El concepto “globalismo” puede ser tanto ambiguo como vago: puede significar muchas cosas a la vez así como puede no significar nada concreto. Por ello, para que el lector sepa a qué nos estamos refiriendo, utilizaremos esta nomenclatura como sinónimo de mundialismo, que la Real Academia Española define como “movimiento en la colaboración de todos los países y de la creación de un gobierno mundial”. A su vez, en cuanto al concepto de “ideología”, citaremos a la misma RAE, que la define como un “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etcétera”. Estas definiciones pueden ser discutibles, pero consideramos que son lo suficientemente simples para efectos de comunicación y entendimiento con el lector en este breve ensayo.
Así definido, el globalismo cuenta con precursores tan antiguos como la civilización misma. Sargón de Acad, fundador del imperio acadio alrededor del año 2.300 antes de Cristo, según las inscripciones arqueológicas habría sido declarado ya en ese entonces “rey del mundo”, cuando se pensaba que los confines de la Tierra llegaban hasta el mar, el desierto, o las montañas que rodeaban a Mesopotamia. De modo similar, Alejandro Magno aspiraba a conquistar el mundo y tras la expansión de su imperio, fue reconocido por muchos de sus contemporáneos con la misma distinción realizada a Sargón. En la Edad Media, el papa y el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico se disputaban la titularidad de lo que entonces llamaban el dominium mundi. Posteriormente, ya en los inicios de la era moderna, se decía de manera hiperbólica que en el Imperio español “nunca se pone el sol”, en referencia a un territorio tan extenso que abarcaría longitudinalmente el globo completo, una descripción que sería igualmente asignada más adelante al aún más extenso Imperio británico.
En cuanto a una “ideología globalista” propiamente tal, es posible remontarse atrás en el tiempo hasta la escuela griega de los estoicos, en el siglo III antes de Cristo. El estoicismo postulaba que Dios y el cosmos constituían una sola sustancia regida por una misma ley natural universal. Luego, el sabio que rige su comportamiento conforme a esta ley natural, “no es sólo un ciudadano de la polis donde vive, sino que también es un ciudadano de la megalópolis del universo, el cosmos, que sigue una única administración y ley” (Stoicorum veterum fragmenta, III, 79). Esta ideología dejará una considerable huella en el Imperio romano, gracias a filósofos como Cicerón y el emperador Marco Aurelio, entre otros. Mucho más adelante, ya en el Renacimiento, el utopista Tommaso Campanella en su obra Ciudad del Sol (1602) postulará la idea de una religión universal como sustento ideológico de “un Estado mundial organizado bajo el poder de un solo gobernante que agrupará en su persona las prerrogativas de dirigente temporal y espiritual” (Yates, 1983, p. 440).
Ya en el Siglo de las Luces, destaca Immanuel Kant con su obra Sobre la Paz Perpetua (1795), que establece una base ético-jurídica mundial para la convivencia entre naciones. Sin duda, se trata de un texto fundacional de la teoría liberal de las relaciones internacionales y, a partir del siglo XX, la base ideológica de la Sociedad de las Naciones, antecesora de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Por otra parte, Georg Wilhelm Friedrich Hegel en la Fenomenología del Espíritu (1807), se refiere a la historia del hombre como una dialéctica entre amos y esclavos, que será resuelta sólo una vez que el hombre, en tanto sujeto, y el mundo, en tanto objeto, se reúnan en una misma síntesis. A partir de ese minuto, el hombre conocerá la Idea absoluta, con lo cual habrá alcanzado el conocimiento y la ciencia definitivos, lo que necesariamente trae consigo un sistema político igualmente definitivo para toda la humanidad. Sobre esta base, Karl Marx establece la doctrina marxista, que propugna una revolución mundial proletaria como acto de clausura de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Una vez resuelta esta lucha de clases, se alcanzaría la meta de la sociedad comunista: un mundo sin propiedad privada, sin clases y sin Estado donde todos los hombres son finalmente libres de toda opresión.
Tanto las ideas de Hegel como de Marx serán determinantes en el pensamiento del filósofo que constituye el tema central de este ensayo: el francés de origen ruso Alexandre Kojève (1902–1968). Proponemos que Kojève es un autor clave para entender el fenómeno de la ideología globalista contemporánea, a pesar que frecuentemente no es de los más explícitamente referenciados. Basándose en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, Kojève plantea que la clausura histórica y definitiva de este conflicto constituirá “el fin de la historia”, clausura que, por su propia naturaleza, se trataría de un acontecimiento no local, sino global.
