Introducción
El totalitarismo es un fenómeno político de primera magnitud que recorre las devastadoras y terroríficas décadas centrales del siglo XX, un siglo convulso y violento como pocos en la historia. Es por ello que creemos adecuado realizar un pequeño análisis sobre este fenómeno, que consideramos importante para entender todavía nuestro presente histórico.
Si bien, no pretendemos limitarnos a hacer un mero recorrido expositivo por este fenómeno de primera magnitud, aunque será imprescindible, sino que nos gustaría defender una tesis entremedias, a saber: que el totalitarismo no se puede entender, como suele, como una categoría generalista, lisológica, sino que tiene unos componentes concretos, particulares, morfológicos, que diferencian cada caso que se pueda considerar como tal —si es que se pueden considerar como tal—, y que en el caso nazi y soviético esta confusión, esta generalización, se ve constantemente. Por otra parte, esta tesis tampoco es del todo novedosa. La misma Hannah Arendt, en cuyo estudio nos basaremos por considerarlo canónico, hace alguna alusión acerca del carácter diferente del totalitarismo en la URSS, aunque no llega en el libro a defender con rotundidad esta tesis pues a ella le interesaba ver los puntos comunes. Hay otros estudiosos del tema como Pablo Brum que, en su trabajo de investigación El impacto del totalitarismo en el siglo XX, considera al totalitarismo soviético como «el régimen totalitario más importante de todos»[1]. También habría que señalar que «para algunos críticos de la posición arendtiana hay que trazar una diferencia entre el totalitarismo alemán y el totalitarismo soviético por el diferente contexto en que surgieron y se desarrollaron. El totalitarismo comunista se forma en plena Guerra Fría a diferencia del totalitarismo alemán del período de entreguerras»[2]. Por ejemplo, D. Losurdo en su artículo «Para una crítica de la categoría de totalitarismo»[3] ha afirmado que es fácil establecer analogías entre la Unión Soviética y la Alemania nazi, pero que esto no explica del todo bien los fenómenos políticos ocurridos en ambos países.
Por tanto, para defender la tesis señalada nos vamos a basar principalmente en los análisis del totalitarismo realizado por Hannah Arendt en su imprescindible Los Orígenes del Totalitarismo. Vamos a realizar un repaso de cómo la filósofa alemana entiende el totalitarismo, dónde encuentra sus precedentes y elementos que llevaron a su instauración, y basándonos en el propio análisis de Arendt, y sin negar, por supuesto, que haya aciertos en los análisis que la alemana realiza, intentaremos mostrar cómo las diferencias que ella misma encuentra entre los dos totalitarismos más importantes del siglo XX, el nazi y el soviético, nos permiten a nosotros entender que el homologación de ambos es un error de partida que desenfoca toda la cuestión.
El totalitarismo en sus orígenes
¿Qué es el totalitarismo? Por tal suele entenderse un sistema de organización política en el cual todos los ámbitos de la vida de los componentes (económicos, sociales, culturales, políticos, etc.) de dicho sistema político están subordinados y controlados por los intereses e ideología impuestos por la clase o el partido dirigente. En este tipo de régimen cualquier tipo de oposición es férreamente eliminada, con una legitimación ideológica correspondiente. Por decirlo así, en el totalitarismo «el Estado siempre tiene la razón», todo gira en torno a él. Otro elemento muy importante es el propagandístico, tanto antes como después de la toma del poder. La ideología totalitaria debe hacerse la verdad suprema, y para ello es necesario una propaganda continua que haga sus asertos verdad mediante una argumentación ad nauseam. Ello acompañado de una policía secreta que evalúa y controla la adhesión de los individuos al Estado y/o al partido, teniendo siempre como recurso el destierro de los no adeptos a los campos de concentración o sencillamente su eliminación. Es aquí donde se introduce un factor clave del totalitarismo: la delación y el terror.
