No hay trabajo, hay trabajadores

No hay trabajo, hay trabajadores

Cuando una persona impregna una tarea de sus mejores cualidades, cuando involucra parte de su ser en la construcción o consecución de un hecho o un objeto, hablamos de la esencia de un trabajador. Sea el autónomo, el asalariado o el dueño de una mediana empresa.

Lo siento, soy incapaz de reducir el concepto de trabajador a asalariado. Considero los términos marxistas como superados. No son términos completamente inútiles, pero han quedado desfasados y nacieron mancos. El materialismo histórico, aunque útil, es un cojo permanente en el análisis de la sociedad y del trabajo. O más bien del trabajador. Porque también me niego a asumir que es el trabajo lo que precede al trabajador. No hay trabajo posible sin la voluntad y capacidad creadora previa de un ser humano. Es el trabajador el que define todo, no el trabajo.

Y el problema es que no es el marxismo o sus herederos posmodernos quienes más se aferran a esa concepción de que el trabajo precede a todo. Son los liberales. Los liberales y su tendencia a reducir todo a la economía y a un utilitarismo cuestionable. Hemos hecho del trabajo piedra angular de nuestras sociedades. Nos sometemos a ello y reducimos nuestra dignidad personal a la tarea que ejercemos. O peor, reducimos nuestra dignidad al precio de nuestra tarea. Parece que quien recibe más, es más. Criterio vacuo y carente de sentido. Reducción de todo al precio. Y ya se dice que no hay necio que no confunda valor y precio, pero ésto es más grave. Hemos desarrollado sociedades en que nadie es capaz de discernir su dignidad y valor fuera de los ceros de su renta. Así tenemos a payasos metidos de coca y anabolizantes vendiendo basura inmoral en forma de cursos de «éxito personal» y fulanas de Onlyfans que se creen que el ganadero asfixiado por el estado, el operario industrial que no llega a final de mes o el agente de seguridad del tren, son escoria. Y lamento decirlo, el ganadero, por definición, como el agricultor, son guardianes de la tierra y de nuestro alimento. El operario industrial es la llave que construye ese coche que lleva a nuestros hijos al hospital cuando están enfermos. El agente de seguridad es la ligera mampara que separa el orden diario de la anarquía que muchos parecen anhelar para reinar sobre cenizas.

Recuerdo las palabras de mi abuela, que en gloria esté. «No hay trabajo, hay trabajadores». Y nadie, nunca, jamás, pudo tener más razón. Ella le daba un sentido concreto, pero la frase tiene una implicación doble que profundiza en la esencia humana.

Ella lo entendía en la forma clásica de que toda tarea era definida por la persona que la ejerce. Es el policía que jugándose el físico y la vida por proteger a sus convecinos, que se revela como ejemplo de su gremio. No así el oficial orondo y mezquino que pasa las denuncias a desgana y pone más trabas y malas caras que ganas de servir. También es coherente, solemos dar aquello que tenemos. A eso solía referirse mi abuela. Pero hay otro aspecto en esa frase. Y ya lo he explicado, pero creo que merece la pena repetirlo.

No hay trabajo antes que trabajador. Las tareas no aparecen sin que antes haya una voluntad de creación. Es imposible. Es el trabajador el que crea el trabajo y no al revés. Hemos permitido que nos hagan creer lo contrario. Es más, nos han hecho creer que el trabajador es prescindible y fácil de reponer. Lo lamento, la voluntad humana siempre es necesaria y precede a cualquier objeto o tarea. Es imposible poner a la humanidad en «piloto automático». Muchos así lo creerán por el desarrollo de la tecnología y la automatización. Seguramente los mismos que aspiran a vivir de rentas estando sentados en un sillón y a los que prescindir de asalariados les supone un cero más en la cuenta. También los mismos que deben creer que la iniciativa nace y muere con ellos. Pero nada más lejos de la realidad. Incluso la inteligencia artificial más desarrollada no es más que una enorme base de datos de conocimiento humano que trata de dar respuesta a base de consultas, cruces e inferencias a una cuestión planteada por un ser humano. Da igual que sea información, imagen o vídeo. Nosotros precedemos.

