En el que puede llamarse “problema nacional” de España, es decir, el problema de la articulación del poder político y la determinación de las instancias territoriales en las que ha de residir, ha ocupado desde antiguo un papel de primer orden la cuestión del derecho civil. De hecho, como se verá, el origen del nacionalismo catalán, sin el que el problema político-territorial no existiría , está en la defensa de ciertas instituciones jurídicas propias o diferenciadas respecto del derecho castellano con ocasión de la unificación jurídico-civil pretendida por el Proyecto de Código Civil de 1851.
Como señala Arias Maldonado¹, constituye una paradoja de la democracia el hecho de que a la misma democracia le resulte imposible fundarse en ella misma democráticamente, ya que no puede definir el espacio en el que va a operar y depende para ello de ideas como “la nación”. Basta efectivamente con escuchar a los próceres del soberanismo catalán, o a los que simplemente defienden la abstracta y aparentemente impecable y desapasionada idea del “derecho a decidir” para constatar que, inquiridos acerca del sujeto decidente, no pueden evitar remitirse últimamente a ideas de tipo cultural, a elementos conformadores de una comunidad diferenciada, y por lo tanto sujeto de carácter colectivo, como son la lengua, la “historia” o el derecho propio.
Parece por lo tanto que la conformación de una identidad colectiva, que permita a los individuos asumir su condición de miembros de un grupo diferenciado de otros , es presupuesto necesario de la afirmación de un derecho a conformarse como unidad político-territorial también diferenciada. La existencia de una identidad colectiva es en la mayoría de los casos el presupuesto de la identidad nacional, lo cual no quiere decir que una identidad colectiva deba transitar necesariamente hacia la identidad nacional o a la afirmación soberana. Una identidad colectiva puede mantenerse o ser creada aunque, por lo menos de inicio, no lleve aparejada una vindicación política. Aunque ciertamente la activación del pathos autoafirmativo será más fácil y la percepción de la comunidad como nación puede surgir casi de manera instantánea a poco que sea debidamente incitada.
Estas identidades colectivas son verdaderos constructos culturales, creaciones imputables a élites capaces de formular y extender un discurso. En la formación de las mismas hay siempre una intervención discrecional y aleatoria en la medida en que tales identidades se forman a posteriori sobre la base de datos previos seleccionados por las élites que están llamadas a definir el relato en que, en último término, consiste la identidad. Toda identidad efectivamente implica en último término una explicación de la realidad que un conjunto de individuos asumen como propia y determina su pertenencia al grupo en cuanto que asumen su condición de sujetos de ese grupo y participantes de su evolución. Esos elementos conformadores de la identidad son previos a la misma, ya sea porque existan desde antiguo y resulten de la propia trama social sea porque han sido directamente creados ad hoc , mediante maniobras de prestidigitación histórico-político-cultural, en lo que HOBSBAWN[2] llamó la invención de la tradición. Benedict Anderson[3], en una locución tan afortunada como repetida, se refiere a las naciones como “comunidades imaginadas”, lo que no debe entenderse como “imaginarias” o “no existentes” sino en el sentido de asunción mental de la existencia de elementos compartidos de los que resulta un destino común. Los elementos utilizados para la conformación de tales comunidades variados, y no siempre son los mismos en todos los casos. El mismo Anderson, especialista en el Lejano Oriente, pone de manifiesto como naciones e identidades nacionales forjadas en tiempos recientes se asentaron sobre elementos tan improbables como el mapa, el censo y el museo. Es decir, la agrupación de los individuos en categorías preestablecidas por las autoridades administrativas de los Imperios Coloniales, la publicación por doquier del mapa de la colonia, utilizado como logotipo, y la reunión por aquellas autoridades de obras de arte y otros restos arqueológicos o etnográficos hallados en los territorios de las colonias contribuyeron a formar la convicción de que, entre personas de lengua y religión distinta existía una comunidad de pasado y de destino.
El Derecho Civil es sin duda un elemento de extraordinaria aptitud para conformar una identidad colectiva en la medida en que, eso es indudable, tiene un marcado carácter idiosincrático y su proceso histórico de formación está íntimamente vinculado a la interacción social. El derecho civil, como seguro el anterior a la codificación, es de creación espontánea, con un fuerte componente consuetudinario, por lo que puede reclamar para si el ser fruto de la evolución histórica de la comunidad que habita el territorio en el que rige. Se concibe como expresión del modo de ser, de sentir , de una determinada colectividad. Del êthos (con acento circunflejo en la transliteración latina del término griego), de la costumbre, deviene, nos dijo Aristóteles, el éthos ( ahora con acento agudo), el modo de ser o el carácter.
