la realidad virtual que pronto nos alcanzará, permitirá una vida cotidiana desconectada de la verdadera realidad, lo que borrará cualquier amenaza de disidencia. Desde luego se cierte sobre el horizonte un futuro mejor… para las élites que aspiran a la gobernanza mundial.

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