Título: En el nombre del pueblo. La hora del populismo.
Autores: Alain de Benoist, Marco Tarchi, José Javier Esparza, Luis María Bandieri, Olivier Marchand, Paul Masquelier, Thibault Isabel, Jesús Sebastián Lorente, Louis Dupuin, Michel Lhomme y Vincent Coussedière.
Editorial: Fides, Tarragona, 2017.
El “populismo” constituye, sin duda, la palabra clave de diversos fenómenos políticos acaecidos en los últimos años en Europa (o, por extensión, en Occidente). Así se ha manifestado con ocasión del “no” en el referéndum de 2005 sobre la Constitución europea, del Brexit, de la elección de Trump en Estados Unidos, o del avance electoral del Frente Nacional en Francia, aunque generalmente siempre como sinónimo peyorativo de los “bajos instintos del pueblo”, de un llamamiento demagógico a la “soberanía popular” que disimularía una ambición de poder autoritario, comparable al del fascismo de Mussolini o a las dictaduras de Chávez o Putin… El gran mérito, en este contexto, de Alain de Benoist en su libro Le moment populiste, ha sido el de retornar al verdadero sentido del término y recordar la existencia de una auténtica corriente populista en la historia moderna, precisando el origen, el espíritu y las manifestaciones actuales.
Partiendo de la “clásica” distinción de Pierre-André Taguieff (L´illusion populiste) entre un “populismo protestatario” de izquierda (o societal-populismo) y un “populismo identitario” de derecha (o nacional-populismo), en función del énfasis que se sitúe en el pueblo-demos o en el pueblo-etnos, nosotros planteamos aquí la existencia de un auténtico “populismo” transversal que trascendería el “clivage” izquierda-derecha. Una subterránea corriente antiliberal que articula una crítica conjunta del liberalismo económico y del liberalismo societal –corriente que, como decimos, superaría las tradicionales divisiones izquierda/derecha–, inspirándose en los “padres fundadores” del socialismo (Proudhon, Sorel y el “joven Marx”) y en la que se inscribirían igualmente, en la actualidad, intelectuales como el propio Alain de Benoist, Alain Soral, Michel Clouscard, Jean-Claude Michéa (reivindicando a Georges Orwell, Christopher Lasch y Marcel Mauss), Alain Caillé, Eric Zemmour, e incluso Michel Onfray… En última instancia, el interés de la obra de Alain de Benoist es, justamente, el de vincular el movimiento populista a esta transversal corriente socialista antimoderna y antiliberal.
El populismo frente a la crisis de la democracia
Alain de Benoist lo recuerda con insistencia: la “democracia” actual no tiene gran cosa que ver con la democracia de los orígenes, la de la Antigüedad grecolatina. Para los griegos antiguos, en efecto, la democracia se definía, en primer lugar, como la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos, siendo esta participación la condición primordial de la libertad ciudadana –libertad definida, no como es el caso actual, sobre el plano individualista (“poder hacer lo que quiero”), sino sobre el plano colectivo o comunitario, por el control de las decisiones políticas que afectan a la vida de los ciudadanos. Así, podríamos definir la democracia antigua como aquella en la que “un pueblo político accede a la libertad colectiva por su participación en los asuntos públicos”.
De otra naturaleza totalmente distinta es la democracia moderna derivada de la Ilustración, que podríamos calificar de “democracia liberal”. Se trata, en efecto, de una democracia representativa en la cual los ciudadanos eligen a sus representantes para participar, en su nombre y lugar, en los procesos de decisión política. Estos representantes, una vez elegidos, no tienen que rendir cuentas ni responsabilidades a sus electores: por la elección, los ciudadanos no les confieren sino un “mandato” para expresar sus preferencias en su nombre, pero en realidad, y en la práctica, se les concede un “estatuto” para decidir en su lugar. Al hacer esto, los ciudadanos abandonan su soberanía en beneficio de un nuevo cuerpo de políticos profesionales que, como bien había visto ya Rousseau, tarde o temprano tienen la tendencia a constituirse en una nueva clase y a defender sus propios intereses en mayor medida que los de los electores.