La formalización intelectual de esta concepción del derecho como elemento inmanente a la esencia de un pueblo es debida fundamentalmente a Savigny, fundador o iniciador de la Escuela Histórica del Derecho. Inspirado entre otros por Hegel , y sobre todo por Herder, sostiene Savigny que el derecho es el fruto o producto de la evolución natural de la conciencia colectiva de un pueblo, es la emanación del espíritu del pueblo, el Volksgeist. Contextualizando estas afirmaciones, hay que ubicarlas en los albores del proceso de codificación. Savigny representa la resistencia a la codificación, y en suma a la concepción del derecho como una ordenación racional dirigida a la mejor articulación de las relaciones sociales a partir de la voluntad del legislador. Sus tesis son, en último término, profundamente conservadoras y apegadas al statu quo. Su rechazo a la codificación no lo es solo a la estatalización del derecho, sino también a los principios filosóficos de la ilustración. Es, por otra parte, una formulación extremadamente elitista, por cuanto encomienda la prospección del magma social dirigida a hallar lo que es el Derecho a las élites de educados juristas; a pesar de preconizar el origen popular del Derecho, la lectura e interpretación del Volksgeist se encomienda a la élite profesional de los académicos.
En la medida en que el propósito de este trabajo es analizar la relación entre derecho civil y nacionalismo, conviene un breve repaso a la formación histórica de lo que se ha venido en llamar “tradición jurídica catalana”, tomando el caso catalán como caso testigo, y máxima expresión de esa relación en nuestro país ( y posiblemente en toda Europa). Javier Tussel[4] advertía de cierta propensión en España a desenmascarar “tradiciones inventadas”. Hacía con ello referencia al conocido libro de Hobsbawn ( y otros) que analiza tradiciones aparentemente ancestrales y que en realidad son novísimas e inventadas. Decía el historiador español que había que poner algún límite a esa tendencia, en el entendido de que no todas las tradiciones nacionales ni todos los elementos conformantes de identidad son fruto de invenciones espurias o instrumentales. Nada que objetar a estas afirmaciones, desde luego, pero en este caso que nos ocupa si creo que puede procederse a ese análisis de la invención de una tradición que operaría como núcleo irradiador de un sistema jurídico completo y que, aparentemente, debe superponerse a las prescripciones constitucionales. completitud. ¿Es esto cierto?. No del todo. Desde las Cortes de 1599 solo es posible encontrar una Constitución referida a materia de Derecho Civil, la decimotercera de las Cortes de Barcelona de 1702, referida a los contratos de violaris. Dice PÉREZ COLLADOS[5] : podría decirse que el Decreto de Nueva Planta para Cataluña no hizo sino consolidar un proceso que venía desarrollándose durante todo el Siglo XVII en el Principado: el Derecho civil catalán evoluciona sobre una base normativa tradicional, a través de la jurisprudencia y el recurso a la doctrina jurídica extranjera. Parece que el efecto antes indicado, de supresión del derecho propio, o cuando menos, de colocación del mismo en situación agonizante para su lento fenecimiento no se produjo en realidad. El derecho catalán no se identificaba con el derecho legislado, era un derecho de creación social, nacido de la práctica, de la interacción de los individuos y perfilado en su constante aplicación. Es esta precisamente una de las notas diferenciadoras que a tal tradición atribuye Vallet de Goytisolo[6]: el origen consuetudinario del Derecho, y por tanto de creación espontánea. Durante las décadas posteriores, el derecho propio continuó desarrollándose de ese modo y siendo pacíficamente aplicado y conservado: la tradición jurídica catalana se refugió en la Universidad de Cervera, que a lo largo del Siglo XVIII, vino haciendo una interpretación particular de los planes de estudio de Campomanes que le permitió dar prevalencia al Derecho aplicable en Cataluña: el derecho propio y el ius commune.
