Cataluña: la independencia se desea, pero no se quiere

La semántica no es baladí. En pocos decenios veremos tesis doctorales que se centrarán en las insospechadas emergencias, evoluciones y piruetas semánticas del léxico separatista. De momento, quizá una de las más extravagantes aventuras lingüísticas ha sido conseguir -contra natura- que los términos «proceso» e «independencia» sean tomados por sinónimos. Este logro, propio de una apurada ingeniería social, permite que vivamos en una perpetua independencia virtual: el «proceso» es la independencia y la independencia es el «proceso». De ahí que en las altas esferas de la menguante política catalana, nadie anhela que el proceso termine. Panta rei, el triunfo de Heráclito sobre Parménides. Ítaca no es el puerto, es el itinerario sinfín encerrado en sí mismo, es el camino que se hace al andar pero que sólo lleva –en su sentido más literal, al país de nuncajamás.

Desde esta perspectiva cuasi poética y pseudofilosófica podemos entender muchos silencios y paradojas del nacionalismo catalán. Por ejemplo, los silentes fracasos proféticos que se han sucedido sin parar. Aún recordamos cuando ERC profetizó que en diciembre de 2013 ya se habría producido la llegada a la dársena de Ítaca. Otros visionaros se juramentaron para que el 11 de septiembre de 2014 se arriara la bandera bicolor de las tierras catalanas. Luego recalaron los augures de la Asamblea Nacional Catalana (ANC) que desde el Delfos de la plana de Vich pronosticaron que el 23 de abril de 2015, la Diada de Sant Jordi, el pueblo catalán declararía la independencia unilateralmente. Luego llegaron los 9N y los 27S, a los que sucedieron las ciclotímicas euforias y lamentaciones, las algarabías y los sollozos. Del España nos roba se pasó al España no nos quiere, y de este a un problema de encaje … de bolillos, bulos y bulerías. En estos momentos, hasta los más entusiastas remeros del barco que nos lleva a Ítaca desconocen el contenido de la hoja de ruta; simplemente porque ese papel no existe.

El problema del encaje España-Cataluña, no es tal. El único problema real es el encaje de una parte de la psiqué colectiva catalana consigo misma. Una psiqué narcisista que desea la independencia, pero no la quiere. Y la explicación es harto sencilla. Si algún hipotético llegara el día soñado, sería como si Sísifo consiguiera mantener la condenada piedra definitivamente sobre la loma. Entonces se iniciaría su verdadera tortura: encontrarse consigo mismo y morirse de aburrimiento. Mientras cumple su calamitoso subir y bajar la roca por la cuesta, Sísifo –como diría Camus- está feliz. Su absurdo tiene sentido pues está sumido en un proceso sin fín. Igualmente, mientras la independencia se mantenga como perpetuum mobile todavía cabe la esperanza de que algo tenga sentido; no sea que finalmente Ítaca no deje de ser una parte más de España (que por cierto alguno sitúan en la vieja Al-andalus).

Escribía recientemente Massimo Recalcati, a propósito del modelo de escuela narcisista que hemos creado, que el drama de fondo es el agotamiento en el alumno del deseo por el aprendizaje. El narcisismo excluye cualquier sacrificio personal como condición de su existencia. Por eso los pupilos prefieren matar su deseo se aprender que entregarse al esfuerzo del estudio. Algo semejante ocurre con el separatismo catalán del que, parafraseando a Sartre, podríamos afirmar que el nacionalismo es un narcisismo. El narcisismo es un estado permanente de negación de la alteridad y la realidad. El nacionalismo es un deseo que se retroalimenta para no culminarse y, por tanto, no agotarse jamás. La independencia de Cataluña sería un drama de dimensiones shakesperianas para el separatismo en caso de producirse. La independencia provocaría un inesperado y catatónico encuentro con la realidad; la constatación de que esta existe y el deseo por tanto ha de extinguirse. Pero la esencia del nacionalismo, reiteramos, es el deseo no el factum. ¿Qué hacer sin España?: disolverse.

