El españolismo como eterna jeremiada

El españolismo como eterna jeremiada. Javier Bilbao

Rara vez he visto mejor diseccionada una obra y un personaje que en este texto  sobre Reverte. Décadas encumbrado en los medios cuidando con detalle su imagen de escritor díscolo, descreído, de español y muy español pero a su pesar, ha sabido representar el leyendanegrismo como una forma de rebeldía ante el destino cuando nada hay más sistémico que el desmantelamiento y disolución de España. Su estilo cabreado sabe recoger el descontento y proyectarlo en una dirección que no dañe el andamiaje del poder; es el camino alternativo que termina devolviéndonos a la casilla de salida; la explosión de descontento que solo libera presión y termina quedando en nada porque a nada concreto se dirige. El mundo es injusto, sí, España está fatal de lo suyo, de acuerdo, pero todos los políticos son iguales y ningún proyecto al margen de lo establecido será viable, ea, sigamos remando en las galeras, aunque sea maldiciendo a voces.

Reverte nos muestra el patriotismo español como un ejercicio de melancolía a realizar en un espacio bien delimitado, pues apunta el citado texto «no cree en que la Historia de España dé para más que para estéticas derrotas: nada sobre lo que se pueda edificar ni presente ni futuro». A la manera en que otros se disfrazan de guerreros medievales y recrean batallas en mitad de un bosque de las que no quedará más rastro que unas fotos luego subidas a redes sociales. En este caso con el emblema de los Tercios. Que «los tenían bien puestos» y hubo honor en ellos, pero su causa, la del Imperio español, fue fútil puesto que «nos equivocamos de Dios en Trento». España fue un fiasco incluso cuando conquistó y evangelizó medio mundo, no digamos ya ahora… Europa ya es otra cosa, claro, eso ya sí le da para escribir un centenar de artículos pues el descreimiento y el desdén están reservados para los viejos ídolos, de los nuevos es tan devoto como el que más.

Ahora bien, si el autor de Alatriste se maneja con desenvoltura en tales clichés es porque ya venían de antes y llegan a un público muy amplio que sabe reconocerlos. El terreno es fértil, al menos para esta clase de malas hierbas. Se ha criticado mucho y con razón a los separatistas periféricos; se ha hablado en no pocas ocasiones acerca de una izquierda adocenada, miope, que en su complicidad con los anteriores representa el papel de tonto útil que sirve a intereses opuestos al de los trabajadores españoles; pero se ha abordado en menos ocasiones la esterilidad del tipo de nacionalismo español que la derecha acostumbra a jalear. Uno bien aguado, pues de entrada le niega avergonzada el mismo nombre, apresurándose a hacer banales distinciones entre «patriotismo» y «nacionalismo», siendo bueno el primero y el segundo una pendiente resbaladiza inexorable hacia los fascismos de entreguerras. Llamémoslo patriotismo entonces, si es así como se autopercibe, aunque también serviría «españolismo» (sin temor a confundirlo con la afición del equipo barcelonés, ya convenientemente catalanizado).

Es el españolismo de buena parte de la derecha española uno atravesado de liberalismo, lo que en buena medida lo neutraliza. Se sostiene precariamente en que tiene enfrente una izquierda desorientada afirmando que la patria es una cama de hospital y que lo de los otros es «patriotismo de pulserita». Cualquier persona funcional, que no sufra autismo o tome por tontos a los demás, es perfectamente consciente de que somos animales simbólicos y las banderas no son solo trapos, pues si prendiéramos fuego a una del arco iris, supongamos, ya no sería solo quemar un trozo de tela sino «delito de odio». De manera que los símbolos nacionales, cualquiera que sea su formato, tienen un profundo significado sentimental, representan la comunidad de pertenencia, la tribu que conforma nuestra identidad y a la que debemos lealtad. Una entidad que tiene bastante mayor alcance que una cama de hospital… aunque esta también sea parte de ella. La sanidad y la educación públicas delimitan en cierta manera la comunidad nacional, tanto en el aspecto material como por el valor simbólico que otorgan a la pertenencia a la colectividad: estamos todos en el mismo barco y no abandonaremos a ningún miembro de nuestro grupo cueste lo que cueste.

Difícilmente puede alguien mostrar adhesión a la patria y al mismo tiempo desentenderse de quienes la componen. En esto tales críticas desde la izquierda, aunque a veces mal formuladas tampoco andan del todo erradas y sí, largarse a Andorra o a cualquier paraíso fiscal es desleal, se mire como se mire. Sería iluso creer que quien haga eso luego sí defenderá a su país en caso de guerra: llegado el momento ya encontrará otra excusa, pues su ideario está preñado de individualismo/liberalismo y nunca verá nada más allá de su ego personal. Portará una bandera, pero no se la cree. En sostener tales creencias nihilistas, disgregadoras de los lazos comunes, resulta de gran ayuda el pesimismo jeremíaco de que España ya está perdida y por tanto solo queda huir y desentenderse. Reverte, ahí tienes tu legado, masonazo.

