Título: “Morfina. Anatomía de una generación sedada”
Autor: Galo Abrain
Galo Abrain (Zaragoza, 1995) es escritor y periodista. Colabora en publicaciones como El País Retina, El Confidencial, Rockdelux y The Objective. Sus opiniones, críticas con los consensos de la corrección política, cabalgan sobre una prosa impetuosa que ha sido calificada de hiperrealismo sucio. En estas páginas conversamos al respecto de su libro Morfina. Anatomía de una generación sedada (Rosamerón, 2023). Un histriónico debut literario en el que se abordan las miserias de una juventud que se prolonga indefinidamente.
Tu narración, que cimbrea entre la crónica autobiográfica y el ensayo gamberro, atraviesa la escenografía en la que los jóvenes urbanitas, y no tan jóvenes, protagonizamos nuestras vidas, a veces con euforia desmedida, a veces con frustración, desazón e incluso depresión. El subtítulo de la obra refiere a “una generación sedada”, y la pregunta es obligada: ¿Somos nosotros quienes buscamos opiáceos ideológicos para sobrellevar esta sociedad cabrona o, por el contrario, es la sociedad la que nos suministra ilusiones, delirios… para mantenernos aplacados?
Pocas cosas han cambiado desde que los negocios de lo divino comenzaron a repartir pildoritas de satisfacción metafísica. Una vez consumidas las primeras dosis, y a tenor del bienestar que proporcionaban, los narcotraficantes del pensamiento mágico ya no tuvieron que esforzarse demasiado por insistir a las masas en que los creyeran. Simplemente, se esforzaron porque la bicicleta siguiese yendo cuesta abajo mientras ellos llenaban a reventar sus bolsillos de poder (dinero o influencia, entiéndase). Los opiáceos ideológicos de hoy son replicantes de los opiáceos religiosos de ayer.
Se nos brindan cientos de excusas para el letargo mental con palanganas masivas de ocio que han terminado dando la razón a Neil Postman: nos divertiremos hasta morir. Tenemos todo el bazar de opciones para volvernos tarumba en la indecisión, perdiendo así el tiempo autodiagnosticando nuestros gustos efímeros, en vez de darle un par de vueltas a las razones de tanta oferta. Johann Hari la clavó hace un par de años en su ensayo El valor de la atención. Estamos deshaciéndonos de nuestro don más prístino. De aquel que nos salvó de la condición de primates: la capacidad de atención, de la que se derivan la creatividad y el ingenio. Dos factores maestros si hablamos de individuos libres y con sentido crítico.
En consecuencia, la respuesta son dos síes. Buscamos las pildoritas de gustera instantánea, como ratas en un laboratorio que se regalan calambrazos contra el aburrimiento, y la sociedad, o mejor dicho el mercado, nos las proporciona encantado porque ese es su leitmotiv. Ganar, cueste lo que cueste. Me gustaría alejarme de conspiranoias Illuminati-masónicas. Me cuesta creer que toda la sedación actual fuera una estrategia premeditada. Ahora, que por su beneficio el sistema esté dispuesto a dejarnos colgados como liendres, ofreciéndonos innumerables folletos sobre como debemos vivir y qué debemos hacer, sin cuestionarlos porque todos leemos los mismos, que dijo una vez Antonio Gala, seguramente. El fetichismo de las redes sociales da fe de ello.
Tengo la sensación de que al examinar los fenómenos a veces somos demasiado raudos al descartar una posible “estrategia premeditada”. Quizá, para alejarnos de las explicaciones omnicomprensivas propias de un desarrollo primario de la cultura humana, solemos pendular demasiado hacia el lado opuesto, y enfatizamos causas aleatorias e imponderables. Y así acabamos resolviendo que la sociedad se mueve únicamente por inercias. Y la fuerza inicial de su dinámica sería el beneficio económico. La pasta, la guita, las pelas. O quizá aquello de lo que nos alejamos no es tanto de las explicaciones simplonas o reduccionistas, sino de quienes suelen creer en ellas. Porque, a diferencia del populacho al que le tranquilizaría la conciencia pensar que existe un orden premeditado o una razón esotérica, nosotros, quienes hemos ido a la universidad, agraciados por la duda científica, nos vanagloriamos de nuestro descreimiento con respecto a explicaciones trascendentales, y si de interrogarnos al respecto de la juventud narcotizada se trata, acudimos a eso tan prosaico como son las fuerzas impersonales del mercado.
