El reciente caso de Esteban, jubilado de Parla y enfermo de Parkinson que ha sido brutalmente agredido mientras paseaba a plena luz del día, no debe leerse como un hecho policial aislado. La fractura de su mandíbula no es el síntoma visible de una paliza, sino de una enfermedad mucho más profunda que carcome la sociedad española moderna: la disolución del vínculo comunitario, el desarraigo identitario y la creciente inseguridad que padecen los pueblos convertidos en simples agregados demográficos.
Mientras las élites gobernantes siguen repitiendo los dogmas de la igualdad abstracta y el universalismo humanitarista, la vida cotidiana en los barrios populares experimenta otro tipo de realidad: la del miedo a salir a la calle, a hablar con franqueza y a señalar lo evidente. La hija de Esteban, Raquel, no se atrevió a mostrar su rostro en TeleMadrid “por temor a represalias”, y ese solo dato basta para alarmar a cualquier conciencia lúcida: cuando el ciudadano teme hablar, la tan cacareada libertad se convierte en pura ficción.
Solo los ciegos voluntarios se niegan a ver que la política migratoria de las últimas décadas ha fracasado. Lejos de fomentar una integración real basada en el respeto mutuo y el reconocimiento de las diferencias, se ha apostado por un multiculturalismo artificial que confunde coexistencia con comunidad y tolerancia con renuncia.
El multiculturalismo no ha generado una rica “diversidad cultural”, sino una yuxtaposición de grupos cerrados que comparten el mismo espacio físico pero no el mismo horizonte simbólico. Cuando una sociedad pierde el sentido del nosotros, de la continuidad generacional, de los vínculos de pertenencia, se convierte en una mera suma de átomos individuales en la que el más fuerte impone su ley al más débil.
El caso de Esteban es trágico pero revelador, porque no es casual que la víctima sea un anciano enfermo. La modernidad liberal ha abolido las jerarquías naturales y ha despojado al anciano de su lugar como fuente de autoridad y sabiduría. En la lógica del mercado, que solo valora la utilidad y la productividad, el viejo es un estorbo, y en la lógica del suburbio desarraigado, donde ya no existen vínculos ni normas comunes, es una presa fácil.
Que los agresores hablaran en árabe es dato absolutamente relevante: no por razones de xenofobia, sino porque la imposibilidad de establecer un horizonte compartido entre civilizaciones radicalmente distintas termina desembocando, en el mejor de los casos, en la indiferencia mutua y en el peor de ellos, en la violencia. El mito del ciudadano intercambiable ha colapsado porque el simple hecho de compartir una nacionalidad jurídica no crea automáticamente una comunidad.
Parla, como tantos otros municipios de las periferias en España, se ha convertido en laboratorio del experimento liberal: atomización social, erosión de la cultura común, miedo en las calles y, por último, silencio mediático. Frente a esta situación no basta con exigir más policía, sino restablecer las condiciones de posibilidad de una comunidad: raíces, límites, símbolos compartidos y autoridad legítima.
Esteban ha sido golpeado por unos desconocidos, pero también por un sistema que hace tiempo dejó de proteger a los suyos. Su rostro herido es el espejo donde España, quiera o no, tiene que mirarse si aún quiere tener un rostro propio.