Si Hegel sostenía que el modelo político definitivo sería el del Imperio francés a partir de Napoleón en 1806, para Kojève la expansión mundial de este modelo, base sustancial de las democracias liberales del mundo, sería el fin de la historia en términos políticos. Así, para el filósofo ruso-francés, a modo de ejemplo, la revolución china de 1911 no sería más que “la introducción del código napoleónico en China” (Lilla, 2004, p. 112). Con todo, el futuro de este imperio mundial napoleónico no estaría, para Kojève, prefigurado por la teoría política liberal, sino más bien por una de tipo comunista:
“Sólo una teoría que será reconocida por la humanidad «al final de los tiempos» y por ese Estado final (absoluto, ideal) que existirá por sí solo, eterno e inmutable, podrá considerarse finalmente (y absolutamente) verdadera. En otras palabras, volvemos a la convicción de que el conocimiento absoluto del hombre sólo puede ser el conocimiento total, verificado por el Estado omnicomprensivo, i.e., por una sociedad comunista” (Rutkevich, 2022, p. 153).
Es necesario aclarar que la “sociedad comunista” de Kojève no debe confundirse con los socialismos reales de tipo soviético. De hecho, el filósofo ruso-francés observará que, tras la revolución rusa, los hechos se encargarían de demostrar que el ideal marxista-leninista estaría lejos de cumplirse en la práctica tras la imposición del estalinismo. Luego, retomando a Hegel y su síntesis de sujeto-objeto, o bien, como lo explica el mismo Kojève, buscando la homologación del ideal del sujeto con lo real del objeto, el autor llamará a superar el marxismo de corte estalinista, transformándolo mediante “la revolución permanente, porque así se avanza por medio de la negación de lo socialmente dado” (Rutkevich, 2022, p. 151). Palabras que sin duda evocan el pensamiento del archirrival de Stalin, el malogrado León Trotsky.
La teoría de Kojève
En su magnum opus titulado Introducción a la Lectura de Hegel (1947), Kojève profundiza en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, cuya síntesis denomina “el fin de la historia”. Su antropología es la de un sujeto deseante: el hombre por naturaleza desea transformar la realidad dada, se siente siempre insatisfecho y sólo pondrá fin a esa insatisfacción una vez que logre hacer real el ideal que desea alcanzar. Así, la historia del hombre comienza cuando éste por primera vez hubo de percatarse que estaba incompleto en el mundo y, por tanto, trabajará para cambiar esta realidad en búsqueda de su propia autorrealización. El desenlace lógico es que, una vez el hombre se haya realizado completamente, éste habrá alcanzado el fin de la historia.
Con todo, a diferencia del materialismo dialéctico, para Kojève las aspiraciones del hombre no son, en última instancia, materiales, sino sociales. No se desea un bien por el bien en sí, sino por el reconocimiento social que trae el hecho de poseer –y mostrar que se posee– ese bien. Así, la historia del hombre es de una lucha a muerte por el reconocimiento, lo que implica que en esta contienda unos sujetos resulten vencedores y otros sujetos resulten vencidos. De este modo nacen el “amo” y el “esclavo”: no por el hecho mismo de que uno posea los medios de producción y el otro sea quien los trabaje, sino porque de esta relación el poseedor obtiene el reconocimiento social de ser un amo poseedor.
El triunfo del amo, no obstante, es pírrico, pues lleva consigo la tragedia de que el amo, una vez constituido y reconocido como amo, ya no tiene más metas en la vida. La historia le pertenece, entonces, al esclavo, pues él sí tiene una cuenta pendiente con el mundo y su vida: debe transformarlos hasta sentirse satisfecho consigo mismo. Luego, el esclavo, guiado por su deseo, se ve compelido a negar el mundo dado y su situación existente, aspirando algún día a ser amo. Y, nuevamente, una vez que consigue ser amo, su Deseo es satisfecho y por tanto deja de luchar por transformar el mundo.
Intentaremos graficar este punto con ejemplos históricos: el burgués hubo de iniciar la revolución burguesa, eliminando a la nobleza, para convertirse en “amo” ya no de un orden aristocrático, sino a su propia medida: un orden burgués, es decir, democrático, capitalista y liberal. Sin embargo, ese mismo burgués, una vez conseguida su meta, deja de luchar para transformar el mundo y ahora sólo aspira a conservarlo. En tanto, el “esclavo” de este nuevo orden, el proletario, sí tiene una cuenta pendiente consigo mismo: tal como el burgués durante el antiguo régimen, se ve impulsado a transformar el mundo dado por su amo, hasta que una revolución proletaria instaure un nuevo orden, naturalmente, hecho a medida suya, que después buscará conservar.
Para Kojève este ciclo no es eterno, pues tarde o temprano encuentra su cierre una vez que el hombre logre dar con la ciencia definitiva, lo que implica a su vez dar con un modelo político igualmente definitivo, que acabe con todas sus carencias de una vez y para siempre. ¿De qué manera podría cerrarse esta sucesión de transformaciones que parece eterna? La respuesta, según Kojève, está en la filosofía, o mejor dicho, en la superación de la teología por medio de la filosofía. En otras palabras, el hombre debe suprimir y superar filosóficamente la idea de Dios.
