Cazar no es matar

Reflexiones sobre la actividad cinegética y contra la “irracionalidad animalista”

La caza y todo su entorno han dado bastante que pensar, comenzando por los tiempos de Homero y Opiano. Desde antaño es un tópico subrayar que la actividad venatoria es una emulación del duro batallar del guerrero y de quien quiera curtir su carácter, para así tener autodominio y mando sobre sus gobernados. En España así lo vieron Alfonso X el Sabio, el Infante Don Juan Manuel y, por supuesto, Cervantes. Éste, en la segunda parte del «Quijote», presenta al Duque aconsejando a Sancho para que mude de opinión y no descuide el ejercicio de la caza, pues es ésta una imagen de la guerra, en suma, una imagen de la vida misma. Mas, ¿qué tiene que ver todo esto con lo que hoy de forma confusa se llama «caza deportiva»? En Occidente hace bastante tiempo que la caza ha dejado de ser un hecho de supervivencia, excepto entre los más pobres. Por lo demás, España ha sido una nación cazadora por excelencia. El Gobierno de los Austrias y de los Borbones en bastante contribuyó a este fenómeno, incluyendo en su época la relativa divulgación de las armas de fuego. Véanse, así, los reales cuadros de Velázquez y Goya, y ahí están los tratados que Jesús Evaristo Casariego se esmeró en reeditar o prologar.

Destaquemos los siguientes por pertenecer a lo más granado de nuestro Siglo de Oro: “Arte de ballestería y montería” de Alonso Martínez de Espinar, publicado en Madrid en 1644 (reedición en Ediciones Velázquez, Madrid, 1976, con introducción de Eduardo Trigo de Yarto) y “Tratado de la caza del vuelo”, de Don Fernando Tamariz de la Escalera, Capitán de Caballos coraza, Madrid, 1681 (original de 1654) (reeditado en edición facsímil por Ediciones Velázquez, Madrid, 1976-77 y con estudio preliminar de Casariego). Pero tampoco debemos olvidar, en el campo de la armería, la obra sin par de Isidro Soler, “Compendio histórico de los arcabuceros de Madrid”, publicado en 1795 (Reeditada por Velázquez, Madrid, 1976 y con estudio también de Casariego). Esta última obra ha sido tan importante, que a ella dedican parte de sus estudios eruditos anglosajones como W. Keith Neal, en su “Spanish Guns and Pistols” (1955) y James D. Lavin, en “A History of Spanish Firearms” (1965).

En este tema no caben tampoco “leyendas negras”, pues España fue pionera en la caza al vuelo con primitivos arcabuces de chispa, y en reflexionar y legislar de forma ponderada y sabia sobre la actividad venatoria. Estos arcabuces o escopetas llevaban la famosa “llave de patilla” o “a la española”, conocida fuera de España como “llave de miquelet”.

Asimismo, todos los años se leen polémicas entre ecologistas y cazadores que suelen presentarse como antagónicas y complementarias. Además hace una década pudimos comprobar en la prensa el rifirrafe entre la manifestación organizada por algunas asociaciones de cazadores (el 1-3-2008) y el Ministerio de Medio Ambiente. Pensar que se puede cazar en España sin ciertas restricciones es un absurdo, tan ridículo como colegir que la caza es cosa de cuatro ricachones ultraderechistas. Así pues quedan muy lejos los tiempos de los rústicos cazadores de la novela de Pereda «Peñas arriba», que hacían maravillas con sus roñosas escopetas de avancarga y pistón, y que se quedaban sorprendidos ante el engreído señorito con su Lefaucheux de retrocarga. También es ida ya la época del gran Covarsí. No tanto la del Conde de Yebes. Frente a éste están los personajes bien reales de las viejas historias de Castilla la Vieja, de Delibes, o del duro mundo de «Juan Lobón», de Berenguer. Pero si tratamos por ejemplo de Asturias habría que mencionar los que con precisión cita Casariego, siendo el más mentado entre la gente popular Xuanón de Cabañaquinta. Todos expertos monteros y cazadores. Estoy seguro de que ellos no tenían nada que envidiar a personajes estadounidenses mitificados por el cine y la televisión. Y es que un imperio siempre impone sus propios mitos. ¿Para cuándo un western a la asturiana sobre uno de los nuestros?