Así, señala Benoist, “la representación es, por esencia, un sistema oligárquico, porque conduce inevitablemente a la formación de un grupo dominante, donde los miembros se cooptan entre ellos para defender prioritariamente los intereses que les son propios”. El sistema democrático, desde entonces, no es más que una fachada destinada a dar la ilusión al pueblo de que él controla siempre su destino, en consecuencia, no es sino un medio para legitimar la soberanía de una oligarquía. Esta evolución oligárquica de la democracia moderna no constituye una deriva o una desviación, sino más bien su proyecto original: como lo recuerda Jacques Rancière, las constituciones americanas y francesas fueron ante todo “el medio para la élite de ejercer efectivamente, en el nombre del pueblo, el poder que ellas estaban obligadas a reconocerle”.
La democracia representativa, porque efectúa un desposeimiento de los ciudadanos de toda posibilidad de participación en la vida política es, entonces, lo contrario mismo de la democracia. Lo que llamamos “populismo” no es, por tanto, sino la exigencia del pueblo para participar de nuevo y directamente en la vida política, sin pasar por la intermediación de esta clase oligárquica de la que sospecha que no representa ya el interés general (“traición” de las élites bien analizada por Christopher Lasch en su libro “La revuelta de las élites y la traición de la democracia”). De ahí el calificativo de “populista” asociado a las propuestas de refundación de la democracia como son las del referéndum de iniciativa popular, de la democracia local y del federalismo (basado en el concepto de subsidiariedad), o también, para los niveles de decisión más elevados, incluso para el mandato imperativo, como en la época de la democracia ateniense, del sorteo electivo en el seno de la sociedad civil… En este sentido, el populismo, lejos de constituir un peligro para la democracia, es, por el contrario, un rechazo de la naturaleza antidemocrática del sistema representativo liberal: como escribió Christopher Lasch, es la “verdadera voz de la democracia”, una forma de resurgimiento de la verdadera democracia, la de la antigüedad.
El populismo frente a la crisis de la política
Más ampliamente, el populismo testimonia una crisis de lo político. Uno de los aspectos fundamentales de lo político (no de “la política”), avanzado especialmente por Carl Schmitt o Ernesto Laclau, es, en efecto, su dimensión conflictual o “agonística”. La esencia de lo político es la adopción de una decisión moviéndose entre diferentes intereses contradictorios, entre diferentes opiniones, entre diferentes aspiraciones en el seno del pueblo. Haciendo esto, lo político permite también superar dialécticamente esos intereses antagonistas sin negarlos (la Aufhebung hegeliana) y reunir a los diferentes componentes del pueblo (ethnos) en una misma unidad política (demos). Es, por este motivo, que para Ernesto Laclau “la construcción del pueblo es el acto político por excelencia”.
La democracia liberal, por el contrario, rechaza esta dimensión “trágica” de la vida ciudadana; aspira a una sociedad homogeneizada, uniforme, no-conflictual, en la cual una decisión sólo resultaría de una relación de fuerzas políticas, pero que se impondría a todo el mundo de una forma racional como si fuera la mejor solución posible en un momento determinado (la famosa frase “no hay alternativa” de Margaret Thatcher). Esto es lo que explica que, en la democracia moderna, el poder de decisión haya sido, poco a poco, retirado del pueblo, e incluso de sus representantes, para ser transferido a los “expertos” que, supuestamente, están capacitados para organizar científica y técnicamente a la sociedad con vistas a alcanzar un “optimun” objetivamente calculable. Los representantes elegidos del pueblo, desde entonces, ya no están ahí para ser los portavoces de sus electores, sino como una simple oficina de registro de las recomendaciones formuladas por esos expertos. En efecto, no pueda hablarse ya propiamente de “decisión”, sino de la puesta en obra de las medidas técnicas preconizadas por los expertos; no hay más política, sino sólo la “gestión administrativa” de las cosas, por retomar la fórmula de Saint Simon. En esta concepción invertida de la democracia, ya no es el carácter mayoritario el que funda la legitimidad de una medida política, sino su conformidad con las propuestas de los expertos (lo que justifica, de esta forma, que se califique de “demócratas” a los presidentes de los países de Europa occidental que aplican escrupulosamente las recomendaciones tecnocráticas de la Comisión europea, a pesar de no contar con más de un 15-20% de opinión pública favorable, mientras que se califica de “dictadores” a presidentes como Putin, que es sostenido por un 70-80% de apoyo de sus conciudadanos).