Según el pensamiento teológico, Dios es amo y el hombre es esclavo, y la autorrealización plena del hombre sólo se alcanza en el Cielo. Luego, el “fin de la historia” en sentido teológico ocurrirá sólo cuando el hombre llegue al paraíso celestial. En contraste, el ateo no tiene esta opción: no tiene un paraíso prometido en el más allá, su autorrealización sólo puede conseguirla en este mundo, por tanto, no tiene más remedio que “traer el Cielo a la Tierra”. Luego, para Kojève, esta es la única manera de hacer real lo ideal: suprimir y superar la idea de Dios y de Cielo para que la realización plena y completa del hombre se concretice en este mundo.
La creencia en Dios y en el Cielo, conforme a Kojève, es el consuelo del esclavo al no poder lograr la satisfacción en este mundo. Se contenta con el sueño de un “más allá” donde pueda ponerle fin a su sufrimiento, en un paraíso donde la relación amo-esclavo se extinga, al menos entre hombres, ya que todos serán iguales ante un mismo amo que es Dios. Pero tarde o temprano el hombre deberá percatarse que ésta es sólo una ilusión que se ha creado para su propio consuelo. Una vez que lo haga, tomará conciencia de su propia realidad como sujeto frente al único objeto real, que es este mundo y no otro, paso necesario para plasmar su ideal sin amos ni esclavos ya no en un paraíso de fantasía, sino en el único mundo existente y real.
Pero este sólo es un primer paso. Parafraseando a Nietzsche, una vez que “Dios haya muerto”, el ser humano seguirá proyectando sus ideales en este mundo, sólo que ya no de manera teológica, sino filosófica, elaborando ideologías, entendidas por Kojève como creaciones empírico-racionales para darle un sentido a la vida. No obstante, él afirma que las ideologías siguen siendo ideales que deben pasar la prueba empírica de la realidad para que sean verdaderas y definitivas, pues sólo de ese modo se puede hacer real lo ideal. Por ello, ha de ser necesario que las ideologías se destruyan mutuamente en sus contradicciones, hasta que quede solamente un todo coherente con la realidad misma. Una vez conseguida esta meta, el hombre poseerá por fin el saber absoluto, el conocimiento de la ciencia definitiva. Y esta ciencia implica, a su vez, tener la fórmula para conseguir la satisfacción absoluta de la humanidad, concretando así “el fin de la historia”.
La entidad política capaz de garantizar la satisfacción plena del hombre una vez “finalizada la historia” será denominada por Kojève como Estado universal y homogéneo. Sin embargo, en este Estado la dialéctica amo-esclavo no desaparecería, pues seguirá habiendo dominación y servidumbre. La diferencia con las dinámicas amo-esclavo “históricas” es que en el Estado universal y homogéneo todos se encontrarían en igualdad de condiciones para convertirse en amos o esclavos. Se trata, entonces, de un sistema con igualdad de oportunidades para la plena movilidad social, cuyo fin es propinarle al hombre el reconocimiento y, como consecuencia, la satisfacción plena de su deseo.
Parafraseando a Leibniz, este sería “el mejor de los mundos posibles”, entendiendo que el Cielo no es más que una ficción, una fantasía ya suprimida y superada. De este modo, el fin de la historia y el Estado universal y homogéneo son el producto de un mundo que necesariamente ha dejado de ser cristiano, o más aún, que ha suprimido y superado toda religión y creencia en el “más allá”. Por consiguiente, la creencia metafísica del hombre al final de la historia no es sino el ateísmo, o mejor dicho, en palabras de Kojève, el “antropoteísmo”, pues el hombre ha tomado el lugar de Dios sintetizándose con él, así como la Tierra ha sido sintetizada con el Cielo.
En términos dialécticos, el antropoteísmo es la síntesis final entre sujeto y objeto: el hombre (yo) y Dios (otro) se sintetizan en un mismo ser, al igual que lo real (Tierra) y lo ideal (Cielo). Por ello, una vez que esta dialéctica sea sintetizada por y para siempre, ya no quedará ninguna otra relación dialéctica por suprimir. El hombre habrá alcanzado la sabiduría pura y definitiva, que le permitirá así encontrar el sistema perfecto que acabará con todos sus dolores y deseos insatisfechos. Y este saber absoluto no es sino la Ciencia definitiva, que ya no se trata de una perspectiva parcial y particular como la ideología, sino un saber científico total y universal.
Como ya hemos dicho, la finalidad de este Estado universal y homogéneo es proporcionar la satisfacción plena y definitiva del deseo del hombre. Pero esto conlleva a su vez una tragedia: conseguida esta meta, el hombre ya no tiene nada por qué luchar, ya no tiene una realidad que transformar. Al final de la historia, el hombre deja de ser hombre en tanto agente creador de nuevas realidades y destructor de las viejas. Esto no significa que el tiempo se congele y ya no ocurran más acontecimientos: la cronología de la existencia sigue su curso cósmico, pero sin transformaciones políticas, económicas, científicas, ni siquiera artísticas: todo sigue igual porque, hipotéticamente, ya se habrá alcanzado la fórmula definitiva de todo. En este sentido, para Kojève volveremos a vivir como animales, esto es, seres que simplemente viven en función de satisfacer sus deseos instintivos, ya sin ningún afán de negación y transformación del mundo (Kojève & Bloom, 1980, pp. 158-159).