La toma de conciencia de la propia singularidad jurídica no acontece sino a partir del Proyecto de Código Civil de 1851, de vocación claramente unificadora. La unificación jurídica propugnada por el Proyecto significaba el arrumbamiento de ciertas instituciones que se consideraban esenciales en la organización económica y social de Cataluña en favor de una ordenación de inspiración castellana y francesa. El Proyecto atacaba instituciones fundamentales del derecho catalán: la separación de bienes, la libertad de testar , la libertad patrimonial de la esposa y los censos enfitéuticos. Y esas instituciones vendrían a ser concreción de una determinada concepción social: a conservación de la unidad de la familia; de la autoridad del padre de familia y, por su falta de la viuda; el mantenimiento de la integridad del patrimonio familiar como axioma no solo sostenido por razones de eficiencia económica sino también por un arraigo sentimental vendrían a ser los valores éticos estructurales de la sociedad catalana de su tiempo, a los que el derecho propio respondía, de modo tal que la conservación de la sociedad en tales términos exigía la conservación de aquella ordenación. Desde otra perspectiva, empero, en el derecho se proyectaba una determinada ideología, conservadora, reaccionaria y contraria a los nuevos aires ilustrados. Reflejaba una concepción organicista de la sociedad, en la que la familia constituía la unidad básica, con una configuración patriarcal y autoritaria, frente a la díada estado-ciudadano alumbrada por los revolucionarios. Por ejemplo, escribía Catá de la Torre , aún en 1914, en un trabajo sobre el derecho consuetudinario catalán, que sería premiado por la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Barcelona[7]:
Consecuencia de nuestro estudio ha de ser el enaltecimiento de las ideas regionalistas, que tienden a restaurar el modo de ser de las comarcas y de las naciones, luchando a brazo partido con las tendencias cesaristas del igualitarismo revolucionario, engendrado por el renacimiento pagano
En cualquier caso la reacción contra el proyecto de Código Civil de 1851 fue esencialmente defensiva, y buscaba la garantía del mantenimiento de una serie de especialidades en un sistema, que fuera de ellas, se reconocía como relativamente homogéneo. Será en el periodo que va desde ese proyecto a la definitiva redacción del Código Civil español, en un plazo de algo más de treinta años, cuando se produce la conmixtión de las anteriores visiones con otras más exaltadas , chamánicas, culturalistas e identitarias. Conseguido el respeto a las instituciones propias en la Ley de Bases, los juristas catalanes, ya imbuidos de un espíritu propiamente nacionalista, al calor de las ideas de recuperación de la Renaixença, identifican al derecho catalán como una pieza esencial de la catalanidad, dando origen a un discurso que, como se ha visto, se mantiene hasta nuestros días. Papel protagonista correspondió a los abogados, y en menor medida a los Notarios, que abrazan entusiastamente las doctrinas de Savigny, que aportan un sustrato filosófico y teórico muy adecuado a las pretensiones de identidad y poder que aquellos pasan a sostener. Jacobson[8] y Harty[9] , aportan una explicación más terrestre, material o crematística, menos ideológica o utópica, de aquel entusiasmo en la afirmación del carácter nacional del derecho propio. La unificación del derecho civil determinaría que abogados de otras partes de España pudieran ejercer con soltura en Cataluña, en un momento de sobremasificación de las profesiones legales. Según la interpretación de esos autores, los juristas catalanes estaba interesados no tanto en el origen de la ley como en mantener su control sobre su ley[10], de modo que su presión por el mantenimiento del derecho civil catalán como diferenciado en la mayor medida posible del derecho del resto de España obedecería a la satisfacción de sus particulares intereses (quizá hablemos aquí del intento de una primitiva “captura del regulador”). Las doctrinas savignianas acerca del origen popular del derecho y del relevante papel que a los juristas habría de corresponder en el alumbramiento e interpretación de las normas tradicionales, eran sin duda convenientes a esas aspiraciones. Una coalición pues de utilidad práctica, determinismo cultural, vocación de poder e intereses particulares pone en pie al nacionalismo, que afirmará, treinta años después del proyecto de 1851 que el derecho catalán no puede reducirse a un apéndice de especialidades que dejara a salvo las instituciones más preciadas, a lo que había accedido el legislador en la Ley de Bases del Código Civil de 1885[11]. Aquí está el verdadero salto en el vacío: pasa a afirmarse que el derecho catalán era un todo íntegro y diferenciado respecto del castellano. Como antes comentaba, esta concepción el derecho catalán no está presente en la primera fase del conflicto. El derecho aplicable en Cataluña contenía instituciones peculiares que convivían con otras que eran también aplicadas en Castilla. Y aquellas instituciones propias subsistían intactas. El citado Memorial de Agravios de 1885, lo dice con claridad: nuestra legislación civil subsiste todavía. Pero en 1881, en la Conferencia de Jurisconsultos celebrada en la Universidad de Barcelona, con una sobredimensionada representación de abogados de Barcelona[12] en la que se discutía acerca de la propuesta del Gobierno (Alonso Martínez), que recogía a su vez las conclusiones de una Conferencia de Jurisconsultos españoles de 1863, y que básicamente implicaba afrontar la codificación con carácter general pero salvaguardando las especialidades forales mediante la redacción de apéndices al Código en los que las mismas se contuvieran. A pesar de las opiniones pragmáticas de algunos de los participantes, se impusieron las tesis culturalistas y extremas: el Derecho catalán era un todo integral y no podía aceptarse su reducción a un simple conjunto de especialidades.