Desde ese momento, la mayoría no tiene forzosamente la razón y es, entonces, responsabilidad de la nueva “casta oligárquico-tecnocrática” (por adoptar la fórmula de Jacques Sapir) corregir esa opinión mayoritaria tomando la “buena” decisión. Incluso, y con toda lógica, pasar pura y simplemente de la consulta del pueblo para remitirse al poder de una instancia de gobernanza tecnocrática –lo que se comienza a llamar, cada vez más explícitamente, como “posdemocracia” o “pospolítica”. De suerte que “la crisis actual de la democracia es, ante todo, una crisis de lo político”, como afirma Alain de Benoist. Pero, negando lo político, el liberalismo niega, al mismo tiempo, la existencia del pueblo en tanto que sujeto político soberano. “Gobernar sin el pueblo, gobernar sin política”, escribía también Jacques Rancière; éste es el gran deseo de la oligarquía, que incluso le lleva a descalificar como “populista”, como bien reconoce Laurent Joffrin, “cualquier idea que venga del pueblo y disguste a las élites”.
En este contexto, el populismo testimonia el creciente rechazo por parte del pueblo de esta gobernanza tecnocrática, impersonal, que se traduce en la imposición de medidas pretendidamente técnicas (las famosas “reformas”) adoptadas en instancias no-democráticas por los “expertos” que escapan al control ciudadano. Por tanto, es una aspiración reencontrar lo que conforma y define la esencia de lo político, el debate, la confrontación de los puntos de vista, las relaciones de fuerza y la decisión que no constituya un desbordamiento del pueblo en tanto que afirmación de su autonomía y de su soberanía. “Lejos de ser antipolítico, afirma Benoist, el populismo representa, por el contrario, una poderosa protesta contra la despolitización de los asuntos públicos”, de tal forma que, como señalaba Laclau, “lo político deviene en sinónimo de populismo”…
El populismo contra el capitalismo
La ideología liberal, reemplazando la decisión política ciudadana por la determinación racional de un “optimum” social, sustituye el modelo de la democracia antigua por el del cálculo económico utilitarista. La economía se convierte entonces en el nuevo paradigma de la sociedad y la “mano invisible” del mercado (Adam Smith) en el proceso privilegiado, automático y autorregulado de aquel “optimum”. El liberalismo justifica así el hecho de dejar total libertad de acción a los actores económicos, donde el libre juego es el mejor medio de alcanzar ese “optimum” cuantitativo. Los “expertos”, por su parte, pierden su poder de gobernanza porque no sirven más que para explicar a los ciudadanos las inevitables reformas dictadas por la “economía”, es decir, por los grandes intereses industriales y financieros. En definitiva, en su forma-resultado, la democracia liberal toma la imagen de una “democracia de mercado”, por retomar la fórmula de Jacques Attali (en su “Breve historia del futuro”), en la cual el poder está en manos de los controladores de la economía, es decir, en el sistema capitalista moderno, de los detentadores del capital. Lo que se designa todavía bajo el nombre de “democracia” se asemeja hoy más a una “plutocracia” –y todavía más precisamente, a una “capitalocracia”, convertida actualmente, por todas partes, en una ficción puramente financiera, sin límites y totalmente desconectada de la vida real de los ciudadanos.