Una vez que el hombre alcance la sabiduría definitiva, que en términos de Kojève se conserva en el “Libro de la Ciencia” –una especie de almacén de todo el conocimiento humano ensamblado de manera íntegra y coherente–, no queda más que repetir una y otra vez las mismas fórmulas que resuelven todos los problemas, para todo hombre en todo lugar en el Estado universal y homogéneo. En palabras del mismo Kojève en la Introducción a la Lectura de Hegel:
“Nada cambia ni puede ya cambiar, así pues, en ese Estado universal y homogéneo. Ya no hay Historia, el futuro es un pasado que ya ha sido; la vida es puramente biológica. Ya no existe, por tanto, el Hombre propiamente dicho. Tras el final definitivo del Hombre histórico, lo humano (el Espíritu) se ha refugiado en el Libro. Y este último ya no es, pues, el Tiempo, sino la Eternidad” (Kojève, 2013, p. 440).
En el Estado universal y homogéneo, así, “lo único que queda por hacer es administrar económicamente lo existente” (Borovinsky, 2011, pág. 64), y será preciso entender esta forma política como un verdadero imperio que no reconocerá límite ni centro, pero que podría enfrentar eventualmente la paradójica resistencia de algunos al fin de la historia, generando como obligación un gobierno eterno entre cuyas funciones esté preservar la paz mediante la guerra policial contra los desadaptados, los cuales para Kojève no serían más que “enfermos que deben ser encerrados, descontentos o, directamente, “criminales”” (Borovinsky, 2011, pág. 80). De este modo, los intentos de hacer política de acuerdo a preceptos históricos, es decir, que aún apelen a distinciones no económicas o directamente metafísicas, ameritarían su aplastamiento incluso mediante la guerra, la cual ahora sería una guerra civil, ya que nada se consideraría por fuera del Estado universal y homogéneo.
Así las cosas, y retomando el aspecto antropológico-filosófico de la teoría kojeviana, la consecuencia de la “muerte de Dios” no es sino también la muerte del hombre. Dios y hombre se han suprimido dialécticamente por síntesis hegeliana, de modo que el ser humano se ha convertido, en términos aristotélico-tomistas, en acto puro al igual que Dios: ya no tiene potencia que actualizar, pues ha alcanzado la perfección eterna, su propio nirvana eu-tópico, aquí y ahora. En este punto el hombre ya se ha convertido en lo que Kojève llama el Sabio, el hombre completo, quien paradójicamente reconoce su perfección dentro de su imperfección: sigue siendo un hombre que yerra y muere, pero que ahora conoce a la perfección su propia naturaleza imperfecta, caduca y perecedera, y que ha logrado sentirse plenamente satisfecho como tal. Por consiguiente, ya no necesita negar ni transformar nada más, ni al mundo ni a sí mismo. El hombre ha alcanzado su versión absoluta y definitiva.
La imperfección ontológica del hombre es, según Kojève, la base de la dialéctica hegeliana, que encuentra sus raíces teo-filosóficas en el judeocristianismo. Al saberse imperfecto tras “la caída del hombre” en el Génesis, el ser humano no tiene más alternativa que transformarse a sí mismo hasta reencontrarse con Dios nuevamente. Y es gracias a este Dios que el hombre es libre, porque puede elegir permanecer en esta situación de desencuentro, o bien, negar su propia situación dada y perfeccionarla hasta divinizarse, y así ponerle fin a su historia que es el fin de la historia.
Entendiendo la libertad humana como la capacidad de negar y transformar al mundo y a la humanidad misma, surge la pregunta, entonces: ¿es libre el hombre al final de la historia? Kojève responde que en teoría, alcanzando ya su completitud, el hombre ya no necesitaría ser libre. Sin embargo, en la práctica los seres humanos seguimos teniendo y sintiendo deseos. Incluso si es que disponemos de una fórmula mágica para satisfacerlos, desde el minuto que estamos insatisfechos hasta que logramos estar satisfechos, somos libres para negar y transformar esa insatisfacción en satisfacción.
El hombre tiene así libertad de elección en un sistema cuyo Libro de la Ciencia le proporciona la fórmula para satisfacerse. Y es libre porque sigue siendo, en sentido biológico y cósmico, un hombre mortal, en un mundo aún gobernado por el problema económico de la necesidad y la escasez, donde es libre para elegir entre un número limitado de opciones, dentro de un limitado tiempo, para obtener su satisfacción.
Ahora bien, en términos políticos, esta libertad no ha de tolerarse si es empleada para cuestionar el imperio de la Ciencia definitiva y el Estado universal y homogéneo, pues ello significaría un intento por retornar a la historia y a un estado de insatisfacción generalizada del deseo, lo que requiere por parte del Estado universal y homogéneo la purga de tales resistencias.