La Ley de Bases y, después, el Código Civil , se aprobaron en aquellos términos, si bien, a pesar de varios intentos, nunca llegó a aprobarse el apéndice del Derecho Catalán ( ni ningún otro, salvo el del derecho aragonés en 1925). El Código pues respondió a las primeras y, aparentemente más sinceras, reclamaciones del protonacionalismo catalán, cuales eran la del mantenimiento de ciertas instituciones peculiares, y por añadidura, al supuesto espíritu social, espontáneo, popular, de dicho derecho de acuerdo con los postulados historicistas que constituían el sustrato dogmático de tal discurso. Además, el nacionalismo consiguió, con ocasión de la primera publicación del Código en la Gaceta de Madrid, lo que Narcís Verdaguer consideró la primera victoria del nacionalismo catalán. Efectivamente, la primera publicación del Código contenía una “trampa” por parte del codificador, una redacción del artículo 15 tendente a reducir la aplicabilidad de los derechos forales mediante la restricción del estatuto personal foral al caso de nacimiento en territorio foral de padre y madre de condición foral. Aunque hoy nos pueda parecer increíble, miles de personas protestaron en las calle contra esta previsión, debidamente incitadas por los dirigentes nacionalistas, no con base en argumentos técnico-jurídicos , sino antes bien en soflamas etnicistas o directamente racistas16. Pero también hilarantes, como un tal Llucià Ribera, editor del Diario de Barcelona, que venía a decir que las únicas beneficiarias del artículo 15 tal como estaba redactado serían las catalanas feas, que iban a tener más fácil encontrar marido, por cuanto solo una pasión amorosa desenfrenada iba a conducir a los galanes catalanes a casarse con una castellana. Porque, en la cosmovisón ya desaforada de estos próceres de la Renaixença, la aplicación de la ley castellana convertiría al probo, industrioso y honesto catalán en “pobre, vago y jactancioso como el castellano”. Tales protestas surtieron efecto y el legislador se volvió atrás, presentando una nueva redacción que se presentó como “corrección de errores” y que introducía criterios de residencia así como salvaguardaba la suficiencia del ius sanguinis, sin adicionar el ius soli como condición de la catalanidad[13].
Así las cosas, tras la codificación el derecho catalán continuó su curso, con arreglo a su peculiar estructura genética. Nada ni nadie impidió por tanto que la tradicional sociedad catalana, según la visión de sentido de los historicistas, siguiera su evolución. Y así se llegó a 1960, cuando , por diversas razones que no vienen al caso por no extenderme demasiado en este punto, el régimen franquista accedió finalmente a la formulación de un texto legal articulado en el que se recogieron las instituciones vivas y vigentes, y aún algunas que languidecían moribundas. Se da además una curiosa coincidencia temporal: la Compilación se aprueba el mismo día que la Ley de Propiedad Horizontal, lo que resulta especialmente simbólico. La positivización de una normativa tradicional , vinculada a un modelo de sociedad agraria, de base corporativa se produce a la vez que la configuración de un tipo de propiedad que, como ninguna otra representa el tránsito a la sociedad urbana, industrial y fundamentalmente individualista. Y demuestra que lo que quiera que fuese la tradición jurídica catalana había dejado de ser la representación de una sociedad, de un modo de vivir propio y peculiar.
¿Qué vigencia tienen estas ideas de identificación del derecho civil propio con una suerte de espíritu colectivo que reclama para si una posición política diferenciada?