Pienso en la metáfora del camino de setas. Una zona determinada del bosque se presta a tener los mejores hongos basidiocarpos. Un dominguero se lanza a la aventura, y recorre un determinado camino. La vez siguiente, otro par de domingueros siguen los pasos del anterior. Así, poco a poco, siguiéndose unos a otros, el sendero termina claramente dibujado y perfilado a base de pisotones. ¿Podemos decir que se trate de un camino directamente premeditado? ¿Que existía, desde el principio, una clara intención de alumbrar el sendero? El personal quería ir a por setas y de ese impulso, de semejante propósito, se creó una forma más cómoda de alcanzarlo.
No existen dioses malvados, pero tampoco rufianes con poder confabulando en una habitación oscura. Por supuesto que el camello de la esquina no tiene otro propósito que cobrarse la pasta. Sin embargo, si nos ubicamos en otras esferas, si nos alejamos del mercadeo mundano de la calle, ¿seguro que no hay planes intencionalmente delineados? En otras palabras, ¿podría el mercado configurarse con fines extraeconómicos? Por ejemplo, estoy pensando en Yuval Noah Harari cuando expresó que se necesita una combinación de drogas y juegos de ordenador para tener ocupada y contenta a la gente inútil. Y este tipo no es un don nadie, sino un invitado recurrente en el Foro de Davos.
Houellebecq escribe que el capitalismo es el sistema perfecto para el ser humano porque es el que más comparte sus corrupciones y perversidades. Con el fin primario del beneficio ombliguista, el mercado se ha adaptado a los avances tecnológicos (esto va desde la revolución industrial a internet) y quienes se han prometido a sí mismos llevar las riendas del dinero han estado dispuestos a todo por conseguirlo. Poco a poco, han ido pisoteando algunos senderos, como la alienación (laboral u ociosa, en la que no tocamos pie, últimamente) con el fin de llenar a rebosar la cesta. ¿Son las drogas o los ordenadores productos ideados, germinalmente, para mantener a la población cretinizada hasta la cataplasma mental? No. Pero quienes rastrean las corrupciones emergentes para acumular capital han sabido aprovechar ambas para lograrlo.
Con esto voy a que no debemos confiar en aquelarres omniscientes imprimiendo su ingeniería social en el globo, con una narrativa como el telar del destino de las Moiras. Más bien en un colectivo, en una hidra diseminada por el mundo, a la que no le importa aplastar todas las margaritas necesarias con tal de hincharse a robellones. Y, para hacerlo, recorrerán senderos ya edificados por el tránsito, o encontrarán otros nuevos, que pronto serán visitados por los de su ambiciosa calaña. Pero la perversión no está en el camino de setas, sino en el impulso de dejar el bosque peleado de ellas a toda costa.
Pues bien, los dos sedantes a los que refiere Harari están presentes en tu libro: el uso de las drogas sintéticas como forma de evasión mental, y también hablas del potencial alienante de la tecnología con fines recreativos. Y, ya que antes referiste al “fetichismo de las redes sociales”, ¿por qué no seguimos por ahí? Las redes sociales dispersan tanto nuestra atención que acaban por pulverizar nuestra capacidad de concentrarnos…
Dudo mucho que Zuckerberg, con esa facha de tardo-adolescente, de chochón virgen albino, se propusiera desencadenar la revolución social que ha cabalgado desde que ideo Facebook. Pero la inercia de sus logros lo ha elevado a esa peligrosa condición mesiánica que vemos en los grandes tecnólogos del siglo XXI (Musk, Jobs, etc.). Y, una vez en ese olimpo, no le ha temblado la mano a la hora de explotar las consecuencias más terribles de su invento –de las que es plenamente consciente– con tal de mantener el control. La erótica del poder es una expresión muy débil si aspiramos a explicar la orgiástica necesidad de dominio que alcanzan estos marrajos. De ahí que, aunque quienes están a los mandos de la maquinaria sepan perfectamente que su producto multiplica la cosificación corporal, engorda la depresión y el suicidio adolescente y, por supuesto, mutila sádicamente los niveles de atención, sentido común, intimidad y capacidad reflexiva de sus usuarios, se la sude si gracias a ello siguen haciendo caja.