La práctica de Kojève
El Libro de la Ciencia, no obstante, sigue siendo teórico, y en tanto teórico, sigue en oposición dialéctica a la práctica. En virtud de lo anterior, para Kojève no basta con “leer” el Libro de la Ciencia; también hay que “comerlo” y “beberlo”, es decir, hacer de la teoría y la práctica una misma síntesis. En otras palabras, si el Libro entrega la fórmula de cómo hacer real lo ideal, lo que procede entonces es la ejecución de esa acción que hace real lo ideal. Por este motivo, una vez publicada la Introducción a la Lectura de Hegel (1947), Kojève dejará a un lado la producción intelectual para enfocarse en la puesta en práctica de su teoría, iniciando así una carrera como burócrata dentro del Estado francés.
Apenas concluida la Segunda Guerra Mundial, esto es, dos años antes de la publicación de su magnum opus, el filósofo de origen ruso ya había presentado al gobierno francés un texto titulado Esquicio de una doctrina de la política francesa (1945), donde plantearía un proyecto histórico para la Francia de posguerra. Aquí es cuando por primera vez habla de establecer en Europa un Estado universal y homogéneo, describiéndolo como “una sociedad burocrática organizada racionalmente y sin distinciones de clase” (Lilla, 2004, p. 114).
Ya en la segunda mitad de la década de 1940, Kojève se convertirá en funcionario de la Dirección de Relaciones Exteriores Económicas de Francia (Love, 2018, p. 4). Dentro de algunos años, esta nación firmará los tratados de París (1951) y Roma (1957), estableciendo un mercado común con Alemania, Italia y el Benelux; un proyecto que llevará el nombre de Comunidad Económica Europea (CEE). Este organismo internacional consagraba así la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales en Europa Occidental, todo ello protegido por una unión aduanera, un parlamento y un tribunal de justicia comunes. Se dice que esta idea habría salido del laboratorio intelectual del mismo Kojève, quien naturalmente se convertiría en uno de los principales asesores del organismo (Love, 2018, p. 4). A partir de 1992 la CEE se convertirá en lo que actualmente conocemos como Unión Europea, que hoy cuenta con 27 países miembros, continuando así el proyecto de Kojève de su Estado universal y homogéneo hasta el presente.
Kojève planteaba que el modelo europeo sería la síntesis de los dos grandes hegemones en pugna durante la guerra fría, esto es, Estados Unidos y la Unión Soviética. Para el filósofo ruso-francés, ambas potencias representaban tan sólo dos ideologías (liberalismo y marxismo) que serían suprimidas y superadas una vez que fuesen sintetizadas con la realidad, cuyo fruto sería un modelo político-económico único y definitivo (Lilla, 2004, p. 114). A grandes rasgos, este modelo puede describirse como una síntesis de democracia y libre mercado capitalista, con los derechos y garantías igualitaristas del socialismo.
El mismo Kojève explicaría en un artículo titulado Marx es Dios y Ford es su Profeta (1957), que esta síntesis capitalismo-socialismo acabaría con la dialéctica amo-esclavo al conciliar la creación de riqueza con la satisfacción de los derechos sociales, algo que el capitalismo de mitad del siglo XX habría conseguido con mucho mayor éxito que el socialismo real soviético. Argumentaba Kojève que, en el mundo occidental, los dueños del capital habrían entendido que sin la satisfacción de los deseos de las clases trabajadoras el capitalismo no podría funcionar, de manera que este modelo habría hecho un trabajo mucho más efectivo que su contraparte en hacer real lo ideal. En contraste, observaría que en los países socialistas la renta de los trabajadores se mantiene apenas en el mínimo vital, en un contexto sociopolítico de gobiernos policiales por un lado, y la amenaza revolucionaria por otro, lo que tendría asombrosas semejanzas con el capitalismo europeo del siglo XIX. Con estos presagios, Kojève anticipaba el colapso del bloque oriental liderado por la Unión Soviética más de treinta años antes de que efectivamente ocurriera.
Pese a que alguna vez Kojève pensó que los Estados Unidos representaban una forma extrema de capitalismo, hacia los últimos años de su vida cambiaría de parecer, argumentando que los norteamericanos ya habrían alcanzado la síntesis entre capitalismo y comunismo. En la segunda edición de la Introducción a la Lectura de Hegel, el ruso-francés comenta a pie de página que “los Estados Unidos ya han alcanzado el estadio final del «comunismo» marxista, dado que, en términos prácticos, todos los miembros de una «sociedad sin clases» pueden apropiarse desde ya de todo cuanto les parezca sin por ello trabajar más de lo que les apetece” (Kojève & Bloom, 1980, p. 161). En otras palabras, esta forma de “capitalismo igualitario” –que para Kojève sería la concreción del ideal de la sociedad comunista en la realidad– sería el sistema definitivo, ya que ofrecería la oportunidad a todos sus participantes de satisfacer su deseo y afán de reconocimiento por igual, en la medida de que cada uno trabaje lo suficiente para conseguirlo.
