El estado no está derecho, ni hay Estado de derecho

El estado no está derecho, ni hay Estado de derecho. Axel Seib

Hay muy malas señales y multitud de síntomas que demuestran que el Estado de derecho en España está ya mucho más que «ligeramente dañado». No hay pequeñas disfuncionalidades propias de cualquier sistema. No vivimos ya en un entorno político y legal en el que la excepcionalidad es un pequeño destello de corrupción humana que siempre aparece en cualquier organización social, pero que el propio sistema intenta combatir. Ya no es el caso. Hace tiempo que hemos entrado en una caída en barrena.

Desgraciadamente, ya nos hemos acostumbrado a que el ejecutivo se pase el día cuestionando a los otros poderes. Especialmente al judicial. Nos hemos acostumbrado a que un Ministerio de Igualdad que aprueba una ley nefasta, exija responsabilidades a los jueces, los cuestione y, al final, les exija «flexibilidad» y «perspectiva de género» para aplicar la ley. Eso se llama arbitrariedad y lo más gracioso es que provenga de un autoproclamado «Ministerio de Igualdad». Jamás habría dicho que la arbitrariedad en la aplicación de la ley era igualitaria.

Más recientemente hemos tenido a la otra Montero echando pestes de la presunción de inocencia por el caso Alves. Que no es que el muchacho me caiga bien, pero no es más que un chivo expiatorio. Yo, peligroso y subversivo radical andante, esperaba que se le juzgase y aplicase la ley por lo que hizo o no hizo, como a cualquier hijo de vecino. Los «defensores de la democracia» pasan directamente a cuestionar la presunción de inocencia según el perfil de la víctima, del acusado y del tipo de crimen.

Pero hay muchos ejemplos, no son meros casos aislados. Querer intervenir la libertad de prensa para que todo entre en la categoría de «verdades oficiales» patrocinadas por el gobierno es otro. Y perseguir a cualquiera que muestre un discurso no aprobado por el gobierno, otro síntoma bien conocido con el que coquetean.

Pero vamos con más. Pongamos el caso de un personaje que se pasa cinco años ocupando ilegalmente una propiedad ajena. Y, finalmente, la policía y la justicia aplican la ley, defienden la propiedad privada y desocupan la casa. Entonces se producen algaradas en las calles por parte de los fieles de la confesión del antiguo okupa. Y el alcalde de dicho municipio pone en cuestión la «idoneidad» de haber cumplido la ley y se ceba con la policía y la Justicia. Incluso con el legítimo propietario, que como es un «gran tenedor» ya se presume que le tiene que dar igual que le ocupen la casa. Habrá que ser cucharilla de café para que no cuestionen tu propiedad. Conclusión, las algaradas quedan sin castigo pero el antiguo okupa tiene premio. Se le da una casa a cargo de la administración. Parece que todo queda subordinado a eso, a la «idoneidad». O dicho en cristiano, a muchos no les gusta que a todos se nos aplique la misma ley.

La pregunta es: ¿A mi o al lector se nos habría aplicado la misma «idoneidad»?

La respuesta es fácil y rápida, no. La aplicación de la ley comienza a depender del perfil de caracteres distintivos, culturales, étnicos, sexuales, ideológicos y, al final, también de clase. La «idoneidad» es otro nombre más que adopta la arbitrariedad para sonar mejor. Pero «idoneidad», «flexibilidad» y «perspectivas» varias no son más que eso, las máscaras que está utilizando el carácter distintivo de un sistema totalitario, la arbitrariedad.

Imán de mezquita okupa que organiza algaradas, cero penas y una casa de premio. Señora que va a la farmacia y deja al perro atado en la puerta de dicho establecimiento mientras compra sus medicamentos, multa. La ley se aplica con más o menos «flexibilidad» según la disposición del sujeto a la violencia gratuita y su afinidad con el gobierno.

En casi todas las áreas se puede notar que la arbitrariedad está pudriendo el estado. Porque los mismos que quieren intervenir en empresas privadas para aplicar cuotas y decidir quien puede dirigir o no una compañía, luego colocan a «señoritas» en empresas públicas con claro incumplimiento de los criterios necesarios. Supongo que el que no lo quiere ver, seguirá en sus trece defendiendo la destrucción de los más básicos pilares del Estado de derecho. Entiendo por qué, les han vendido el eslogan de que ellos son los «defensores de la democracia». Y como sienten afinidad con los destructores del sistema, no necesitan más razones.

Son dignos de añorar aquellos tiempos en que los que ahora justifican y defienden abiertamente la destrucción del Estado de derecho, se llevaban las manos a la cabeza porque el Rey era “inviolable”. Decían defender la igualdad ante la Ley. Parece que todo ha quedado atrás. Ahora podemos deleitarnos con las dantescas escenas de esas mismas personas tragando con amnistías, justificando un trato de la ley diferente por razón de sexo o cultura. O hacer una ley a drede para salvar el trasero a familiares de cargos políticos. No fuere a ser que algún “malvado juez” pusiere orden en el lucrativo negocio de compartir cama con un cargo público.

Tenemos un sistema que está echando el ancla en la excepcionalidad. Y, peor aún, una parte importante de la población lo apoya y cree que el peligro está enfrente. Lo cual podría ser cierto, pero solamente si ese sector de la población reconociera que está defendiendo la arbitrariedad, la excepcionalidad y, por ende, la derogación del Estado de derecho. Pero no, por ardides de mensajes simplones para mentes aún más básicas, aquellos que se están cargando el Estado de derecho se jactan de demócratas. Al estilo del obeso cervecero que se complace en decir que está muy sano y muestra desdén hacia quiénes se cuidan con comentarios del tipo: «Paquito se cuidaba mucho y se murió… Pepe, ¡échate otro!».

El peligro para nuestra democracia y el Estado de derecho no está entre quienes criticamos las derivas de arbitrariedad y tics autocráticos contra el interés general pero en favor de lobbies y grupos desarraigados. La nueva casta parásita que está colonizando y envenenando toda la estructura del estado, por arriba y por abajo. Ellos son la mayor amenaza si queremos igualdad ante la ley, mantener el Estado de derecho y tener un futuro menos oscuro para las siguientes generaciones. Pero, lamento decirlo, ya hay mucho daño hecho y van de cabeza a hacer más.

Es hora de revertir el relato tergiversado que se está utilizando para destruir los pocos mimbres del estado que aún no están podridos. Porque la perversión del estado siempre acaba afectando a la nación. Y el estado puede derrumbarse mientras la nación siga vital y preparada para resurgir. Pero hay que evitar que la gangrena del sistema se extienda mucho más por nuestro cuerpo social. Porque eso si que puede dañar la nación irreparablemente.

Por lo tanto, si el estado no está derecho, mejor que la Nación esté en pie.

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