Hace no mucho hablé de cual sería mi Réquiem por un mundo sin redes en una columna. Lo que perderíamos. Lo que ganaríamos. El sentimiento de satisfacción al respecto es subjetivo. Mi pre-conclusión impepinable es que, de una forma u otra, las redes hubieran acabado por asomar. Yo las comparo con Modernidad y Holocausto, de Bauman. Para él, el Holocausto es la consecuencia de una serie de dinámicas que se estaban dando a razón del estreno de la modernidad. La consagración de la posmodernidad, dio como resultado el exhibicionismo abstractivo de las redes sociales.
Ya en 1968 Andy Warhol auguró que, en el futuro, todas las personas seríamos famosas durante 15 minutos. Y la clavó. Hoy en día cualquier mentecato puede obtener fama mediante un logro de chichinabo o una simple barrabasada… siempre que la cámara dé cuenta de ello. Mientras que lo verdaderamente heroico, épico o legendario se descomponen en esa morgue donde se acumula nuestro pasado civilizatorio, una flatulencia desafortunada se viraliza por internet, un pezón aireado catapulta a la celebridad, y un gol de rabona se vuelve histórico. Y sí, que la fama esté desustancializada significa que sea perecedera. Ahora bien, ¿qué tipo de fama es esta que implica estar 15 minutos en el candelero, ser tendencia social durante un par de días? ¿Y qué consecuencias psicosociales acarrea?
Es una fama sin éxito. Lo tildaría de descarga de atención. Como dices, que mequetrefes con sesos de cataplasma meneen su idiocia; descreídos, frívolos, haciendo gala de un patetismo brutal frente a millones de alelados, es algo insustancial. Superfluo. Líquido, para darle salida al término que no puede faltar. Insoportablemente leve, guiñándole a Kundera. Pero es una descarga de atención tan accesible, tan al alcance de todos, tan cercana, que empuja a todo el mundo a babear por ella. Es como si la lotería multiplicara por mil su porcentaje de números acertados. ¿Quién no querría jugar? En cuanto a las consecuencias, volvería a la pérdida masiva de concentración. De ella se derivan la superficialidad en las ideas y los cuerpos, las carencias afectivas, las depresiones, al igual que el reaccionarismo, ojo, siempre cimentado en la simplicidad y muy práctico para mentes literales.
La fama social es fungible, los bienes de consumo en seguida se vuelven obsoletos… y otro tanto ocurre con las relaciones sexoafectivas (muchas no alcanzan a relaciones sentimentales). Antes referías al “exhibicionismo abstractivo” de las redes sociales; y si hay un espacio donde cada cual se exhibe cual maniquí en escaparate, ese es Tinder (o Grindr en su versión gay): el mercado de una carne humana tanto más codiciada cuanto más húmedos nos pone (un “chad” buenorro, un hombre alfa musculado, o una hermosura de sensuales curvas, o no tan bonita pero necesaria para calmar hormonas alborotadas). No obstante… ¿Y si no es sexo lo que se busca, sino olvidarse a sí mismo o a sí misma, ocultar las soledades e inseguridades de cada cual, por medio de un cuerpo ajeno?
Una buena parte de las personas escoge antes a sus parejas por el capital de atractivo que les aporta de cara a los demás, que por la pasión que les despierta. Es más relevante cómo luce una persona del brazo, que si nos agita las hormonas y nos pone el corazón y la entrepierna como una moto. La chifladura viene de cómo podemos estar tan adoctrinados por la mueca ajena como para poner en peligro nuestro deseo, sólo porque no se homologue al de los demás. Pero así. Ese es un hecho muy atávico que tiene que ver con la naturaleza gregaria que arrastramos. La novedad reside en hasta qué punto la exhibición de nuestra compañía se ha dilatado. Cómo de grave es la impresión, en cuanto a densidad y número. Hacemos de las parejas un comodín de bienestar, o duda, y eso enloquece a cualquiera. Yo mismo lo hice, y en la novela retrato ejemplos. Algunos muy quiméricos si nos ponemos bien-pensantes. Pero mi rollo nunca ha sido escurrir el bulto.