Por otra parte, las ideas de Ortega sobre la caza en el prólogo de «Veinte años de caza mayor» (de Eduardo Yebes) son las que cimentan su inacabada doctrina sobre la esencia de la tauromaquia. En España dichas tesis las ha divulgado también Delibes en alguna de sus obras. Pero hay más, pues en nuestra tierra el profesor Fernández Tresguerres, en su obra «Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión» (Editorial Pentalfa, Oviedo, 1993), siguiendo la antropología de G. Bueno, ha desarrollado ya hace años una crítica certera a las insuficiencias de Ortega y Gasset en esta materia. Y las ideas de Ortega son famosas, pues se repiten hasta la saciedad entre los monteros que quieren dárselas de eruditos. Que si la caza es una actividad felicitaria, una vocación, y no un trabajo; que descargada de su forzosidad se convierte en deporte; que, según lo dicho, es una gran pedagogía para educar el carácter; que si, huyendo de la beatería de la cultura, nos convierte transitoriamente en paleolíticos; que si aunque cazar no es exclusivamente humano, en el hombre es muy otra y delicada cosa; que si no es esencial a la caza que sea lograda, pues, si no, sería otra realidad, etcétera. Tresguerres disecciona los argumentos de Ortega, argumentos que se ven lastrados porque éste está prisionero del dualismo Naturaleza-Cultura. La especial relación que el hombre guarda con los animales (o sea, con ciertos animales) determina la génesis de las «religiones primarias», es decir, del propio ser humano y de la «caza angular», lo cual supone indudables maniobras de acecho, mimetización, captar rastros, no cargar el viento, etc. Implica, pues, reconocer al animal que se intenta cazar como una inteligencia y una voluntad que también son envolventes (de ahí su adoración religiosa en los albores de la Humanidad). Tresguerres acierta de pleno y casi advierte que sus ideas no serán bien entendidas por los que hoy practican la caza. Como todavía son menos comprendidas por lo que quieren prohibir la caza a toda costa, apelando a un sentimentalismo irracional, animista o idólatra que apenas sirve para disfrazar su totalitarismo. Sólo los malos políticos prohíben por prohibir, pues el arte de la política es el de legislar y gobernar regulando con leyes acertadas y mesuradas, en definitiva, sabias. Y si algo está regulado en España es la caza a través de las Comunidades Autónomas.

Por mi parte pienso que el legislador ha de conocer el tema sobre el que legisla, y bien parece a veces que en materia de caza y de armas hay una deformación ideológica, cuando no una clara animadversión por parte de la progresía. Hay naciones, como EE UU o Alemania, que son un buen ejemplo a seguir. Los hay a los que nos gusta la caza por mimetismo nostálgico con nuestros antepasados, aunque vivieran míseros tiempos. De ahí también la vinculación con los relatos cinegéticos. La caza ha de ser, pues, conservacionista y estar gestionada lo más democráticamente posible, algo por lo que siempre han abogado los Delibes. Por ello los que apreciamos la caza, es decir, la «caza angular», la que tiene un claro sentido ético y etológico, admiramos a los viejos cazadores de antaño, los que eran capaces de ir en cuadrilla al rebeco en nuestras cumbres tras una larga caminata y durmiendo en una cabaña al amor de una lumbre, con la clásica escopeta de perrillos del 16 con cartuchos de bala esférica (y no con postas). Cazar a no más de cincuenta metros por raso de metales y sin ropas de postín era algo muy difícil. Como lo es cazar con armas históricas del XIX. Los norteamericanos tienen períodos hábiles especiales para los «tradicionalistas», personas, que como sus propios antepasados, cazan con los famosos «rifles de Pennsylvania» o con los célebres «Hawken». En Asturias algunos hemos tenido esa oportunidad hace unos años, por lo cual doy gracias a los guardias del Seprona, que se quedaron admirados. Porque esto sí que es darle de forma ecológica una oportunidad a la inteligencia y el instinto animal. Y es que ya lo sabían los clásicos: «Venare non est occidere». Cazar no es matar. Pues no se caza porque se haya matado, sino que, a la inversa, se mata (si es que se mata y no se vuelve uno de bolo) porque se ha cazado.

Por todo ello, pretender prohibir la caza, como proponen ciertos partidos políticos que se autoproclaman de “izquierdas”, no es más que un síntoma de estulticia y totalitarismo, amparado en la Leyenda Negra y en el desprecio a algunos de los rasgos esencialmente constitutivos de España, que en este caso son la “montería española” o “el ojeo de perdices” como instituciones cinegéticas.

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