Al menos nominalmente , las proclamas savignianas siguen siendo utilizadas. Baste ver las manifestaciones carpetovetónicas contenidas por lo general en las Exposiciones de Motivos de los Estatutos de Autonomía , aunque me limito aquí a transcribir un párrafo, suficientemente ilustrativo, de la Exposición de Motivos de la Compilación catalana de 1984 que dice:
El derecho civil representa, junto con la lengua, uno de los más importantes productos del pueblo catalán, uno de los principales exponentes de su identidad como pueblo y uno de los puntos de referencia esenciales para la identificación de Cataluña como producto de un específico proceso histórico.
El propósito político del mantenimiento en nuestros tiempos de estas doctrinas de tinte irracional es claro: agregar un elemento más a la construcción de su identidad colectiva o nacional, de modo que logren apropiarse de un hecho diferencial que les permita, bien un trato cualitativamente diferente a la de otras Comunidades Autónomas, si es posible en un marco de bilateralidad, o, yendo más allá, consolide la concepción propia como grupo diferenciado y, por tano, dotado de derechos distintivos que justifiquen pretensiones secesionistas. Se trata de la búsqueda, localización y apropiación de cuantos elementos culturales o identitarios sea posible para poder afirmar la condición de nación, de lo que luego derivar , en una aparente relación de necesidad, la ostentación de un poder soberano originario, no sujeto a las estructuras constitucionales.
¿Y tienen estos propósitos cabida en nuestro Ordenamiento?
La cuestión se ha abordado desde el punto de vista de la determinación del sentido, alcance y eficacia de los llamados derechos históricos, una pretendida realidad político-jurídica no conceptuada normativamente y sobre la cual se ha intentado reiteradamente fundar constitucionalmente una diferencia de trato entre los territorios españoles.
Lo que los derechos históricos sean es algo que el constituyente no quiso explicitar, limitándose a afirmar en la Disposición Adicional Primera que la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales. La actualización general de dicho régimen foral se llevará a cabo, en su caso, en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía. Herrero de Miñón[14], el más citado de los apologetas de los derechos históricos como una realidad dotada de su propio significado y sentido y partidario de su entendimiento como algo sustantivo y diferente de una mera solución ambigua de compromiso con la especial situación social y política del periodo constituyente, denuncia efectivamente en lo que constituyó su discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, pronunciado en 1991, que el constituyente no tenía una noción clara de a qué se estaba refiriendo, por lo que se ha esforzado por desbrozar un concepto o idea de los mismos, cuya exposición, aunque sea breve, resulta clarificadora.
Para Herrero de Miñón, los derechos históricos son fundamentación efectiva de una realidad política. Con los derechos históricos no se pretende traer al presente instituciones precluidas, no vienen referidos a instituciones en desuso, sino que aluden a una potencia que se actualiza, en el más propio sentido ontológico del término. No son los derechos históricos una forma jurídica, ni un listado de competencias, aunque de ellos se puedan derivar una y otras, sino que son una identidad, una personalidad diferenciada que distingue a la comunidad asentada en un territorio y que permite acotar al sujeto de la autonomía política. Los derechos históricos devendrían pues de la autoconciencia de la propia identidad singular. Aporta Herrero una singular atribución de valor al mito político. El mito no vale porque sea cierto. El mito vale porque es expresión de una reclamación sostenida de modo tal que actúa como legitimador jurídico político en cuanto encarna una conciencia colectiva que es la expresión del espíritu del pueblo. El autor es , como se puede suponer, confeso seguidor de Savigny.
En el plano estrictamente constitucional, los derechos históricos se configurarían como un a priori material de la Constitución, no derivado de ésta sino anterior a ella. La Constitución nova los derechos históricos, tanto subjetivamente ( ahora los titulares son las Comunidades Autónomas) como objetivamente, convirtiéndolas en un concepto formal, reserva de competencias que derivan de la propia singularidad diferenciada de quienes los ostentan. En fin, y como corolario a este somero boceto de lo que se ha considerado que son los derechos históricos, resultaría que los derechos históricos no son una creación de la Constitución ( que los respeta y ampara, y solo se respeta y ampara aquello que ya existe) y que son inmunes a cualquier modificación constitucional.