En efecto, en el libro relatas tus experiencias de forma descarnadamente honesta. Déjame preguntarte: ¿Crees que modas como las relaciones abiertas o el poliamor serían posibles sin estas aplicaciones de citas?
Sin duda. La poliandria y la poliginia son viejas como la propia civilización. Hay auténticas bizarradas relacionales documentadas en distintos grupos culturales. Claude Lévi-Strauss se pasó la vida escribiendo de ello. Algunas, incluso, toleran el incesto, supuestamente la frontera más férrea y común en cualquier comunidad humana. Ahora, que la técnica ha duplicado las oportunidades y las tentaciones en Occidente para caer en esta nueva ligereza de cascos organizada, también sin duda. Es el principio básico de la tecnología: facilitar y abrir nuevos horizontes de conquista. Lo cual, claro, no quiere decir que sean horizontes deseables. Labatut lo ha hecho divinamente con Maniac y Un verdor terrible tratando esta atropellada relación entre genialidad y delirio, entre progreso y deshumanización. Las aplicaciones de citas han facilitado algunos parámetros de interacción, al tiempo que han abierto la caja de los truenos del supermercado corporal, del colmado humano, que sube un escalón más en el turbocapitalimo consumista que nos arropa.
¿Será que el mercado sexual plenamente liberalizado genera una concentración de las relaciones sexuales? Así como en un supermercado convencional de tanto capital económico dispones tanto puedes comprar, en el supermercado corporal de tanto capital erótico dispones tanto puedes follar. El matrimonio monógamo se está esfumando, una institución que, por fas o por nefas, actuaba como mecanismo regulador de las parejas sexuales: sobre el papel distribuía equitativamente las relaciones legítimas. Ahora el ganador se lo queda todo.
Houellebecq ha ligado esta deriva, desde su primera novela, con Mayo del 68 y el liberalismo sexual. En su caso diría que se debe a una deuda, un tanto vengativa, sonadamente rencorosa, con sus insatisfacciones sexuales. Pero acierta en que una de las consecuencias de esta barra libre de la sexualidad ha derivado en un culto fluido y sustitutivo al capital erótico y económico, que culmina en el elogio de la soltería. Siento insistir tanto en él autor francés, pero en estos temas homologo mucho mi visión a la suya. Al fin y al cabo, de lo que se come se cría y no me pretendo adanista en mis ideas. Casi todas son hurtos reacondicionados. Volviendo al asunto, los individuos solitarios son sujetos mucho más beneficiosos de cara al consumo. A falta de los placeres emocionales de la familia, que cimentan sentimientos muy poderosos de realización, las personas carentes de esos lazos buscan culminar el deseo comprando, tirando y volviendo a comprar. Actualizando lo poseído. El deseo no tiene objeto, que dice Lacan, y sin el peso de algo tan perenne como la familia (con sus despechos y decepciones, claro) la búsqueda de la satisfacción es más mecánica, fútil y continuada.
El reverso de esta situación, la distribución inequitativa de las relaciones sexuales, son los “incels”, un acrónimo inglés que refiere al celibato involuntario. Hombres que quisieran relaciones sexuales, pero no pueden tenerlas. Es un fenómeno en auge, y como tantos otros procede del mundo estadounidense. Se habla ya de la “comunidad incel”, una subcultura social con determinadas inclinaciones políticas…
Si se nos taladra incesantemente con el triunfo como leitmotiv existencial, y se relaciona la conquista sexual con esa idea de éxito, está claro que la reacción de quienes sufren carencias relacionales no va a ser replantearse el sistema. Eso exige perspectiva y una jardinería del pensamiento capaz de llegar a la raíz. La respuesta a esto es encabritarse contra el supuesto juez y verdugo de la decepción: las mujeres. Es irónico como en un momento de la historia en que la responsabilidad individual está a la orden del día para hablar de losers económicos, haya emergido un movimiento que se desentiende de su parte de culpa (si bien, creo, no son más que otra víctima de la jodienda, salvo que radicalmente desenfocadas) y vuelca su frustración en su objeto de deseo. Quizás, todo devenga de lo mismo. Yo, yo, y más yo, que soy divino y la halitosis me huele a mentol, no puedo ser la razón de mi desgracia. Son esas malas putas, que no saben lo que quieren. Al final, es otra forma de autosatisfacción ciega, siempre egoísta, habitualmente cruel, que busca culpables palpables y señalables a problemas con muchas más aristas. Con semejantes anteojeras, lo suyo es que ese colectivo se deje arrastrar por ideales que les den respuestas fáciles a problemas complejos.
