Cuando nos referimos a la Ruta de la Seda, la imaginación nos lleva a Marco Polo: ciudades milenarias donde los mercaderes anuncian, de viva voz, miles de exóticos productos; caravanas de camellos que atraviesan estepas y desiertos y peligros por doquier; etc. Aunque el concepto de “Ruta de la Seda” fue acuñado, en 1877, por Ferdinand von Richthofen, ya desde el siglo I a.C. se tiene constancia de una ruta de intercambio entre Oriente y Occidente, y es que la seda, principal artículo que da nombre al camino, ya era muy apreciada incluso por los patricios romanos. La ruta vivió su periodo de esplendor con la llamada Pax Mongolica, pero la fragmentación del Imperio mongol y los sucesivos conflictos regionales, sumados a la apertura de nuevas rutas por parte de portugueses y españoles (Galeón de Manil), provocaron que experimentase una notable pérdida de importancia económica.
En 2014, la República Popular de China anunció la puesta en marcha de la iniciativa One Belt, One Road (OBOR), un ambicioso proyecto económico y político que conllevaría la creación de dos grandes rutas comerciales —una terrestre y otra marítima— que, partiendo de China, alcanzarían Europa, atravesando el Asia Central y enlazando con África. Está claro que China ha acometido esta empresa geopolítica con el fin de reforzar la estrategia que viene llevando a cabo desde hace años: aumentar su política expansionista para hacer frente a la hegemonía mundial norteamericana. El presidente Xi Jinping no ha dudado en presentarse en el Foro de Davos como adalid de la globalización y el libre comercio (la China comunista, adalid del capitalismo… un puro oxímoron), pero no deben engañarnos sus declaraciones: el Régimen no pretende otra cosa que posicionarse de forma favorable de cara a la pérdida de predominio por parte de Estados Unidos; son numerosas las iniciativas que ha llevado a cabo en estos años: la creación del Banco Asiático de Inversión; la apuesta por los BRICS (acrónimo inventado por Goldman Sachs en el 2001, para referirse a las economías emergentes del futuro), un bloque político-económico de primer orden, constituido por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, que cuestiona la supremacía estadounidense; el lanzamiento del yuan como moneda internacional; la ingente inversión en África (desde el 2009, China es el principal socio comercial del continente africano), etc. Desde el año 2014, China supera a EE. UU. como mayor economía del mundo, y parece que la tendencia se prolonga, en esa dirección, hacia un futuro liderazgo de los asiáticos.
Estados Unidos ha asumido que el principal peligro para mantener su preponderancia no viene representado por Rusia ni por Irán, sino por China. Mike Pompeo, director de la CIA, ya lo ha reconocido en alguna entrevista, y está claro que la nueva política de Donald Trump parece orientarse hacia considerar a China como principal competidor. Se trata de cambio trascendente en la política internacional estadounidense, que, hasta la marcha de Barack Obama, consideraba al país oriental no sólo como su primer socio comercial, sino, más allá, como su principal aliado estratégico en la construcción de un mundo globalizado. La retirada de EE. UU. del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), la actual renegociación del NAFTA (el Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y la política de reindustrialización con la que el Gobierno de Trump pretende poner fin a las deslocalizaciones tienen como objetivo recuperar la potencia industrial frente a China.
En este contexto de enfrentamiento, la nueva Ruta de la Seda china tiene una vital importancia geopolítica para el país, ya que no sólo aumenta su influencia en los Estados vecinos, sino que abre una salida hacia Europa, Asia y África que no pasa por el cuello de botella de los estrechos de Malaca, zona caliente debido a las reclamaciones territoriales que China ha realizado de las Islas Spratly en el mar de la zona meridional; este archipiélago es también reclamado por Filipinas, Vietnam, Brunei, Malasia y Taiwán, y es territorio de piratas y aventureros que han llegado a fundar microestados como el “Reino de la Humanidad” o el “Territorio Libre de Freedomland”.
China afronta el siglo XXI con el claro objetivo de convertirse en potencia hegemónica a nivel mundial, y la nueva Ruta de la Seda debe entenderse en esta dinámica. Queda por ver si el futuro está a la altura de las expectativas orientales.