El legado de Kojève
Habiendo hecho carrera académica en Francia, Kojève contó con alumnos y contertulios que posteriormente se convertirían en grandes intelectuales del siglo XX, tales como Raymond Aron, Éric Weil, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Queneau y Jacques Lacan, entre otros. Los conceptos como el fin de la historia y su forma política definitiva, el Estado universal y homogéneo cuya Ciencia pondrá fin a toda ideología, resonará en estos pensadores, entre los cuales habrá algunos más cercanos a la derecha y otros a la izquierda políticas.
En el campo de la derecha, el politólogo francés Raymond Aron (1905–1983) en una de sus obras más destacadas, El Opio de los Intelectuales (1955), aborda el concepto kojèeviano del fin de la historia como la consecución de un proyecto de la razón humana para satisfacer simultáneamente las exigencias múltiples del hombre frente a la sociedad (Aron, 1979, pp. 156-157). Sin embargo, no ve este final como algo inminente, sino más bien como una posibilidad en la medida de que la humanidad decida abrazar este ideal en conjunto si sostiene una misma convicción filosófica al respecto. A su vez, habla también del fin de la edad ideológica, observando que dentro del contraste entre liberalismo y socialismo, sostenido por Estados Unidos y la Unión Soviética respectivamente, el mundo avanza hacia un modelo mixto, cada vez más ajeno a las ortodoxias doctrinarias y más adaptado a las necesidades prácticas (Aron, 1979, pp. 293-310).
Las ideas de Aron serán recogidas en Estados Unidos por el sociólogo Daniel Bell (1919–2011) en su libro El Fin de la Ideología (1960), donde comenta que el capitalismo de bienestar y sus negociaciones constantes con los intereses de la clase trabajadora harán cada vez más infructuosas las ideologías socialistas de tipo revolucionario. Bell, habiendo sido un declarado trotskista en su juventud, seguirá los pasos del filósofo norteamericano James Burnham (1905–1987) en su abandono del trotskismo para abrazar el liberalismo democrático. Es apropiado nombrar a este último autor, dado que en su libro La Revolución Gerencial (1941) ya anticipaba, antes que Kojève, el advenimiento de una “tercera vía” –una tecnocracia regulatoria– frente al capitalismo occidental y al socialismo soviético, lo que motivó su abandono de la doctrina trotskista.
Estas ideas a su vez remecerán al mundo hispano. En las postrimerías del franquismo, el español Gonzalo Fernández de la Mora (1924–2002) hará eco del pensamiento de Bell en El Crepúsculo de las Ideologías (1965), erigiéndose como el principal referente intelectual de la tecnocracia española. En este libro, Fernández sostiene una concepción peyorativa de la ideología, entendida como un idealismo que desencaja con la realidad, acusando principalmente al socialismo marxista de insistir con ideas que no se condicen con el desarrollo y el progreso humano y material de las democracias capitalistas occidentales. Las ideas de Fernández resonarán a su vez en el gremialismo chileno, cuyo líder, el intelectual y político Jaime Guzmán (1946–1991) llamará a desideologizar los cuerpos intermedios, esto es, las distintas asociaciones conformadas por los ciudadanos entre el individuo y el Estado.
Se impone así un paradigma tecnocrático que, junto con las ideas de libre mercado postuladas por la Escuela de Chicago de los economistas Milton Friedman y Gary Becker, formarán, paradójicamente, el sustrato ideológico del gobierno militar de Augusto Pinochet en Chile. En ambos casos, al final de las dictaduras de Franco y Pinochet, la lección general había sido adoptar la democracia y el capitalismo de libre mercado como únicas alternativas posibles para el progreso y desarrollo de las naciones.
En tanto, en Estados Unidos, tanto Bell como Burnham, de la mano con otros “ex-trotskistas” como Irving Kristol, con el tiempo irán acercándose cada vez más a posturas liberales. Estos pensadores fundarán la corriente neoconservadora de Estados Unidos, base doctrinaria de los gobiernos de los presidentes Ronald Reagan, George H.W. Bush y George W. Bush. A nivel interno, defenderán un capitalismo liberal tecnocrático (o neo-liberal) y a nivel exterior, una política de desmantelamiento de la órbita soviética y, posteriormente, de gobiernos autoritarios opuestos al modelo global de naciones democráticas y de libre mercado.
El neoconservador de tal vez mayor renombre, Francis Fukuyama (1952–), publicará en 1992 su libro El Fin de la Historia y el Último Hombre, donde declara que la humanidad ya había alcanzado el fin de la historia, parafraseando a Kojève, gracias al sistema político democrático y la economía capitalista de libre mercado. Más aún, si Estados Unidos había sostenido este paradigma durante todo el siglo XX, a partir de la caída del muro de Berlín quedaría de manifiesto que la república norteamericana ha de erigirse como el hegemón único y definitivo del mundo. En síntesis, Fukuyama sentencia el triunfo definitivo del mundo globalizado unipolar liderado por los Estados Unidos.