Los especialistas de la salud recomiendan no buscar lógicas en el interminable proceso. Simplemente no existen. No hay plan A, ni plan B, ni por parte del gobierno central ni por parte del autonómico. Todo es dramaturgia, todo es teatro, todo es simulacro (Baudrillard dixit). El hombre teóricamente que ha de guiar el timón de la nave a las playas de la independencia, Puigdemont, ha declarado que lo suyo no es la política; y que no piensa repetir en las gloriosas elecciones que le debían portar en volandas a la presidencia de la República Independiente de Cataluña. Otro absurdo es que el vicepresidente económico, Oriol Junqueras, será el futuro capitán del barco, pero se ha convertido en la niña de los ojos del Gobierno central. Su estrategia es que el barco embarranque y así tenga la excusa perfecta para no tener que proclamar una independencia que las arcas, salpicadas de telarañas, de la Generalitat apenas podrían soportar unas horas.

Nadie sabe lo que ronda por la cabeza de Junqueras. Posiblemente poca cosa. Pero su temor es que ante la negativa e imposibilidad de celebrar un Referendo, y la necesaria convocatoria inmediata de elecciones anticipadas, para unos plebiscitarias y para otros autonómicas, no salga mayoría independentista. Sí. Ese es el absurdo. Junqueras teme una mayoría independentista en el Parlamento autonómico. Sin mayoría, tiene la excusa perfecta para alcanzar la Presidencia de la Generalitat y convencer a los suyos de no tener mayoría absoluta para la aventura independentista. Para ello contará con los votos de los comunes (los aventureros de última hora que se han sumado al carricoche de Ada Colau).

Ante el escenario de unas elecciones adelantadas no habrá independencia. Habrá un frentepopulismo que demostrará que la historia se suele repetir cuando sus políticos y dirigentes son mediocres y estultos. En la República la Lliga pagó su moderantismo con la pérdida de la hegemonía política catalanista a favor de ERC. Cuando se dieron cuenta que el Frankenstein nacionalista que habían creado no obedecía a Cambó sino a Macià, ya fue demasiado tarde. La Lliga estaba sentenciada como ahora lo está la vieja Convergencia. La burguesía, durante la República y sobre todo la Guerra Civil, pagó sus veleidades.

Como una inmensa ironía, la hoja de ruta hacia el independentismo diseñada por un pequeño partido marxista-separatista, el PSAN, fue asumida por una desnortada CiU. Y ahora la burguesía ha perdido su hegemonía política para entregar el relevo a los que odian a la propia burguesía. Matar al padre, ya lo proponía Freud como extraña terapia. Y eso es lo que sutilmente estamos contemplando. La CUP ha hecho sus deberes. Ha estudiado los manuales revolucionarios; ha leído a Lenin y sigue a pies juntillas la técnica de derrocar a la burguesía que le ha abierto las puertas del mesianismo revolucionario.

No en vano, entre las corrientes más radicales que anidan en el seno de la CUP, Poble Lliure (heredero de Terra Lliure y de los postulados del PSAN) ya han propuesto la creación inmediata para Grupos de Defensa Territorial para garantizar un referendo de independencia unilateral y la aplicación la inminente nueva legalidad republicana. Qué cercan suenan de nuevo los pasos los Comités de las Milicias Antifascistas que asolaron y aterrorizaron Cataluña en el 36; que cerca suena la estupidez y ceguera de la burguesía catalana; que cerca suena la desubicación de los gobiernos centrales.

Mao Tse Tung (ahora reciclado en Mao Zedong) idiotizó a los intelectuales occidentales con su famosa frase: «Permitir que 100 flores florezcan». No hace falta esperar a Sant Jordi para saber que esas cien flores nunca llegarán. Por desgracia, al final tendremos que darle la razón a Antonio Baños, ex diputado autonómico de la CUP, cuando dijo que nadie había conseguido la independencia sin montar un pollo. Y por si hubiera dudas, meses después escandalizó a los «separatista de bien y orden» al anunciar en una entrevista radiofónica: «Que nadie piense que con la independencia va a seguir existiendo la Generalitat. Es una institución burguesa que no cabe en una república democrática y popular ».

El nacionalismo está enfermo de melancolía y deseo inabarcable. Y su única terapia, la realidad, también será su veneno. Y por el camino habrá dejado el alma de un pueblo desolada y mortecina. Y de momento los más realistas, son los más atolondrados, los de la CUP.

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