No habrá paz para los malvados

No habrá paz para los malvados. Samuel Vázquez

El mal existe, per se. El bien también. El relativismo derivado del derribo de nuestras viejas convicciones morales, —protegidas durante siglos a sangre y fuego; amuralladas, para hacerlas intocables—, nos hace hoy buscar una explicación a todo, que es el paso previo a encontrar una justificación a todo.

Empero, si todo es relativo, si todo tiene un por qué, entonces, estamos de nuevo condenados a vivir las noches largas y oscuras que nublaron nuestro entendimiento durante el siglo xx, y abrieron las puertas de par en par a los dos grandes monstruos: fascismo y comunismo.

Hitler llegó a convencer a millones de alemanes de que había una razón, un por qué, para pintar los negocios de los judíos, y los alemanes le siguieron. Muchos, hasta le rieron la gracia. Habían banalizado el mal. Encontraron en la explicación dada para tal fechoría, una justificación a tamaña forma de humillación.

El canciller alemán ganó unas elecciones con 17 millones de votos y sí, podrás decirme que para entonces ya había fagocitado varias instituciones del estado y por lo tanto corrompido el sistema, pero es que antes que esas, ya había ganado otras, aunque no consiguió formar gobierno; y en esas otras, todavía no tenía control ninguno sobre los tentáculos gubernativos ni estatales. Lo que sí tenía era discurso; un discurso fuerte, convincente. Un discurso que le gritaba al oído a mucha gente que había un culpable a su situación, y que habría que aceptar ciertas cosas para revertirla. Cosas que eran buenas, porque suponían devolver la justicia a la injusta vida de millones de ciudadanos alemanes. Y les convenció. Primero, eso sí, tuvo que conseguir que no hubiera nadie por encima de él que pudiera suponer un obstáculo moral, nadie que pudiera susurrarle a la gente al oído durante su oración: el mal y el bien existen. Por eso retiró al cristo crucificado de todos los colegios y puso su foto. Por encima del Führer, nadie.

De la misma forma, el marxismo ha logrado convencer a millones de personas que controlar su educación, su alimentación, su opinión y, en definitiva, sus vidas, era algo bueno para ellos. Del marxismo ideológico, conquistador de universidades occidentales y, por ende, de la mente de millones de jóvenes desnortados deseosos de escuchar discursos que llegan al corazón, sin pasar por la cabeza, derivan hoy la inmensa mayoría de los problemas que afectan a este período decadente de la civilización occidental en el que nos ha tocado vivir.

Del marxismo ideológico nace la justificación de ETA, y la de sus bombas en patios de cuarteles donde jugaban niños. Del marxismo ideológico nace el sometimiento intelectual de millones de personas que a todo lo que no entienden, o no comparten, lo llaman facha; y sólo con eso, ya se creen moralmente superiores. Una ideología que les da las máximas prestaciones al mínimo esfuerzo.

En las vascongadas, además, utilizaron al bien para dar cobertura al mal; ahí está el papel de la iglesia vasca, por lo que la encrucijada moral llegó a un punto de no retorno, y en la confusión, triunfó el diablo. El mapa electoral nos grita a la cara lo difícil que va a ser volver a encontrar en aquella tierra la verdad y la belleza. Todo es relativo, incluso la muerte de niños. Vamos a escuchar las dos versiones, dicen; pero nadie escuchará ya la versión infantil, la de los pequeños que jugaban a la pelota ajenos a que el diablo merodeaba por su barrio y se hacía pasar por gudari.

El mal existe, y el bien también. Si no aceptamos esto, será difícil posicionarse cuando ambos se vean las caras, frente a frente. Podremos confundir al bien con el mal, o justificar a este último y empatizar con él. San Agustín decía que el mal no existe, que es ausencia del bien. Yo no quiero contradecir al obispo de Hipona, pero deduzco de sus palabras —Dios me perdone—, que cuando el bien está ausente, el mal está presente. Está, existe.

Nuestra política criminal lleva décadas intentado explicar los crímenes y buscando justificación para los criminales. En algún punto del viaje nos subimos al coche a toda prisa y dejamos tiradas a las víctimas en la gasolinera. Ya nunca más nos acordamos de ellas. Dentro de una sala de justicia en España, un sanguinario terrorista declara detrás de una mampara colocada para evitar que escupa o agreda a los presentes; aún y así, golpea el cristal e incluso dibuja con sus manos una pistola y simula disparar al juez. Grita arrogante sus consignas y jamás agacha la cabeza. Los papás de la víctima observan atónitos el espectáculo, sentados en una esquina mirando al suelo. Meter al asesino en la sala con un mono naranja, la cabeza rapada, y encadenado de pies, manos y cuello, para obligarle a agachar la cabeza cuando pase delante de las víctimas, va en contra de los derechos humanos. Ni ese instante de dignidad sabemos darle a quién lo ha perdido todo. Incluso en ese momento de pointbreak todo está diseñado para servir al carnicero, al segador de almas y cuerpos, a la hiena a la que hay que garantizar sus derechos cuando aún le mana la sangre de algún inocente por la boca.

Nayib Bukele acaba de ganar las elecciones en El Salvador, tiene de su parte a todo su pueblo (casi el 90% de los votos), y en contra a todo el establishment al servicio de las élites de poder económicas y políticas. Prensa, oenegés, organizaciones internacionales pagadas por organismos internacionales, etc. le acusan de poner en riesgo la democracia.

Antes de Bukele, en El Salvador, si a una niña se le acercaba por la calle un marero y le decía: “vente para la casa”, la niña tenía que ir a ofrecerse sexualmente al pandillero. De lo contrario, su cara acabaría rajada de arriba a abajo y a su hermano le darían una paliza diaria en el barrio cada vez que le vieran los de la Mara. ¿De qué democracia hablan?

No había democracia antes de Bukele. Las hienas y los lobos eran la única autoridad en los barrios hasta hace tan sólo 4 años en El salvador, y las hienas y los lobos no saben nada de democracia, y menos de derechos humanos. En estadios de degradación criminal como ese, ya es imposible revertir la situación respetando los derechos de todos, así que el político debe escoger los derechos de quién proteger; los de las víctimas o los de los criminales. Bukele escogió; entendió que no hay proporcionalidad posible entre el bien y el mal. Entre el bien y el mal, hay que estar con el bien de manera desproporcionada.

España está entrando en un terreno pantanoso en cuanto lo que a criminalidad se refiere. No somos aún Francia o Suecia, pero caminos en esa dirección, y el problema es el tiempo; todo se degrada muy rápido, todo se deteriora en un abrir y cerrar de ojos. París se perdió en 20 años, Marsella en 15, Malmoe en 10. No tenemos tiempo. Y créanme, no es una cuestión de partidos, es una cuestión de personas. Necesitamos un hombre fuerte y sin complejos, dispuesto a enfrentarse al establishment, dispuesto a asumir el coste de cambiar la política criminal. Un tipo que se ponga delante de un micro y con voz firme diga: No habrá paz para los malvados.

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