Pasemos de la derecha sociológica, cada vez más asociada a los varones, a la izquierda sociológica, preponderante entre las mujeres. En tu libro hablas de Lola, una cuarentona cuyo anhelo de “liberación la había empujado por una vertiginosa catarata de nihilismo sentimental y ya era demasiado tarde para salir de ella airosa”. ¿Es la nuestra una época en la que vicios como el individualismo, el narcisismo, el culto al cuerpo o la aprensión al compromiso son travestidos de virtudes como el empoderamiento sexual o la liberación de la mujer?
Quede claro que lo que cuento de Lola es verídico. No es una invención fantasiosa con la que aglutinar nada que su propia persona no despachara. Lola era una mujer fantástica con todos los dotes necesarios para encontrar satisfacción en su vida. El gran problema es que se había enfocado sobremanera en hechos transitorios como la belleza o la juventud. Su sensación de atractivo era la cesta en la que había depositado sus esperanzas vitales y, parece mentira, todavía nos resistimos a aceptar que la arruga es una amante posesiva llegada cierta edad. Que la carne va pidiendo tierra. Pero es una consecuencia de haber superficializado nuestra mirada. De relegar la mente a un segundo plano. Lola había caído en la trampa y lo estaba pagando con dosis descontroladas de una soledad no deseada. Una soledad que, encima, ella había, como dices, revindicado. Abrazado en tanto que principio. Sin darse cuenta de que era sólo un valor. Una acción que había pasado de fluctuar en positivo cuando contaba con ese atractivo, con esa herramienta de autoestima en la que se refugiaba y que, poco a poco, estaba empezando a fluctuar en negativo. El valor de la soledad empezaba a no ser un deseo inspirado por los esquemas de la liberación, sino una carga. Esto no quiere decir que no haya mujeres y hombres altamente predispuestos para el envejecimiento atómico y satisfechamente solitario. Pero, en el caso de Lola, en el de quien se ha desentendido de los placeres de cultivar la mente, para obsesionarse con los del cuerpo, incapaz de frenar la demacración de la piel y la flacidez de los músculos, la desembocadura dista de ser igual de bienhallada. Con esto quiero decir que, virtud o monserga, el tiempo lo absorbe todo. No se puede pelear contra el tiempo, aunque este sea el nuevo campo de entrenamiento de los tecnólogos multimillonarios pirados del planeta.
Detengámonos en lo que acabas de decir: “No se puede pelear contra el tiempo”. Sin embargo, la sociedad de mercado promueve la creencia de que el tiempo de la juventud se ha instalado definitivamente en nuestras vidas: ya no avanzamos a lo largo de diferentes etapas vitales, sino que vivimos en una juventud sempiterna. Además de negar el envejecimiento biológico mediante tratamientos de belleza, operaciones estéticas, obsesiones dietéticas y estajanovismo de gimnasio, nuestros patrones de conducta y pautas de consumo se pretenden incandescentes. Dicho esto…, ¿Cuánto de ideología hay en la decisión de cada vez más personas de no tener nunca hijos? ¿Quién va a renunciar a una juventud sin responsabilidades?
Quienes tengan los recursos podrán no renunciar a la juventud. Las divisiones en el poder adquisitivo han marcado siempre la esperanza y la calidad de vida. Hoy, que hemos alcanzado niveles más o menos igualitarios de esperanza de vida gracias a la sociedad del bienestar, avanzamos hacia una segmentación estética brutal. Y fíjate en las operaciones estéticas de muchas celebridades, como Madona o Erin Moriarty. Parecen haber pasado por el mismo carnicero de la naturalidad. Es como si se estuviera creando un nuevo modelo estético que acabaremos relacionando, directamente, con el estatus. Todavía lo vemos y creemos que es un picahielos en los ojos, tanto plástico en los pómulos y los labios como si los hubiera picoteado un abejonejo, pero tiempo al tiempo.
