El multiculturalismo: una estrategia de dominación cultural y política (y 2)

Adelantándose a la puesta de moda del término globalización, Vattimo propuso para adjetivar la posmodernidad el término “desarraigo”[1]. La nueva sociedad que estaba superando la modernidad era vista por el pensador italiano no como algo benéfico sino como una nueva forma de dominación. La vieja dialéctica marxista entre empresarios y trabajadores de un mismo país y cultura (por tanto, compartiendo una misma etnicidad), estaba siendo sustituida por el dominio de una elite social sobre flujos multiculturales que se aposentaban sobre las viejas estructuras de los Estados modernos (antiguamente homogeneizadores, uniformizadores y creadores de ciudadanía). La expresión que utiliza Vattimo (en referencia a lo que ocurre en Estados Unidos) es suficientemente contundente: “racismo en las cúpulas”. De ahí que para buena parte de la intelectualidad no conservadora, el multiculturalismo fuera visto con la misma simpatía con que hace unas décadas se veía al “proletariado”.

Globalización y desarraigo: los juegos del poder

Sigamos este arduo camino para desentrañar lo que el “multiculturalismo” esconde. El propio Bauman, apoyado en el marco teórico de Manuel Castells sobre la Globalización, localiza una de las paradojas más interesantes de las sociedades globalizadas (que misteriosamente las asociamos a las sociedades multiculturales): “La globalización divide en la misma medida que une: las causas de la división son las mismas que promueven la uniformidad en el globo”[2]. Esta afirmación tiene dos lecturas. Por un lado, en la globalización, los flujos de capitales van acompañados de flujos humanos que van constituyendo sociedades más multiculturales, pero a la vez más homogéneas. Si bien antes Francia y España se diferenciaban entre ellas y sus ciudadanos propios eran semejantes, ahora ambos países se asemejan por la pluralidad multicultural que cada uno contiene. Una segunda lectura, es que la globalización mantiene “unidas” artificialmente las diferentes culturas: “Esta `normalización´ o `ritualización´ de la presencia extraña, (ha sido) practicada con algún éxito en todas las ciudades modernas[3]. Pero esta unidad causa, a la vez, segregación, separación y marginalización[4]. Si bien la Globalización representa en nuestro imaginario la desaparición de las fronteras entre los viejos Estados, ahora, propone Bauman, se multiplican las fronteras interiores entre ciudades, barrios y hasta casi edificios.

Sigamos avanzando en las consecuencias de la imposición de una cultura del “multiculturalismo”. El fenómeno, tanto el visible, como lo que esconde, genera un sentimiento de desarraigo. Pero, y he aquí lo importante, los nuevos Estados multiculturales, no sólo se componen de millones de ciudadanos desarraigados y carentes de una identidad común ciudadana; sino que en los “viejos ciudadanos” se provoca el mismo sentimiento de desarraigo. Por lo común este desarraigo de los originarios de esa sociedad es involuntario. Pero incluso, plantea Habermas, el desarraigo puede ser voluntario. Propone el alemán que hemos de lograr una sociedad donde uno pueda romper sin traumas con sus propias tradiciones.

Y ésta actitud es peor aún, porque uno se acaba sintiendo “extranjero en su propia casa”. El sistema social y político impide –e incluso prohíbe- las reclamaciones de viejos derechos acumulados por pertenencia a generaciones ciudadanas de ese país. La igualdad absoluta se impone entre los diferentes, al mismo tiempo que se garantiza y defiende la diversidad. Según Castoriadis, esta contradicción es posible mantenerla en la medida que los Estados modernos han abandonado sus viejas funciones: garantizar la seguridad, el orden, la productividad y el consumo.

El Estado posmoderno, propone Castoriadis, es capaz de sobrevivir en la medida que consigue mantenerse separado de lo social: de la realidad social. Con otras palabras, consigue encontrar su “espacio” en un mundo globalizado donde el espacio y el tiempo parecen haber implosionado y dejado de existir. Este “espacio” (o lugar propio) del Estado se situaría entre el “poder” y la sociedad multicultural. Para muchos autores que han bebido de las categorizaciones de Manuel Castells, la globalización representa una emancipación del capitalismo de las viejas estructuras de poder: “el capital funciona, según la terminología de Deleuze y Guatari, a través de una descodificación generalizada de los flujos, una desterritorialización masiva, y luego mediante conjunciones de estos flujos desterritorializados y decodificados”[5]. De ahí que el viejo poder del Estado, bajo las categorías weberianas, necesitados de un control territorial, ahora queden también “descolocados”. Por eso, Bauman define la globalización como una separación del poder (económico y fáctico) de la política (y ésta de la sociedad)[6].