España y ETA

Todo nacionalismo tiene sus agravios, como heridas abiertas, que lo excitan e impulsan hacia adelante. Las hambrunas decimonónicas para Irlanda causadas por su obediencia inglesa, la Batalla de Kosovo de 1389 contra el Imperio otomano para Serbia o la lista de agravios contra Jorge III que articulaba la Declaración de Independencia estadounidense. Es una ofensa a la tribu realizada a menudo desde el exterior, una cuenta pendiente que cohesiona al grupo y le da continuidad en el tiempo. De aquello que afectó a nuestros antepasados nos resarciremos nosotros, proclamamos. Su recuerdo determina el presente, la historia se proyecta en el futuro. Si bien este debe resultar esperanzador, servir de lienzo en el que pueda operar nuestra voluntad. Los agravios están entrelazados con el orgullo de lo logrado ante su acicate y por ello Irlanda, Serbia o EE.UU. son hoy día países independientes por mucho que imperios pasados los sojuzgasen. Ya aprendimos con Campbell que el protagonista pierde, pero solo al principio de la narración; si la derrota es inevitable, quintaesencial, definitiva, entonces solo quedará la deserción. Nuestro país ha estado ayuno de victorias durante muchos años y por eso las que le ha proporcionado el fútbol estimularon el españolismo como ninguna otra cosa en las últimas décadas. Algo parecido podría decirse de Argentina, que recuperó de la mano divina de Maradona lo que perdió en las Malvinas.

Por eso creo que el patriotismo español no está gestionando bien a ETA en su narrativa. No hará falta repetir ahora el daño que causó a España una banda y un ideario fundamentalmente antiespañoles, pues su triunfo exigía la disolución de nuestra nación, aunque el discurso del régimen del 78 la encarara solo como una amenaza «a la democracia». Nuestra psique está hecha para soportar el daño si este tiene un sentido, podemos aguantar las mayores penalidades siempre que tengamos esperanza, pero sin un motivo, una finalidad, fuera de un esquema superior que integre ese mal, entonces el ser humano enloquece y busca su propia extinción. ETA sembró la muerte y el dolor en todo el territorio nacional, casi un millar de víctimas, miles de heridos, infinidad de españoles a nuestro alrededor pueden contarnos cómo de una u otra forma les afectó, les dejó huérfanos o hizo a sus padres vivir en el miedo cotidiano de tener que revisar los bajos del coche. ¿Realmente queremos decirles a todos ellos «ETA ganó y vosotros perdisteis, vuestro sufrimiento no sirvió de nada»? No es solo un flaco consuelo el que se les presta, sino que, además, es mentira.

Hubo bastantes voces en décadas previas que abogaron por la rendición a las exigencias políticas por las que mataba, siempre bajo fórmulas cursis y engoladas («dialogar hasta el amanecer», que decía Ibarretxe). Sin embargo, se resistió. Fue un esfuerzo colectivo, una determinación conjunta de soportar el miedo y el dolor antes que la disgregación nacional y la banda tuvo que disolverse sin lograr sus objetivos. Hay épica en ello y debería ser motivo de orgullo. Sin embargo, muchos optan por la retórica derrotista, por desanimar a todo el que le escuche —el nihilismo y el fracaso deben parecer más intelectual y moralmente sublimes, se ve— por decirle a las víctimas que su sacrificio fue en vano. ¡Es que ETA sigue en las instituciones!, se dirá. En realidad, la Ley de Partidos exigía solo la condena/renuncia a la violencia y esta se ha producido. Podrá argüirse que todo partido separatista debería ser ilegal, no sería mala opción, pero no es esa la legislación actual a acatar. Bildu, por otra parte, se ha convertido en un insustancial partido progresista/socialdemócrata/europeísta que cualquiera que hubiera caído en coma allá por los 80/90 ahora no podría reconocer. Sospecho que sus partidarios lo sobrellevan mejor gracias a la constante propaganda masoquista de sus adversarios de que en realidad están coronados por laureles. La Nación española se impuso, sigue existiendo y nos sobrevivirá a todos los presentes, dando así sentido a nuestras acciones.

Por eso creo que el españolismo, cierta derecha más o menos patriótica, debería reformular el recuerdo de sus últimas décadas y ser capaz de elevarse sobre sus querellas partidistas donde lo único importante es hacer oposición. Un buen paso en ese sentido me ha parecido la magnífica película La infiltrada, donde a diferencia de tantas historias previas el protagonismo y el heroísmo recae en quienes combatieron a los terroristas y no en estos. Que finalmente son detenidos y su organización desarticulada. Pierden. No parece que la directora sea particularmente de derechas, y está claro que el artífice de aquel tostón titulado La tabla de Flandes no ha escrito el guion. Será por eso. Menudo bodrio nos hubieran propinado en tal caso…

España no necesita estéticas derrotas sobre las que nada se pueda edificar, sino dotar de sentido al daño sufrido, tener logros de los que enorgullecerse, que nos inspiren, y avivar la esperanza en el futuro.

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