La cuestión de los derechos históricos, a los que alude la Disposición Adicional Primera de la Constitución y su relación con el derecho civil, ha sido abordada por el Tribunal Constitucional en varias ocasiones. Una primera fase algo ambigua, en la que se incardinaría la STC 76/1988, en la que parece intuirse su concepción como posible fuente de atribución de competencias también en el marco del derecho privado ( y así decía la sentencia que la Disposición Adicional “se refiere tanto a una peculiar forma de organización de los poderes públicos como a un régimen jurídico propio en otras materias”), fue seguida por otra en la que se descarta lo anterior. El Tribunal ha interpretado que los derechos históricos de la Disposición Adicional Primera de la Constitución no tienen por objeto garantizar u ordenar el régimen constitucional de la foralidad civil (contemplado exclusivamente en el artículo 149.1.8ª y Disposición Adicional Segunda de la Constitución), sino el de permitir la integración y actualización en el ordenamiento postconstitucional de algunas peculiaridades jurídico públicas que en el pasado singularizaron a determinadas partes del territorio de la Nación ( STC 88/1993) Por todas, la 76/1988, que descarta la interpretación anterior al decir que la Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ellas, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones «históricas» anteriores. . O en la STC 88/1993, relativa precisamente a una norma civil aragonesa, dijo que los derechos históricos de las comunidades o territorios forales no pueden considerarse como un título autónomo del que puedan deducirse específicas competencias no incorporadas a los estatutos
En definitiva, el Tribunal Constitucional termina por decir lo que no dijo el constituyente, pero seguramente quiso y pensaba: la Disposición Adicional Primera es una norma de privilegio para algunas Comunidades Autónomas ( o más bien, para los ciudadanos de ciertas Comunidades Autónomas, porque no hay que olvidar, que los privilegios, los derechos, o las desigualdades no los disfrutan o padecen las entidades territoriales, sino los ciudadanos que las habitan.
Con todo, no es inusual encontrar entre los autores la nuda manifestación acerca del valor de la diversidad como riqueza a ser preservada, de modo que el fundamento del sistema asimétrico de distribución de competencias se encontraría en el respeto a la diversidad cultural de los pueblos de España. A mi juicio, debemos cuestionarnos esta afirmación, en cuanto al derecho se refiere. Subyace a esa idea una visión mítica y estética del derecho y que en términos weberianos podría calificarse de irracional. Los motivos sentimentales o históricos no debieran servir como base para legislar, ni, en consecuencia, tampoco para el establecimiento de un sistema de distribución de competencias en ninguna materia. Ole Lando, presidente de la conocida como “Comisión Lando”, encargada de la formulación de unos principios del derecho contractual europeo ha dicho que “el derecho de contratos no es folclore”. Yo creo que se podría ir más allá: el derecho civil no es folclore. El derecho civil es un sistema racional dirigido a favorecer la cooperación entre los individuos, y parte de la libertad y autonomía individuales y en último término de la dignidad humana, que son o han de ser los fundamentos de su contenido. Sin duda, el derecho civil puede ser también un vehículo de intervención social , a cuyo través el Estado oriente el comportamiento individual para la consecución de ciertas finalidades o incluso para la realización de una determinada idea de justicia. Y, por otro lado, el derecho civil en una sociedad democrática debe ser expresión del sistema de valores compartidos por los ciudadanos ( la admisión del matrimonio entre personas del mismo sexo o la plena asunción del divorcio consensual son ejemplos de normas que recogen el cambio en las convicciones morales de la sociedad). Lo que no parece admisible es concebir el derecho como un medio de protección de singularidades culturales afirmadas de manera apriorística y presuntamente sostenidas en el tiempo como invariables, insertadas de forma cuasi genética en el pensar y sentir de los individuos. Porque lo que a esto subyace es un discurso profundamente determinista, incompatible con una sociedad democrática y liberal, que trata de imponerse sobre libre arbitrio de los individuos una visión de sentido predispuesta normativamente y políticamente interesada.
Un ejemplo palmario de esta concepción del derecho lo encontramos en el siguiente texto publicado en prensa por el que fuera Conseller de Justicia de la Generalitat, Germà Gordó con ocasión de la culminación de la redacción del Libro VI con el sugerente y expresivo título “Codificar lo que somos” cuando dice, refiriéndose al Código Catalán cosas como hemos codificado lo que hacemos. Lo que somos. O que entra en vigor nuestro código propio de conducta. Nuestra visión del mundo. O que se trata de adaptar nuestras leyes a una manera de hacer y de convivir, la catalana, que es una manera de hacer y convivir genuina y muy diferenciada.