En la izquierda política emergen, a su vez, visiones concordantes y disidentes respecto del legado de Kojève. Dentro de las visiones concordantes encontramos a los encargados de la renovación socialdemócrata para el siglo XXI, quienes manifestarán su desacuerdo con esta tesis, al menos de modo parcial, con la perspectiva fukuyamiana.
De partida, Fukuyama desafiaba lo dicho por el mismo Kojève, quien postulaba más bien una síntesis de paradigmas entre el capitalismo liberal estadounidense y el socialismo de planificación central soviético, mientras que el pensador neoconservador minimizaba este segundo elemento. Por ello, tanto los sectores socialdemócratas como liberales-centristas de Occidente postularán más bien unla tercera vía, esto es, un modelo mixto de capitalismo con regulación estatal, formulado teóricamente con mayor detalle por el sociólogo británico Anthony Giddens (1938-) en su obra La Tercera Vía: La Renovación de la Socialdemocracia (1998), cuya más clara materializaciónos arquetipos serán los gobiernos de Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Reino Unido, Gerhard Schröder en Alemania, entre otros ejemplos.
Sin embargo, en política internacional los defensores de la tercera vía tendrán un alineamiento muy similar a los neoconservadores, siendo la postura y acción de la OTAN frente a la ex-Yugoslavia de Slobodan Milosevic el ejemplo más claro de ello en la década de 1990. Habría un margen para discutir el modelo económico más apropiado, pero la hegemonía global de Estados Unidos –coadyuvada por Europa– no estaría en cuestión.
Respecto de las voces disidentes al fin de la historia y el Estado universal y homogéneo dentro de la izquierda, éstas pondrán en cuestionamiento todo el paradigma kojeviano hasta llevarlo a una crisis. Ya en la década de 1930, el filósofo francés Georges Bataille (1897–1962) se erigía como el principal opositor a Kojève, desafiando la idea de una posible clausura de la historia en los términos planteados por el filósofo franco-ruso.
El modelo omnicomprensivo y definitivo de la realidad que Kojève llamaba Ciencia, para Bataille resultaba simplemente una dictadura racionalista. Si la Ciencia era una síntesis de ideologías que dejaba fuera todo lo que éstas no tuviesen de racionales, i.e. reales –en el sentido de que para Hegel todo lo racional es real y todo lo real es racional–, Bataille saldría en defensa de todo lo negado, desplazado, discriminado, silenciado, omitido por este sistema. En términos hegelianos, si para toda tesis hay una antítesis, el fin de la historia no sería una excepción, de modo que la síntesis de Kojève se convertiría en una tesis más para Bataille con una antítesis que enfrentar.
Si la filosofía neohegeliana de Kojève se había impuesto sobre el existencialismo de los años ‘60’s, la siguiente generación de pensadores franceses, de la mano de Claude Lévi-Strauss, Louis Althusser y Jacques Lacan, entre otros, sostendrán la filosofía del estructuralismo. Básicamente, esta corriente de pensamiento postula que en toda sustancia hay un sistema de relaciones y oposiciones que la componen, con patrones tanto regulatorios como adaptativos. El sociólogo Immanuel Wallerstein (1930–2019) llevará este principio al estudio de las relaciones internacionales, postulando la idea de sistema-mundo regido por un centro y una periferia. En simple, se trata de un mundo dirigido por un “centro” en Estados Unidos, Europa y Japón, y una “periferia” compuesta por los países en vías de desarrollo o subdesarrollados, los que deberán adaptarse forzosamente a los dictámenes del centro para no ser marginados del sistema. El autor critica que esto reproduce desigualdades que perpetúan un sistema de dependencia, dominación y explotación. De este modo surgirán las primeras voces críticas con el globalismo, como Noam Chomsky, Joseph Stiglitz, entre otros, y los movimientos anti-globalización que harán noticia mundial a partir de las protestas en Seattle contra la Organización Mundial de Comercio en 1999.
El estructuralismo será superado a su vez por el constructivismo, corriente filosófica que establece que las estructuras son evolutivas y adaptativas por naturaleza y que carecen de patrones fijos perennes. Dentro de esta escuela se encuentran aquellos que afirman que nuestro entendimiento de la realidad no es más que un constructo social, esto es, que ha sido predefinida por la propia subjetividad humana, lo que incluye las jerarquías sociales, la estructura familiar o las normas de género. El francés Michel Foucault (1926–1984) postulará que nuestra concepción de la realidad viene prefigurada por un discurso o episteme, que dicta la manera como debemos entenderla, lo cual le confiere poder a los “dueños” de ese discurso. Más aún, Foucault cosechará la idea sembrada por Kojève sobre la muerte del hombre, entendiendo que la “humanidad” es otro constructo que debe desvanecerse. Se plantan así nuevas semillas que germinarán en los movimientos tanto ecologistas como transhumanistas.
