La “corrupción” llena las páginas de los periódicos, un día sí y otro también. En los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas, la corrupción, junto con el paro, ocupa los primeros puestos en cuanto a las preocupaciones principales de los españoles. Sin embargo parece como si el tema de la corrupción se abordara de una manera harto simplista. Normalmente el tema se trata en prensa bajo la forma exclusiva de la malversación de fondos públicos. Al final, para la inmensa mayoría de los ciudadanos, corrupción es “gestionar mal” la cosa pública y, en casos límite, la apropiación más o menos descarada de los recursos que el Estado obtiene de nuestro bolsillo. Sin embargo, ¿puede definirse la corrupción exclusivamente como la acción de apropiarse del dinero de todos? Más precisamente, ¿hay alguna otra forma de corrupción? No se trata de parecer pedante pero el caso es que en esta época de “tele-basura” –y de “radio basura”, “prensa-basura”, etc- es bastante remunerador volver a la claridad de los clásicos para comprender, no solo lo que es ser “corrupto”, si no también para comprender cual es el remedio de la enfermedad.
Sin detenernos demasiado en ello, la tradición occidental ha considerado muchas formas de corrupción, no solo el simple robo. Algunos comportamientos, calificados en otras épocas de corruptos, merecen hoy el aplauso de parte de nuestros conciudadanos e incluso de parte de la clase dirigente. A este respecto, el reciente fallecimiento de Juan Goytisolo, con su repugnante “reivindicación del Conde Don Julián”, constituye un buen ejemplo de “corrupto considerado”. A menudo se olvida que hay muchos tipos de corrupción y que la corrupción intelectual es el origen de todas las demás.
La tesis de este artículo es que la corrupción solo puede combatirse desde las grandes afirmaciones o, dicho de otro modo, afirmando la virtud. Para nuestra tradición cultural, la corrupción es lo contrapuesto a la virtud en el Estado. Aristóteles, en el libro III, capítulo V de su “Política” dice: “Pero como la virtud y la corrupción política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre”. Por supuesto, a sensu contrario, la virtud aristotélica designa una idea mucho más amplia que la gestión de los fondos públicos. Esta idea de corrupción como contrapuesto al Estado de virtud, la tomó el estagirita de su maestro Platón, que dedica en parte el capítulo VIII de “La República” a la corrupción de los políticos. Platón se pregunta: “¿El oro y la virtud no son como dos pesos puestos en una balanza, no pudiendo subir el uno sin que el otro baje?”. Nótese que Platón no equipara la corrupción al oro sino que pone en los dos pesos de la balanza cuestiones de diferente calado: por un lado, la virtud, por el otro el oro. Esto no quiere decir que otras cuestiones -por ejemplo, el egoísmo, la temeridad, la intemperancia, la debilidad, etc- no puedan también contraponerse a la virtud en el Estado. Lo que quiere decir es que la virtud puede ser atacada por diferentes patologías. Dicho de otro modo, la idea es que la virtud decae por el afán de riquezas y la avaricia pero no dice que baste con mitigar tal vicio para que automáticamente se entre en el reino de la virtud. De ahí se sigue que es necesario afirmar la virtud en el Estado y, por consecuencia, en sus gobernantes. La corrupción ha de combatirse desde una afirmación radical y positiva de la virtud. Este es ya un problema de diferente calado, porque lo que a lo largo de la historia se ha entendido por “virtud” es arduo de precisar. Incluso a menudo, un mismo autor ha entendido cosas diferentes durante su periplo intelectual.
A lo que queremos llegar aquí es que no se puede luchar contra la corrupción si no se tiene clara cual es la razón política fundamental que gobierna los designios del Estado o, dicho de otro modo, qué quiere hacerse del Estado. Esto nos remite, no solo a la teoría del Estado, si no, sobre todo, a la filosofía de la historia. Esta, en un sentido amplio, tiene el fin de inducir de lo histórico las leyes que lo han regido, determinar el carácter de tales leyes y alcanzar una visión de conjunto de la historia de la Humanidad. Si Cicerón (De oratore, II, 36) decía que la historia es “maestra de la vida”, resulta de la mayor importancia conocer el objeto de su enseñanza. Hay que saber que si “Dios gobierna el mundo; el contenido de su gobierno, la realización de su plan es la Historia universal. Comprender ésta es la tarea de la Filosofía de la Historia Universal” (Hegel, “Filosofía de la Historia Universal”, vol. I, p. 61. Revista de Occidente). Cabe añadir: y por consiguiente, la corrupción -o la ausencia de virtud en el Estado- consistirá en no someterse al orden y al gobierno divino. Si, por el contrario se prescinde de esta implícita subordinación ideológica; es decir, si no tomamos en cuenta la concepción tradicional –toda la obra de Balmes y “El sentido de la Historia” de Berdiaeff son dos buenos ejemplos- según la cual lo político, lo social, lo económico, lo jurídico, está todo ello sometido a leyes eternas y divinas, entonces es difícil proponer un canon de virtud fuera de la obediencia a las leyes cambiantes de los hombres. Esto, atención, no nos remite al “todo está permitido”, que planteara Iván, el segundo de los hermanos Karamazov, en la mundialmente célebre novela de Dostoyevski “Los hermanos Karamazov”: en el reino de los hombres –incluso del peor de ellos- nadie puede sustraerse a la norma. Pero sí nos remite al derecho del más fuerte, del más astuto o del más vil -no necesariamente al más virtuoso- a cambiar el orden social como le plazca o como se dé en una determinada coyuntura.
De ahí que dijera, haciéndose eco de una antiquísima tradición, el pensador conservador americano Russell Kirk, que tras toda medida política late una pregunta acerca del sentido de la vida humana, algo sobre lo que solo es posible preguntarse desde coordenadas trascedentes. Si somos un simple accidente, no hay motivo para no entregarse a la ley corrupta del poderoso de turno que querrá, llegado el caso, imponerla a todo un mundo. Por eso la corrupción no es si no una pérdida del sentido de la vida y de la tensión que lleva al hombre a mirar hacia lo alto. Si esta tensión cesa, si esta fuerza elevadora decae, es muy difícil fundamentar por qué hemos de ser virtuosos.
Este planteamiento nos lleva a una segunda cuestión: la pregunta por la sociedad que queremos ser o, en términos políticos, el Estado que queremos tener. Aquí es donde nuestros políticos quedan más en evidencia, ya que es muy fácil comprobar cómo se pierden entre términos retóricos que ni siquiera ellos saben muy bien qué significan: “tolerancia”, “democracia”, “pluralismo”, etc. Es evidente que no puede construirse una vida, ni personal ni colectiva, sobre esta cháchara manida, de significado ambiguo, manejada con igual desparpajo por un criminal, un ignorante o un cínico. También es evidente que si queremos un atisbo de orden en nuestro convulso mundo deberá haber primero orden en el alma humana. Y para alcanzar este orden anterior deberemos tener primero claridad de ideas, una claridad de ideas que es exigible, primero y ante todo, a nuestra clase dirigente. En otras palabras, deberemos responder a la pregunta sobre lo que queremos ser realmente. Mientras tanto, escudarse en el “pluralismo” y la “libertad de expresión” para abanderar toda suerte de majaderías y dislates no hará sino empeorar las cosas. Por lo tanto, la reflexión sobre los fines del hombre y del Estado son hoy un imperativo de orden práctico al que nadie puede renunciar. Hasta que esta tarea no se acometa con rigor la corrupción no cesará.