El populismo puede interpretarse, en consecuencia, como una forma de rechazo de ese sistema capitalista en tanto que generador de crecientes desigualdades entre los detentadores del capital, que disponen de un poder absoluto, y los trabajadores y asalariados, privados de toda soberanía política. Un rechazo, finalmente, que parece relativamente reciente en seno de las clases populares, durante algún tiempo alineadas con el capitalismo cuando éste adoptaba todavía la forma de una cierta “democracia social” (fordismo y estatal-providencialismo, que aseguraban una mínima redistribución de las plusvalías obtenidas por el capital para ser reinvertida en el consumo propiciado por ese mismo capital). Democracia social que no implica, en la práctica, como señala Denis Collin, sino un “mecanismo de integración de la clase obrera” en el capitalismo. Es el debilitamiento de este mecanismo el que conduce hoy al pueblo a rebelarse contra un sistema que ya no le beneficia y que contempla cada vez más como el yugo de una élite parasitaria que obtiene en su provecho todo el beneficio del trabajo real.
El populismo tiene también, por tanto, una dimensión económica central, la de denuncia del poder sin precedentes de la élite oligárquica capitalista. Pero se trata aquí, como bien señala Benoist, de otra cosa distinta a la simple “lucha de clases” del marxismo vulgar, que no aspiraba sino a reemplazar a la burguesía por el proletariado en la cabeza del aparato productivo capitalista. Se trata, más fundamentalmente, como ya encontramos en el “Marx esotérico”, de una crítica de la misma esencia del capitalismo en tanto que ideología que hace del valor mercantil la “norma universal de regulación de las prácticas sociales”. En la ideología capitalista, en efecto, sólo lo que tiene un valor mercantil posee un valor social; el vínculo social no puede, desde ese momento, sino tomar la forma de un intercambio mercantil, es decir, que no puede existir sino “en y por” el trabajo que está en la fuente de la producción. El populismo manifiesta, en este sentido, una revuelta contra la generalizadora mercantilización invasiva de las relaciones sociales, la aspiración por reencontrar lo que servía de fondo antropológico común de las comunidades tradicionales, basadas en la ayuda mutua, la solidaridad y la recíproca generosidad (que Marcel Mauss llamaba la “lógica del don”, esto es, la antítesis absoluta de la “relación de mercado”).
El populismo es también un rechazo del sistema capitalista en el plano moral –si definimos con Durkheim la moral común como “todo lo que es fuente de solidaridad”. Contra la voluntad de destrucción sistemática de todos los valores y normas morales derivadas de la tradición, consecuencia necesaria de la “lógica de lo ilimitado” del proyecto capitalista (que supone la posibilidad de “producir, vender y comprar todo lo que pueda ser producido o vendido”, por recordar la célebre frase de Hayek en “Camino de servidumbre”), el populismo es la expresión privilegiada de esta “decencia común” (common decency) que Georges Orwell definía como el sentimiento de que “hay cosas que no se hacen a cambio de nada”, de ese sentido del “honor popular” que conduce a estimar que ciertos comportamientos superan los límites de la decencia y que son “socialmente vergonzosos”.
El populismo es comunitario
Aspiración del pueblo por un retorno de la democracia y de la política, el populismo es también la manifestación de la necesidad de una refundación de la comunidad nacional. La concepción antigua de la política y de la democracia suponía, en efecto, la previa existencia de un pueblo reunido en torno a una “sociabilidad común”. El hombre es un “animal político”, decía Aristóteles, lo que significa que él es también un “animal comunitario” cuya naturaleza es la de nacer y la de vivir en el seno de un grupo que le preexiste y le sobrepasa. Bien diferente es la concepción de la democracia liberal resultante de la Ilustración: la que niega la preexistencia de comunidades humanas y no ve en ellas más que una reunión de individuos aislados, que sólo se reagrupan en función de las demandas y necesidades de sus intereses egoístas. Mientras que la democracia antigua se fundaba sobre la noción holista de “comunidad” (Gemeinschaft), la democracia moderna se ejerce en el seno de una “sociedad” (Gesellschaft) que, como bien demostró el antropólogo Louis Dumont, es de naturaleza individualista. La democracia liberal es también, como resume Alain de Benoist, “el régimen político que consagra el ascenso del individualismo moderno”. El núcleo de la democracia moderna, como escribe Marcel Gauchet, “no es ya la soberanía del pueblo, sino la soberanía del individuo”.