Pero quien sostenga tal tipo de concepciones del derecho deberá ser consecuente con lo que de ello se deriva . Es decir, si se dice que el derecho es una realidad cultural vinculada al ser y al sentir de los individuos, deberá asumir a su vez que esto no solo vale para fijar la competencia sino también el contenido y que no será admisible una intervención legislativa en estos ámbitos y que la tradición jurídica deberá ser en todo caso un límite a la capacidad legislativa; no valdrá entonces decir, como dice la Exposición de Motivos de la Primera ley del Código Civil de Cataluña que la regulación reconoce a los principios generales del derecho su función de autointegración del derecho civil de Cataluña,( …), y su relevancia como límite a una eventual alegación indiscriminada de la tradición jurídica catalana . Que, si se es consecuente con esta concepción culturalista del derecho en modo alguno serán admisibles los trasplantes normativos de instituciones foráneas decididos volitivamente por el legislador, como de facto hace el legislador catalán, que, codificando el modo de ser catalán , se vanagloria de la influencia que los derechos alemán o europeo de contratos tiene en sus nuevas regulaciones. Siempre a salvo que tengamos un argumento: el legislador encarna el ser y el sentir, el pensar y el desear del pueblo gobernado: aquí acabamos ya y nada hay que discutir. Y es que tal concepción holística del derecho y de la historia lleva a esa conclusión allá donde se haya planteado. Sin equiparar en modo alguno el nacionalismo alemán de los años treinta con el nacionalismo de los pueblos peninsulares del siglo XXI, veamos lo que acabó diciendo Karl Larenz para cohonestar el Volksgeist con el Führerprinzip, o principio de autoridad: él ( el líder) no obedece la norma sino la ley vivida por la comunidad. Su voluntad es una con la de la comunidad, porque el ciudadano está confundido en él y él no quiere nada más que el bien común. Cuando el nacionalismo de este solar hispano habla de “el pueblo catalán”, “los vascos y vascas”, etc, no se trata de un mero recurso estilístico ni aún de un entendimiento algo pervertido del principio mayoritario, es la expresión de un determinado modo de entender la sociedad y al individuo.
Y es que, finalmente, lo que debemos apreciar es el efecto que esta concepción del derecho produce, y, ciertamente, el panorama resultante es desalentador. La diversidad normativa puede producir ( y de hecho produce) una clarísima discriminación entre los ciudadanos por razón del lugar en el que viven, pues los unos gozan de leyes benéficas y ajustadas a sus necesidades y otros, sea por desidia del legislador, sea por un respeto reverencial a la tradición, están sujetos a leyes que no responden a sus expectativas y querencias. Cierto es que el Tribunal Constitucional ha negado que la existencia de diversas legislaciones pueda servir para afirmar la vulneración del principio de igualdad que consagra el artículo 139 de la Constitución como fundamental en la organización territorial del Estado, cuando dice que todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado, en la media en que este no excluye la diversidad de las posiciones jurídicas de las Comunidades Autónomas ni implica una rigurosa uniformidad del ordenamiento ( STC de 16 de noviembre de 1981). Pero de facto, el fraccionamiento legislativo coloca a los ciudadanos en situaciones diversas, unas más gravosas otras más beneficiosas, sin que puedan acudir a mecanismos previstos en las legislaciones por el hecho de que se les supone una vinculación idiosincrática con una determinada tradición y un determinado territorio. Pensemos por ejemplo en la estructura productiva del país. Un elevadísimo porcentaje de las empresas se encuadra en lo que se ha venido en categorizar como “empresas familiares”, sin que haya diferencias en tal sustrato entre las distintas regiones. Ese tipo de empresas presenta una especial problemática sucesoria, que en algunos sistemas forales es posible organizar mejor que en otros merced a mecanismos de sucesión contractual. ¿No es acaso desigualdad el que los empresarios de unos territorios dispongan de mejores medios para asegurar la pacífica sucesión y el mantenimiento de la empresa?. O, en el caso de los sistemas tutelares ¿ qué justifica un sistema de tutela de familia en Aragón, Navarra o Cataluña, que permite la enajenación de bienes del tutelado solo con el consentimiento de ciertos parientes, mientras que en el sistema de derecho común ha de acudirse al gravoso y lento expediente de la aprobación judicial?. ¿Qué diferencia justifica que en Aragón la aceptación de la herencia sea siempre, por defecto, a beneficio de inventario mientras que en el derecho común haya de acudirse a un complejo procedimiento, hoy afortunadamente simplificado?¿Qué diferencias valorativas, culturales o económicas justifican que el testamento mancomunado sea anatema en derecho común y algo perfectamente admisible en Aragón? ¿Cómo justificar que un asturiano y una murciana puedan otorgar un testamento mancomunado en el extranjero, y no puedan hacerlo en España, según cierta lectura del Convenio de la Haya sobre conflictos de ley en materia de forma de las disposiciones testamentarias?. Un indudable mérito del Código como expresión de las ideas ilustradas fue someter a todas las personas y a todos los bienes a una sola ley, sin distinción, regulando la persona en cuanto tal, despojada de cualidades accidentales. En España, sin embargo, subsiste una injustificada diferencia de trato. Que debiera ser superada, sea por la vía de la unificación jurídica, sea arbitrando mecanismos que faciliten a cada individuo el acceso a la “riqueza legislativa” española, abandonando la servidumbre de presupuestas adscripciones culturales o históricas.