Un análisis ineludible de este fenómeno histórico y político que hemos resumido tan rápidamente fue ofrecido ya hace más de medio siglo por una de las filósofas más importantes del siglo XX, Hannah Arendt. En Los Orígenes del Totalitarismo Hannah Arendt hace un recorrido histórico-filosófico por este acontecimiento nuevo y terrible que experimentó el siglo XX y que la propia pensadora sufrió en sus carnes. Pero no sólo trata el fenómeno político, sino que trata de hacer una genealogía del mismo y rastrear sus orígenes, que ella sitúa principalmente en el antisemitismo y en el imperialismo del siglo XIX. El antisemitismo para Arendt también forma parte del surgimiento del totalitarismo, ya que, según ella, elementos y orígenes del totalitarismo son el antisemitismo, el racismo en general, el comunismo o el imperialismo. Pero, nos advierte Arendt, este complejo acontecimiento histórico, como acontecimiento, no se puede reducir a estos elementos. Porque las propias políticas totalitarias «usan y abusan de sus propios elementos ideológicos y políticos hasta tal punto que llega a desaparecer la base de realidad fáctica»[4] de la que surgen y de la que derivan su potencia y su valor propagandístico en sus ideologías. Es decir, su análisis y definición requiere tener en cuenta elementos que no «están a la vista», que las propias políticas totalitarias no muestran, y que sólo son posibles de calibrar una vez sucedido el acontecimiento.
El totalitarismo pretende o tiende a un dominio global, por eso Arendt encuentra que uno de sus orígenes es el imperialismo[5] en general (sobre todo en lo relativo a los panmovimientos). El imperialismo del siglo XIX y XX, que finaliza con la desaparición del Imperio Inglés y la independencia de la India tras la Segunda Guerra Mundial, surgió del colonialismo y tiene su origen en la incongruencia —más bien en la competencia y lucha, diríamos— del sistema de las Naciones-Estado con el desarrollo económico e industrial del último tercio del siglo XIX, por lo que su origen, señala Arendt, no es anterior a 1884. Es así, afirma, que la reivindicación totalitaria de dominación total sólo surge con los imperios del XIX y XX, aunque no por ello siempre el imperialismo tiene que terminar en totalitarismo —en el caso inglés o en el francés, por ejemplo, no fue así—.
Y es que el totalitarismo va mucho más allá del imperialismo, ya que pretende ser internacional en su organización —pretende la «conquista del mundo»—, pero también omnicomprensivo en su alcance ideológico, y global en cuanto a las aspiraciones políticas —de ahí, añadimos nosotros, su imposibilidad ontológica como tal—. Además, Arendt habla de algunas condiciones sine qua non para la dominación total, como son la transformación de las clases en masas y la eliminación de la solidaridad de grupo. La inestabilidad a su vez es un requisito funcional, porque está basada en las ficciones ideológicas y en presuponer que algún movimiento, distinto del Partido, se ha hecho o quiere hacerse con el poder. Es decir, un régimen totalitario también necesita siempre que haya un enemigo e inestabilidad para justificar su control total[6]. Así mismo, el poder sustancial, la potencia material y el bienestar se sacrifican constantemente al poder de la organización, de igual forma que las verdades fácticas se sacralizan para que cuadren con la ideología.
Antisemitismo
Para la pensadora alemana es erróneo o precipitado explicar el auge del antisemitismo junto con el auge de los nacionalismos. Es más bien al contrario, el antisemitismo toma su auge cuando los nacionalismos tradicionales y las Naciones-Estado declinan. Por eso los líderes nazis afirmaban que el nacionalismo era un impedimento para sus planes de dominación mundial, porque su antisemitismo no estaba directamente ligado con el nacionalismo. Lo mismo pasó con los distintos partidos antisemitas europeos.