De este modo, la democracia moderna ya no permite al pueblo emerger como sujeto político superando la suma de sus componentes. La comunidad nacional se desagrega así en una multitud de intereses individualistas o comunitaristas irreconciliables. El populismo, en esta perspectiva, manifiesta la voluntad del pueblo de reconvertirse en una comunidad unida y solidaria, y no solamente en una adición de intereses particulares egoístas. “El objetivo implícito del populismo es el de reinstaurar un mundo común”, escribe Benoist; es una reacción que el pueblo opone a “su descomposición en tanto que comunidad”. Igual que Laclau veía en el populismo la aspiración para “constituir o reconstituir el pueblo”. El populismo testimonia una creciente necesidad por reencontrar el sentido de la “fraternidad”, esa “amigabilidad” de la que Aristóteles hacía el fundamento de la sociabilidad natural del hombre. “En el pasado, las democracias populares se reclamaban de la igualdad, las democracias liberales de la libertad. La democracia orgánica, fundada sobre la participación del mayor número de ciudadanos en los asuntos públicos, debe apoyarse, ante todo, sobre la fraternidad”, sentencia Alain de Benoist.
Todavía hace falta precisar bien que por “orgánica” Benoist no entiende, evidentemente, esa fusión del individuo en el grupo que fue la esencia del totalitarismo, su desaparición en tanto que persona particular, su reducción a una célula o a una pieza intercambiable. Es, por el contrario, una visión de la sociedad en la cual cada individuo o cada grupo social juegan un rol particular conforme a su propio fin o finalidad, siempre participando en un fin colectivo más amplio (de la misma forma que cada órgano del cuerpo ejerce una función específica –pensar, digerir, caminar…– que participan en el fin más amplio del organismo, ¡vivir!). Esta visión orgánica, que otros autores prefieren calificar de “ecológica” o “ecosistémica” (en la medida en que existe la misma relación entre las diferentes especies animales y vegetales que coexisten en el seno de un mismo ecosistema), permite encontrar un equilibrio entre el individuo y el grupo, asegurar el respeto de las individualidades aun permitiendo su superación a través de un proyecto común que es el único que posibilita que los hombres adquieran su auténtica libertad dando un sentido a su vida. Es también, en este sentido, que el populismo se nos representa tanto como una aspiración a la dimensión comunitaria de la existencia como un reconocimiento de la igual dignidad de cada cual en su participación en la vida colectiva.
El populismo frente a las élites
El populismo, en fin, puede interpretarse también como una reacción de defensa del pueblo contra el desprecio absoluto del que es objeto por parte de esa oligarquía que le domina actualmente de forma escandalosa. Este desprecio surgido de la ideología tecnocrática que hace de los “expertos” los únicos cualificados para ejercer el poder –ideología dominante entre las élites intelectuales desde Platón, los filósofos de Las Luces (de Voltaire a Kant) y actualmente, de los Attali, Cohn-Bendit, Henri-Levy o Jean-Claude Junker…, esta “demofobia” (Arnaud Imatz) de las élites actuales ha tomado la forma de una diabolización de los movimientos protestatarios surgidos del pueblo (el populismo reemplazaría así a la derecha radical como chivo expiatorio y espantapájaros), seguida de una deslegitimación de toda opinión política que busque oponer el pueblo a las élites, a continuación, en fin, de una condena del pueblo en tanto que pueblo. El bucle se cierra hoy con la adhesión cada vez más masiva de las clases populares al Front National, lo cual permite a la élite “repudiar al pueblo con el pretexto de que piensa de forma malvada.