[1] ARIAS MALDONADO, Manuel. La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI. Página Indómita, 2016.
[2] HOBSBAWN, Eric y otros La invención de la tradición. Ed. Crítica, 2014.
[3] ANDERSON, Benedict. Comunidades Imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo. Fondo de Cultura Económica, 1993.
[4] TUSSEL, Javier Para comprender el nacionalismo. Claves de la razón práctica, 243 (noviembre/diciembre 2015), publicado originalmente en el número 94 (julio/agosto 1999)
[5] PÉREZ COLLADOS, José María. La tradición jurídica catalana(valor de la interpretación y el peso de la historia). Disponible en https://www.boe.es/publicaciones/anuarios_derecho/abrir_pdf.php?id=ANU-H-200410013900184_ANUARIO_DE_HISTORIA_DEL_DERECHO_ESPA%26%231103%3BL_La_tradici%F3n_jur%EDdica_catalana_(valor_de_la_interpretaci%F3n_y_peso_de_la_historia)
[6] VALLET DE GOYTISOLO, Juan B. Principios básicos de la interpretación en el derecho civil catalán. Discurso de apertura del curso 1994-1995 en la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Catalunya
[7] Citado por PÉREZ COLLADOS, José María La tradición jurídica catalana(valor de la interpretación y el peso de la historia). Disponible enhttps://www.boe.es/publicaciones/anuarios_derecho/abrir_pdf.php?id=ANU-H-200410013900184_ANUARIO_DE_HISTORIA_DEL_DERECHO_ESPA%26%231103%3BL_La_tradici%F3n_jur%EDdica_catalana_(valor_de_la_interpretaci%F3n_y_peso_de_la_historia)
[8] JACOBSON, Stephen.- Law and Nationalism in nineteenth century Europe: the case of Catalonia in comparative perspective. Law and History Review. American Society for Legal History, 2002.
Y también en Catalonia´s advocates: lawyers, society and politics in Barcelona, 1759-1900. University of North Carolina Press-American Society for Legal History, 2009.
[9] HARTY Siobhan.- Lawyers, codification, and the origins of catalan nationalism, 1881-1901. Law and History Review. American Society for Legal History, 2002
[10]HARTY, Sioban.- op. Cit.
[11] Artículo 6.-El Gobierno, oyendo a la Comisión de Códigos, presentará a las Cortes, en uno o en varios proyectos de ley, los apéndices del Código Civil, en los que se contengan las instituciones forales que conviene conservar en cada una de las provincias o territorios donde hoy existen.
[12] JACOBSON, Stephen.- Catalonia´sadvocates: lawyers, society and politics in Barcelona, 1759-1900. University of North Carolina Press-American Societyfor Legal History, 2009.
[13] Lo relativo al conflicto del artículo 15 ha sido tomado de JACOBSON, Stephen.- Catalonia´s advocates: lawyers, society and politics in Barcelona, 1759-1900. University of North Carolina Press-American Societyfor Legal History, 2009.
[14] HERRERO Y RODRÍGUEZ DE MIÑÓN, Miguel. Idea de los derechos históricos. Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1991