Por eso el “orden” que propone el estado posmoderno, se parece más al paradigma “rizomático” que al de la jerarquía de los Estados modernos que había consagrado Max Weber. La teoría del orden rizomático es una metáfora que pusieron de moda entre los politicólogos y sociólogos Gilles Deleuze y Félix Guattari en su proyecto Capitalismo y Esquizofrenia (1972, 1980). Para estos pensadores un rizoma es un modelo descriptivo o epistemológico en el que la organización de los elementos no sigue líneas de subordinación jerárquica sino que cualquier elemento puede afectar o incidir en cualquier otro. La metáfora excluye que pueda explicarse la sociedad desde una estructura jerárquica, la autoridad o un simple centro referencial. De paso, indirectamente Deleuze y Guatari, eliminaban cualquier comprensión racional y universalista del hombre y la sociedad. Su última intención (aunque realizada desde el discurso psicológico) era presentar una alternativa de organización social “libertaria”, frente a la “opresiva” jerarquización de lo social.

Este nuevo paradigma de la “imaginación” política permite generar una falsa sensación de libertad. El mundo globalizado se transforma en un flujo constante de nuevas identidades que, como mínimo, el Estado intentará mantener armonizadas evitando el conflicto y la preponderancia, o monopolización de alguna de ellas, de la “ciudadanía”. Por otro lado, el “multiculturalismo” global parece librarnos de una imposición que trajeron los “viejos” Estados modernos: lo que James Tully denomina: “el imperio de la uniformidad”. El constante flujo de identidades, sean étnicas, “sexuales”, “estéticas”, etcétera, impregnan la mente de los ciudadanos bajo el principio de que no hay principios ni nada fijo. No hay verdades inmutables ni universalidades consistentes: “en este mundo puede pasar cualquier cosa y se puede hacer cualquier cosa, pero no se puede hacer nada de una vez y para siempre”[7]. Siendo el Estado liberal profundamente revolucionario, proponía crear un “ciudadano universal”. El actual “multiculturalismo” es un indicativo de la crisis del Estado moderno liberal (aunque no de su anulación). Aún más, es una constatación de que ese Estado (fruto de la Revolución francesa) no dejó de ser nunca más que una “comunidad imaginada[8]. Ulrich Bech, incluso habla del “mito comunitarista[9] (la creencia de que las comunidades existen, para defender en cambio el concepto individualista de ciudadano surgido de un mero contrato social).

Corriendo el riesgo de usar un lenguaje moderno y abandonar las categorías políticas aristotélicas, intentaremos alcanzar una parcela de verdad que nos permita comprender mejor nuestras sociedades occidentales. Por ejemplo, para Hannah Arendt se ha producido la “vaciedad del espacio político”. Ello significa que ya no hay “comunidad política”, esto es, posibilidad de llevar a cabo intervenciones eficaces para el bien común de la sociedad en la que vivimos. Por eso el espacio público, el Ágora (en el sentido más profundo y tal y como lo define Bauman), ha dejado de existir. La Política de verdad ha muerto, o al menos agoniza. ¿Estamos ante el fin de la verdadera ciudadanía tal y como la comprendía Aristóteles y de la Polis? ¿Ha muerto la posibilidad de constituir una comunidad fundada en una naturaleza moral universal? ¿Es el “multiculturalismo” el sustituto de este hundimiento para aliviar la angustia que puede llegar a producir en los individuos? Intentemos contestar a estas preguntas.