Dentro de la corriente constructivista encontramos también al alemán Jürgen Habermas (1929–), quien sostendrá que la gobernanza de las instituciones deben regirse por una democracia deliberativa, esto es, una asamblea horizontal cuyo “centro” normativo sea lo más diverso, igualitario e inclusivo posible con lo “periférico”, es decir, con lo social y culturalmente marginal. Los organismos tanto públicos como privados asumirán este paradigma: ya sea Naciones Unidas con su Agenda 2030, o el mundo empresarial con sus políticas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI, por sus siglas en inglés). A nivel global, se desestructura así el Estado universal y homogéneo en términos neoliberales, para dar paso a diversidades y disidencias de todo tipo, las cuales en su mayoría cuestionan el capitalismo como un sistema opresivo y explotador.
En seguida, debemos mencionar la filosofía de la deconstrucción, que por definición supera y suprime toda construcción. Si Kojève exigía la superación y supresión de la noción de Dios como requisito para establecer el fin de la historia y su Estado universal y homogéneo, para filósofos como Jacques Derrida (1930–2002) esto sería insuficiente: hay que superar y suprimir todo significado central (logocentrismo) en el lenguaje, pues ahí se esconden todas las opresiones.
Adicionalmente, si Kojève postulaba que el deseo humano estaría satisfecho una vez llegado el fin de la historia, para los franceses Gilles Deleuze (1925–1995) y Félix Guattari (1930–1992) concebirán el deseo es concebido como una máquina creativa sin límites. Luego, siguiendo a Foucault, el deseo sobrepasa con creces la categoría de lo “humano”, pues perfectamente podría tomar cualquier otra forma corporal. Más aún, si Kojève afirmaba que en el fin de la historia el hombre volverá a vivir instintivamente como los animales, guiado puramente por sus deseos a ser satisfechos por el Estado universal y homogéneo, Deleuze y Guattari hablarán del devenir-animal como la superación de cualquier intento de categorizar al “ser humano” precisamente como “humano”, siendo simplemente una “máquina deseante” en un constante flujo indeterminado. En este sentido, el capitalismo, más que favorecer el deseo, le impone restricciones, pues constriñe a los sujetos a comportarse según la racionalidad humana en términos de propiedad, producción y consumo.
En términos geopolíticos, esta postura es profundizada por Guattari en su colección póstuma titulada Plan Sobre el Planeta (2004), donde propone una revolución en las formas de vida y pensamiento globales. Se trata de pensar fuera de las “estructuras de poder dominantes” como el patriarcado, el racismo y el capitalismo, y así crear un mundo más armónico con la naturaleza y entre los mismos seres humanos. Constituye éste un texto clave para comprender el fenómeno “woke” a nivel global, que abarca desde movimientos sociales hasta organismos políticos de alcance mundial.
Naturalmente, el Estado universal y homogéneo pensado por Kojève ha tomado en la actualidad una forma muy distinta a la visualizada por el autor. Y es que el filósofo ruso-francés aún pensaba en las clases sociales de Marx, reducidas a lo estrictamente económico. Probablemente Kojève no tenía en mente que las diferencias étnicas o sexuales podían constituir igualmente “clases”, de la manera que lo postula el marxismo de la Escuela de Frankfurt y derivados, y que estos nuevos “oprimidos” buscarían igualmente el reconocimiento social hasta acabar con las relaciones amo-esclavo, tanto materiales como no materiales.
Los nostálgicos del globalismo de los años 90’ –o el kojevismo “de derechas”– critican la deriva post-liberal, progresista o woke que ha tomado el orden global, acusando una “crisis de Occidente” y buscando revivir las mismas ideas neoliberales de antaño. Pero al parecer olvidan que el Estado universal y homogéneo no tenía como fin último una sociedad liberal, sino comunista. Para Kojève este orden constituiría la solución definitiva a la relación de dominación y servidumbre histórica del hombre, y las izquierdas lo fueron transformando en algo distinto en la medida que esa promesa no fue cumplida, pero para cumplir el mismo fin, el comunismo. TalLuego, hay una premisa constituye un elementoen el globalismo contemporáneo que los sectores neoliberales deberán tomar en consideración si quieren regresar a estructuras globales pretéritas.
No pretendemos aquí agotar todo el pensamiento de Kojève, o las críticas hacia éste, y sus consecuencias en la actualidad. Simplemente, se pretende develar la oscurecida pero vital figura de Alexandre Kojève, en tanto uno de los pensadores fundamentales del actual fenómeno que incluye la existencia de una ideología globalista y la implementación política formal de ésta. Consideramos que la obra de este autor debiesen ser un punto de partida necesario para comprender los fenómenos que hemos descrito y que atañen al futuro próximo de la humanidad.