En este contexto, el populismo manifiesta la exigencia del pueblo de ser respetado como sujeto político capaz de decidir por sí mismo su destino. Esta es la razón también por la que, para Paul Piccone, “los populistas exigen que cada cual sea considerado como igualmente cualificado para participar en las decisiones que afectan a su vida”. Es una aspiración, finalmente, a reencontrar el sentido de la igualdad ciudadana y democrática de la Antigüedad, la “isonomía”, la afirmación de que “todos poseen los mismos títulos y legitimaciones para participar en la vida pública”. Esta aspiración reposa, en definitiva, sobre la convicción de que el pueblo está mejor dotado para decidir a favor del bien común que las élites, porque en su seno existen todavía esos valores de solidaridad y reciprocidad que se hacen cada vez más raros a medida que nos elevamos en la jerarquía social. Hay así una consonancia entre el populismo y la vieja idea anarquista según la cual el poder y la riqueza corrompen y destruyen en nosotros toda posibilidad psicológica de solidaridad, de sociabilidad y de moralidad (el anarquismo “no rechaza el orden, sino el poder”, decía Proudhon); con la convicción de Orwell de que “las clases populares estarían más espontáneamente inclinadas a la ayuda mutua, a la generosidad, a la reciprocidad, a la solidaridad colectiva”. En última instancia, el populismo “designa una confianza en el pueblo” por adoptar la bella fórmula del historiador Michel Winock: el optimismo de los que pensamos que las cosas irían mejor si dejásemos a la gente decidir por ellos mismos lo que es bueno y lo que es malo para ellos…
El populismo es socializante
El gran mérito de Alain de Benoist (aunque precedido por su adelantado discípulo Thibault Isabel) es también, como hemos señalado, recordarnos que el actual populismo se inscribe en la continuidad de una larga tradición de movimientos populares que, si bien con formas e ideologías diferentes, pertenecían todos ellos a la misma idea de revuelta: revuelta contra la industrialización capitalista, el individualismo liberal, la mercantilización de las relaciones humanas, la tecnocracia, la financiarización del mundo, el inmoralismo de las élites, la destrucción de las tradiciones y de los valores populares. Revuelta que encontramos también en los “canuts” franceses y en los “luddits” ingleses; en los movimientos populistas rurales rusos (narodniki, de narod, pueblo) y en los “grangers” norteamericanos de finales del siglo XIX, igual que en el sindicalismo revolucionario italo-francés; en el “llamamiento al pueblo” del bonapartismo, del boulangismo o del gaullismo (del que Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon no son sino sus continuadores), como en los movimientos populistas hispanoamericanos del siglo XX (cardenismo en México, peronismo en Argentina, chavismo bolivariano en Venezuela, castrismo en Cuba, etc.).