Ciudadanía y nomadismo: la crisis del humanismo y la universalidad

Richard Sennett, con su peculiar visión (parcial e inexacta) de la sociedad, interpreta que la comunidad no es una realidad sino un “imaginario colectivo” con una función muy determinada: evitar los conflictos permanentes. Así, afirma: “Las imágenes de solidaridad comunitaria se forjan para que los hombres puedan evitar el deber de enfrentarse mutuamente”[10]. Al considerar la comunidad política (la Polis) como mero imaginario hobbesiano (que evite la guerra del hombre contra el hombre), el espacio público carece de sentido. En la medida que esta falsa concepción de la realidad se va imponiendo, las identidades se convierten potencialmente en agentes de conflicto. Por eso, propone Bauman, en las sociedades globalizadas cada vez aparecen más “espacios” desprovistos de identidad o posibilidad de identificación: aeropuertos, autopistas, centros comerciales, etcétera[11]. Al ir desapareciendo los “espacios” de identidad, todos nos vamos transformando en “nómadas”. La “ciudadanía”, como aspiración universalista corre peligro de extinción. La libertad se confundirá con “libertad de movimientos” que permite el mundo globalizado. Podemos viajar a cualquier parte del mundo, incluso sin movernos de casa gracias a las tecnologías internáuticas. Somos nómadas o trashumantes cuyo leit motiv existencial no deja de ser el consumo como medio de alcanzar un sucedáneo de “identidad”. Por ello: “La cultura del consumo no es de aprendizaje, sino de olvido [de la propia identidad]”[12].

En este artículo, por cuestión de extensión, es imposible explayarnos en la relación entre la identificación cada vez más intensa entre el ciudadano y el consumidor (que tan bien ha tratado Richard Sennett en sus obras) y su relación con la política. Muy brevemente señalaremos que toda la estructura de la vida cotidiana de los “ciudadanos” en los países modernos se asienta en la lucha constante contra la incertidumbre. El ensayo de Bauman En busca de la política, trata formidablemente bien el problema de las sociedades actuales respecto al miedo y la incertidumbre[13]. El fracaso de la legitimidad actual de los Estados modernos es que, ante la globalización, no pueden garantizar la seguridad (las crisis financieras o los conflictos continuos de baja intensidad son un ejemplo claro). Por eso, establece que en un mundo globalizado, el mercado sostiene a capa y espada la promesa de garantizar un consumo continuado, por tanto de otorgar una identidad, falsa pero identidad al fin. Ello hace que los mercados sean inmensamente más poderosos que los Estados. Las “unidades” o “grupos” con más poder, propone Bauman son aquellos que constituyen mayores fuentes de incertidumbres, a la vez que las promesas para apaciguarlas.

¿Implica todo lo expuesto que nos abocamos a un mundo caótico, desordenado, donde todo quede relativizado como principio y donde se excluya la posibilidad de pensar en clave universalista? Un mundo así sería demasiado angustioso e insufrible para millones de personas. Por eso el “multiculturalismo” sólo puede sobrevivir acompañado de un (falso) “universalismo”. Si entendemos este juego de imaginarios, habremos comprendido una parte muy importante de las estrategias de dominación simbólica. Bajtin propone el término de “logosfera” aplicado a la matriz de significados posibles que debe compartir una comunidad. En un principio esta red de significaciones comunes debería aproximarnos al concepto de “universalidad”, pero ello no es exactamente así. Como veremos, este reclamo de un pensamiento común, también debe incluir pensamientos diversos y multiculturales que deben ser aceptados como parte de una “universalidad relativista”. Ya el 24 de noviembre de 1994, en una entrevista para Libération, Jacques Derrida pedía que el concepto de humanismo (en cuanto idea representante del universalismo), no se abandonara, pero sí se replanteara. La tesis abogada por el filósofo era que el universalismo (un enemigo a batir) está demasiado arraigado en la cultura occidental como para poder desprenderse de él. Por eso, hay que aceptar (y convencer a la ciudadanía) que la identidad es un constructo siempre incompleto e inacabado que “se va haciendo”.

El propio Bauman es consciente que plantear la cuestión cultural y política rehuyendo del universalismo y abandonándonos al relativista multiculturalismo identitario, pone al hombre occidental frente al abismo: “La hibridación cultural de los globales [los “multiculturalistas] puede ser una experiencia creadora y emancipadora[14], pero la reducción a la impotencia cultural de los locales [los que buscan su identidad en su tradición] rara vez lo es”[15]. En este sentido, mucho más estricto sociológicamente, podemos entender el “multiculturalismo” como una crisis del “universalismo” y como una consecuencia lógica de la “ilustración universalista”. Con otras palabras, tal y como propone Bauman, parece que el único principio universal posible actualmente es que cada uno tenga: “el derecho a elegir la identidad propia como única universalidad del ciudadano/serhumano”[16]. Pero no dejemos engañarnos ni que nos confundan el verdadero universalismo, fruto de una tradición cristiana, con el de la Ilustración revolucionaria que acaba degenerando en la negación del mismo. Por ello, Juan José Sebreli advierte que: “en el combate contra el relativismo y el escepticismo [que se derivaría de una posición “multiculturalista”] es inevitable encontrarse con compañeros de ruta inquietantes: el neoconservadurismo inspirado en Leo Strauss, el elitismo culturalista de Alain Bloom, el fundamentalismo evangelista o la teología católica de Joseph Ratzinger”[17]. He aquí el meollo de la cuestión: el lenguaje posmoderno ha creado significados equívocos en el lenguaje político, especialmente respecto al “universalismo” y el “multiculturalismo” que dificultan en exceso la comprensión de la realidad.