Y, respecto a la procreación, diría que no es ideología de lo que hablamos. La ideología requiere de una interpretación reglada de la realidad, y tiende a buscar movimientos populares en esa dirección. Los antinatalistas sí serían un grupo ideológico. Pero, a la hora de la verdad, son mínimos. La mayoría de las personas deciden no tener hijos por cuestiones mucho más ligadas con el ombliguismo, la libertad de movimiento y la baja responsabilidad. Estamos dejando cada vez más a un lado el concepto de sacrificio. Y es que, claro, tenemos la suerte de haber progresado hasta dejar muchos sacrificios inútiles y crueles por el camino. Pero, quizás, en ese proceso, hemos perdido también otros sacrificios que nos humanizaban. La paternidad exige mucho sacrificio y hay quienes ven esa deuda poco rentable.
Tampoco podemos obviar las dificultades materiales. Y aquí está otro de los engaños de creernos poseedores del elixir de la eterna juventud: cualquier empleo es como si fuera el primer empleo. Un salario de aprendiz o principiante, acorde a tu juventud. ¡No te quejes por tu precariedad, que aún eres joven! Siempre eres joven…
Es que el argumento de la juventud eterna es muy conveniente para la precariedad. Porque la juventud regla cualquier sobreesfuerzo bajo el prisma del aprendizaje y la capacidad. Si te flagelo con horarios intempestivos y salarios indignos, es porque también te estoy enseñando. Te estoy dando herramientas para que te enfrentes a la “selva”. Y habrá gente que esa selva, no sólo se la conozca, sino que ya sea Tarzán, pero cómo es “joven”, pues a pringar. Y, cuidado, que ahora empiezan a alcanzar la edad de jubilación la generación del baby boom. Esto va a desestabilizar muchísimo las cosas. Ya lo estamos viendo. La juventud ha pasado de ser una primavera de la emoción a una ciénaga de dudas y frustración. Lo que no deja de ser paradójico, porque cada vez alargamos más su duración.
Para finalizar… Hemos dicho que en las redes sociales no pocos usuarios se dedican a hacer sonar las tablillas de San Lázaro, mendigando un poco de atención. Son muchas las formas de darse pisto o mostrarse de relumbrón. ¡Y no sólo en internet! Vivimos en una sociedad donde cada cual busca un broche de distinción. Vistiendo garambainas, rotulando su piel… Pero hay una extraña forma de “ser especial” que está teniendo amplio predicamento social: ser víctima. Ahí está esa recua de jóvenes presentándose impulsivamente como víctimas: Tengo tal o cual trastorno emocional o desorden existencial, soy miembro de un colectivo históricamente discriminado, mi cuerpo no es normativo, mi sexualidad no tiene suficiente reconocimiento mediático, formo parte de una minoría cultural… ¿Por qué la víctima se convierte en una identidad que ensalza, que le otorga al individuo mayor consideración moral?
La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Y para mí existe una razón muy simple; su prosopopeya ensalza a los poderosos depilándoles la culpa. Alimenta identidades falsas que rinden servicio al ego. Enorgullece la impotencia para así esconder el resentimiento coronado de lo imaginario. Y, por si fuera poco, define a las personas por lo que padecen y no por lo que hacen. Un puntazo, en mi opinión, para quien desee revolcarse en el puritanismo de sus ideas, sin que nadie le lleve la contraria. Es caciquismo argumentativo. Derecho de pernada sobre cualquier pensamiento. Recuerdo a Guillermo del Valle, en un programa de Playz, preguntando a una contertulia si él no podía hablar de la población negra por ser blanco, a lo que ella respondió afirmativamente: si no eres negro no puedes mencionar a los negros. Guillermo, claro, alucinó, porque no hay nada menos civilizado, ni democrático, que restringir el debate. Esta necesidad de sentirse único e incuestionado por una característica, y no por las acciones emprendidas, es algo muy propio de la batalla cultural actual. Nace de la pereza y de la inquebrantable necesidad de tener razón. De competir en las ideas intentando desarmar al contrario, en vez de llegar a puntos comunes. Eso y, por descontado, de encontrar una justificación incluso a los peores actos, refugiándose en la legitimidad del revanchismo.
Sobre charcas de agua mugrienta saltamos, y ni cuenta de ello nos damos. Podríamos seguir conversando, pero ya es momento de dejarlo. Muchas gracias, Galo.