Porque el trabajo es consecuencia de la voluntad humana de creación y transformación. A la creatividad humana. Ningún sistema de bases de datos con algoritmos perfectamente pulidos podría ser jamás capaz de suplir la chispa creadora desde cero que tenemos los humanos por definición. Dichos sistemas podrán ser rapidísimos en procesamiento y en crear y recrear contenido basado en conocimiento y contenido ya existente, pero nada más.

Eso garantiza que siempre habrán proyectos, empresas y tareas para la labor humana. Por mucho que se hable de la pérdida de puestos de trabajo por la IA o por cualquier otra novedad, jamás el humano será prescindible. Por mucho que nos lo intenten vender así.

El problema es que vivimos absorbidos y obcecados en someternos a la economía. Somos capaces de formarnos durante años para ser «dignos» de un puesto de trabajo. Tenemos que demostrarnos «útiles» para ese empleo. Y someternos al relato que nos trata como piezas que deben pulirse para encajar en un sistema económico. Es la economía imperante sobre la sociedad. Los intereses económicos que se imponen a los intereses del ciudadano. El sistema financiero que vapulea la soberanía nacional. Y si, suena muy antiliberal, me consta. Pero jamás fue mi deseo, ni el de nadie con algo de sentido de justicia, someter la sociedad a la economía. Quizás, llamadme atrevido, la economía debiera ser una parte y herramienta para servir a la sociedad y no al revés.

Y que no se me malinterprete, no estoy haciendo un canto a las bondades de un estado expoliador que arruina a empresarios y asalariados para mantener una estructura gigantesca y completamente prescindible. Todo lo contrario. Mi intención es defender la iniciativa, la creación y el trabajo. Pero jamás sometiendo todos esos parámetros a los «intereses del mercado». Que suelen coincidir siempre con los intereses de sombras financieras que necesitan un clavo más en el ataúd del bienestar de las familias trabajadoras. A eso me opongo.

Y lo enfatizo, nadie en su sano juicio se opondría a un óptimo funcionamiento de la economía si pretende un grado satisfactorio de desarrollo social. Las empresas deben poder crecer, los trabajadores deben dar lo mejor de si y prosperar, el mercado debe funcionar. Sin una economía sana, no hay posibilidades de bienestar para nuestra gente. Pero someter la sociedad a la economía es un acto de traición y de una mezquindad enorme.

Lógicamente podemos comprar carne más barata de algún país recóndito con pocos controles, bajos impuestos y aumentar los beneficios de grandes grupos multinacionales. Y esos beneficios jamás repercutirán más que en los dividendos de los de siempre. Pero nuestros ganaderos desaparecerán. También podíamos comprar carbón africano y pagar la mitad que por el carbón nacional. Y ahorrábamos. Aunque ese dinero jamás regresaba. Y el minero prejubilado y comido por la silicosis, mientras, ve su cuenca demacrada, triste y sin futuro.

Eso es lo que nos han vendido. Los intereses económicos de los grandes a costa de los nuestros. No tiene otro nombre.

Quizás deberíamos plantearnos abrir el melón y comenzar a sugerir que la economía vuelva a servir a la sociedad. Que vuelva la persona al centro del círculo y no seamos nosotros quienes orbitemos caóticamente y sin dirección alrededor de los caprichos de los poderosos. Quizás sea hora de reconocer que esa «maldición» de ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente deba cumplirse. Debemos aportar lo mejor de nosotros para recibir frutos. Lo acepto. Pero no es lo que vivimos. Vivimos en una distopía en que el trabajo duro no ofrece ni una remota posibilidad de seguridad para nosotros y los nuestros. Es más una coincidencia, contactos o tener conductas predadoras. Típico de un sistema y un estado que, por mucho que repitan, no tiene a la persona en el centro de su diseño.

Lo repito, como lo repitió mi abuela. No hay trabajo, hay trabajadores.

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