Conclusión.

En el discurso sociológico dominante, frente a la deconstrucción posmoderna, hay una reacción “ilustrada” de un “universalismo” vacuo que pretende recuperar una razón (sin apoyo de la fe) para evitar el caos conceptual y vital. Estas reacciones “ilustradas” que encontramos en autores como Habermas, Sebreli y un largo etcétera de pensadores, no puede llevarnos a consuelo. Este falso “universalismo” esconde una antropología humana del hombre individualista cuyo sentido comunitario de deriva del “pacto democrático” y no de una identidad real compartida. De ahí que se acaben aceptando dos principios que llevaran a negar el propio universalismo: por un lado la identidad de “construye libremente”; y, por otro lado, el principio democrático obliga a convivir con otras identidades, a su vez construidas libremente. Por eso, este falso universalismo, que pretende reconciliarse con el multiculturalismo, acaba aceptando la terrible tesis de Jeffrey Weeks: “La humanidad no es una esencia que haya que hacer realidad, sino una construcción pragmática, una perspectiva que hay que desarrollar mediante la articulación de la variedad de los proyectos individuales, de las diferencias, que constituyen nuestra humanidad en el sentido más amplio de la palabra”[18]. En síntesis: la posmoderna universalidad implica la obligatoriedad de aceptar el particularismo y la negación del esencialismo. Este absurdo intelectual y vital sólo puede ser fruto de un proceso mucho más trascendental que la mera globalización entendida como un proceso económico y tecnológico. Según Vattimo, la crisis del universalismo (el “humanismo” en sus propias palabras), está íntimamente vinculado con la muerte de Dios[19]. Citando a Heidegger, asocia igualmente la crisis del humanismo al triunfo de la civilización técnica (que ahora llamaríamos sociedad globalizada), pues la tecnología ha permitido la implosión del espacio/tiempo (como ya dijimos más arriba) y por tanto la muerte del “espacio público”, de la posibilidad de comunidad, de sociabilidad y de política. De ahí que las sociedades actuales sólo puedan constituirse como sumas de pseudoidentidades (que esconden el individualismo liberal) armonizadas por un poder, pero no entronizadas en la comunidad política (Polis) bajo una autoridad. En resumen, el multiculturalismo y el falso universalismo es la sustitución del principio verdaderamente universal de la constitución de la sociedad: “la diversidad en la unidad”.

[1] Cf. Gianni Vattimo, En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona, 1990, pp. 9-19.

[2] Zygmunt Bauman, La globalización, FCE, México, 2001., p. 8.

[3] Id, La sociedad individualizada, Cátedra, Madrid, 2001, p. 104.

[4] Id,, La globalización, op. cit., p. 9.

[5] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Chile Vive, 2000, (en línea).

[6] Zygmunt Bauman, En busca de la Política, FCE. México, 1999, p. 199.

[7] Id., La sociedad individualizada, op. cit., p. 103.

[8] Cf. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, FCE, México, 1993.

[9] Ulrich Beck, Poder y contrapoder en la era global, Paidós, Barcelona 2004.

[10] Richard Sennett, The uses of disorder, Faber&Faber, London, 1996, p. 34.

[11] Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, op. cit., p. 111.

[12] Id., La globalización, op. cit. p. 109.

[13] El cambio de paradigma se produce cuando la política no consiste en buscar el bien común, sino en evitar el miedo y la inseguridad.

[14] El subrayado es nuestro.

[15] Zygmunt Bauman, La globalización, op. cit. p. 109.

[16] Id., La sociedad individualizada, op. cit., p. 111.

[17] Juan José Sebreli, El olvido de la razón, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2006, p. 348.

[18] Cit. en Zygmunt Bauman, La sociedad individualizada, op. cit. p. 110.

[19] Cf. Gianni Vattimo, op. cit., p. 33.

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