Y tantas otras corrientes que podríamos, con Jean-Claude Michéa, reagrupar bajo la etiqueta de “socialista” –no del socialismo marxista-leninista, ni tampoco de la izquierda actual, sino el de Robert Owen y Pierre Leroux– que fundamenta en oposición al individualismo alienante de la modernidad, ya sea aquel anarquista, de Proudhon a Bakunin, o revolucionario y libertario, de Georges Sorel a Edouard Berth; ese socialismo que Marx calificaba de “utópico” en “La ideología alemana” porque estaba comprometido tanto con la emancipación de los hombres como con la conservación de las condiciones de vida comunitaria tradicionales que constituyen su necesaria base. Un socialismo de los orígenes desde entonces olvidado, pero del que podemos encontrar su espíritu en intelectuales como Péguy, Chesterton, Gramsci, Orwell, Camus, Pasolini, Mauss, Lasch, Clouscard, Baudrillard, Castoriadis y Debord, pero también, más actualmente, en Latouche, Sapir, Michéa y Caillé… Un socialismo fundado sobre la dignidad del pueblo y del “hombre ordinario” que todavía podemos encontrar en la sensibilidad de artistas como Jacques London, Georges Brassens, Léo Mallet o Ken Loach…
Un socialismo que, de alguna manera, encuentre sus profundas raíces en la tradición antigua, particularmente viva en autores como Proudhon, Sorel o el joven Marx. Una tradición que incluso se podría calificar, más generalmente, de “pagana” y que englobaría, no solamente la antigüedad grecolatina, sino también las culturas orientales (hinduistas, budistas, taoistas). Todos aquellos pensamientos que, como ha demostrado en tantas ocasiones Alain de Benoist, comparten un mismo proyecto de dimensión trascendente por oposición a los dualismos platónico y judeocristiano que los suplantaron en Occidente. La ideología liberal moderna, a la cual se opone radicalmente el populismo, se inscribe en la herencia de este pensamiento dualista, del que ella toma, bajo una forma profana, sus grandes principios: la creencia en un “bien” universal y absoluto (los “derechos humanos” juegan hoy el papel de las “tablas de la ley” bíblicas), el elitismo oligárquico y el desprecio del pueblo (sólo una pequeña élite de filósofos, profetas y teólogos tienen acceso a ese conocimiento metafísico), pero también el mito de la “ilimitación” (la “fe” no puede estar limitada por las restricciones de la “materia”, del mismo modo que el “progreso” no puede conocer ningún limite material o ecológico), o incluso la incapacidad para pensar dialécticamente el equilibrio del individuo y la comunidad (el individuo estaría solo frente al Mercado como lo está ante el Dios único).. Es por ello que Benoist denuncia el “esquema maniqueo” de una modernidad modelada por el “dualismo cristiano y cartesiano” (y, por tanto, platónico) que ha perdido de vista el “viejo principio de identidad y complementariedad de los contrarios” –equilibrio de los heraclitianos antagonismos que permiten especialmente pensar la “eterna dialéctica de lo uno y de lo múltiple, de lo universal y de lo particular” sin la cual es imposible conciliar armoniosamente el individuo y la comunidad.
El populismo podría, por tanto, testimoniar el regreso a la superficie de un viejo fondo antropológico pagano que ha permanecido vivo en el seno del pueblo pese al triunfo del cristianismo, la modernidad y los derechos humanos. Encontramos, en efecto, en el populismo, bajo la pluma de Alain de Benoist, buen número de facetas prestadas del paganismo, comenzando por el sentido del límite y del honor (la desmesura era la fuente principal de indignidad entre los antiguos griegos), el no-dualismo y el equilibrio de los antagonismos (que permite, en particular, superar las individualidades en la comunidad sin por ello renegar de las identidades particulares), o incluso la relatividad de los valores que surgen del pueblo a lo largo de la historia (es decir, el reconocimiento del pueblo y de sus tradiciones como fundamentos de la moral y de la política, en cada momento). Habría, por tanto, una dimensión universal e intemporal en esta aspiración popular a la dignidad y a la autonomía –aspiración que ciertamente puede criticarse o lamentarse por las formas políticas en las que hoy se manifiesta, a falta de otros medios, pero de la que no puede negarse la legitimidad y la necesidad en un mundo moderno que está condenado a su perdición.
El populismo, porque escapa a todos los análisis binarios y dualistas, permanece ampliamente incomprendido por la élite dirigente y mediática actual. Aspira, en efecto y al mismo tiempo, a menos democracia representativa y menos política liberal, y a más democracia y más política en el sentido antiguo de participación en la adopción de las decisiones colectivas, a una forma de progreso social que renuncia a las aspiraciones emancipatorias de la modernidad, conjuntamente con un conservatismo societal alineado con la preservación de los “fundamentos antropológicos” comunes que constituyen su base indispensable. El populismo es de naturaleza política, cultural, económica, antropológica y ecológica. Es un movimiento de fondo que reclama un nuevo Ágora donde tomar la palabra.