«¿Qué se le debe a España?». La célebre pregunta, formulada y respondida por Masson de Morvilliers, supone probablemente, el mayor exponente de la displicencia o, por mejor decir, el desprecio con el que, desde las ilustradas alturas francesas, se contemplaba a un Imperio que se percibía como decadente y sujeto a atávicos fanatismos. Aquel «pueblo de pigmeos», sin embargo, reaccionó a tan ofensivas palabras. Primero por medio del conde de Aranda, embajador en París y, más tarde, con la organización, por parte de la Academia Española, de un concurso que debía premiar la mejor apología hispánica. La respuesta más contundente llegó desde la corte de Federico II de Prusia. Ante la Academia de Berlín, el abate Carlos Denina expuso su Respuesta a la pregunta: ¿Qué se debe a España?, que se publicó en Cádiz en 1786. A la obra de Denina se sumó la Oración apologética por la España y su mérito literario, para que sirva de exornación al discurso leído por el abate Denina en la Academia de Ciencias de Berlín, respondiendo a la qüestion qué se debe a España?, de Juan Pablo Forner, escrita por encargo de Floridablanca.
Los esfuerzos por evitar convertirse en la excepción de Europa continuaron en el tiempo y aún, a causa de los complejos que perduran en amplias áreas de la población española, persisten. En su mayoría, así lo afirman las encuestas, los españoles siguen siendo fervoroso europeístas. Sin embargo, frente a la eurofilia reinante ha ido cristalizando un euroescepticismo que tiene mucho de reacción a la leyenda negra, producto netamente europeo. En efecto, en Italia, Países Bajos, Francia e Inglaterra, se fue trazando, en el contexto de las pugnas imperiales, un sombrío retrato de los españoles, que si para unos eran poco cristianos, para otros lo eran en demasía por su papismo. Ello por no hablar de las críticas racistas o por todas aquellas que, so capa de un bondadoso humanitarismo, con la vista puesta en las riquezas del Nuevo Mundo, buscaban hacerse con parte de aquel territorio que no figuraba, por decirlo a la francesa, en el testamento de Adán.
Ahora bien, si el europeísmo se dice de muchos modos, su contrario también. Y ello porque la propia idea de Europa es imprecisa. Si en lo geográfico sus límites parecen más o menos claros, en lo que respecta a su unidad política o religiosa, sus perfiles se desdibujan. Así, los interrogantes se suceden: ¿Europa es identificable con la Unión Europea?, ¿Ha dejado, por lo tanto, Gran Bretaña de ser europea tras el Brexit? Por otro lado: ¿cómo admitir la idea de los PIGS, fuertemente impregnada de leyenda negra?, ¿persiste la fractura que se abrió en los tiempos cismáticos?, ¿qué impacto tendrá la creciente coranización del continente?
Las respuestas a estas preguntas dan lugar a diferentes Europas que despiertan adhesiones, pero también aversiones. Si de su conexión con la leyenda negra se trata, la desafección está asegurada entre aquellos que no están dispuestos a admitir que su nación no es una suerte de error histórico caracterizado por altas dosis de intolerancia, fanatismo y con varios genocidios a sus espaldas como hitos más significativos. Sin embargo, y puesto que la propia existencia de España está amenazada por grupos facciosos nacionales ahítos de hispanofobia y a menudo financiados con dinero público, la escapatoria de la oscura idea de España que manejan viene siempre acompañada de la adhesión a la luminosa Europa. Esta peculiar estrategia, que necesita del falseamiento u omisión de parte de la Historia de España –de nuevo el trauma del Imperio-, permite a estos colectivos desarrollar un forzado extrañamiento respecto de sus compatriotas, que mantendrían los seculares atributos negrolegendarios.
Frente a quienes, desde ficciones nacionalmente fraccionarias, a menudo alentadas por la idea, de germánicos resabios, de la Europa de las regiones, buscan una mayor integración en las estructuras europeas, aferrados al «España es el problema, Europa la solución», se sitúan los llamados euroescépticos e incluso los eurófobos, que cuestionan las bondades de un proceso nacionalmente disolvente por el que ya se ha pagado el alto precio de una desindustrialización que, en tiempos coronavíricos, muestra su rostro más desagradable.