El antisemitismo, afirma Arendt, alcanzó sus cotas máximas cuando los judíos perdieron su función pública y su influencia y se quedaron sólo con sus riquezas. Los judíos, que durante toda la época moderna habían sido esenciales para los Estados —España es un claro ejemplo de esto—, habían sido protegidos, privilegiados y usados por estos, aunque no identificados con estos; no habían sido concebidos como pertenecientes a la nación. Además, con el surgimiento de los imperios coloniales, junto con la aversión de los judíos por iniciarse en terrenos industriales y políticos, aunque hubo muchos casos que sí, comienzan a perder influencia y su uso como banqueros estatales va siendo relegado en favor de los grandes bancos y empresarios industriales. Como advierte Arendt «precisamente porque los judíos habían sido empleados como un elemento no nacional, podían resultar valiosos en la guerra y en la paz, sólo mientras en la guerra todo el mundo tratara conscientemente de mantener intactas las posibilidades de paz, sólo mientras el objetivo de todos fuera una paz de compromiso y el restablecimiento de un modus vivendi. Tan pronto como «o la victoria o la muerte» se convirtiera en una política determinante y la guerra se orientara hacia el completo aniquilamiento del enemigo, los judíos ya no podían ser de ninguna utilidad. Esta política significaba en cualquier caso la destrucción de su existencia colectiva, aunque la desaparición de la escena política e incluso la extinción de su vida específica como grupo no tenían necesariamente que conducir en manera alguna a su exterminio físico»[7]. De modo que el elemento judío pierde su lugar de privilegio y empieza a ser percibido por la población como un elemento desigual, al que se ha privilegiado, pero sin aparente justificación objetiva para ello. Es aquí cuando empieza a crecer el odio, y es aquí cuando los judíos, los menos ricos, se ven abocados a una salida, la burocracia, la élite intelectual, la asimilación. El antisemitismo moderno se relaciona con el fenómeno de la asimilación judía, con la secularización y con el debilitamiento de los antiguos valores religiosos y espirituales judíos. Para Arendt, en definitiva, la cuestión judía era una cuestión política, y esto, dice, es algo que ni los judíos mismos ni «sus amigos» entendieron.
Imperialismo
Como hemos señalado antes, el imperialismo colonial que se inicia a finales del siglo XIX es la antesala del totalitarismo del siglo XX para nuestra filósofa. La emancipación de la burguesía, cuando la Nación-Estado se mostró como incapaz de llevar a cabo las políticas capitalistas expansionistas que requería el capitalismo industrial, fue un episodio central del imperialismo. Los burgueses intentaron apoderarse del Estado y utilizar sus instrumentos y su capacidad de violencia con fines imperialistas para conseguir sus objetivos económicos. Pero afirma Arendt que la burguesía, al destruir los límites de la Nación-Estado (¿las fronteras?), también mostró que la población podía cuidar de sí misma y se destruyó a sí misma junto con las otras clases.
El comercio y la economía habían implicado a cada nación en la política mundial. Dicho de otro modo, el capitalismo de la segunda mitad del siglo XIX era un capitalismo de expansión, en el que se tenía que tener en cuenta qué hacían los vecinos tanto como lo que se hacía dentro de cada Estado —aunque cabría decir que esto no tiene nada de nuevo—. Sin embargo, dice Arendt, el objetivo de la expansión territorial era en última instancia ganar dinero, esto para ella es lo que acabaría con la Nación-Estado. Y es que la idea del Estado-Nación estaba basada en el gobierno de un Estado para una sola nación, pero el imperio suponía el gobierno de varias naciones, por eso el imperialismo supondrá la destrucción del Estado-Nación del XIX —aunque, señalamos otra vez, esto no es algo nuevo, es más bien algo constitutivo de los imperios—. Pero además este imperialismo, decimos nosotros, fue un imperialismo depredador, colonialista en definitiva, porque no tenía como objetivo integrar en las mismas instituciones sociales, culturales y jurídicas a los territorios conquistados, sino únicamente en la explotación masiva de esos territorios —África hoy es un buen ejemplo de las consecuencias de esto—.
Es así, afirma Arendt, que el imperialismo es la primera fase de la dominación política burguesa que llevaría al totalitarismo, por ello no debe considerarse como la última fase del capitalismo[8], como sostenía Lenin, porque «la acumulación de poder era la única garantía para la estabilidad de las llamadas leyes económicas»[9]. Pero a esto Arendt suma otro elemento importantísimo cuya importancia se sentirá hasta bien entrado el siglo XX y que será fundamental en el totalitarismo: la disolución de las clases sociales y la formación del populacho. El populacho está compuesto por el desecho de todas las clases, de modo que el populacho y sus dirigentes habrían deshecho la sociedad de clases existente. Pero esto suponía un problema muy grave en y para un gobierno democrático, porque suponía la posibilidad de ascensión al poder de tiranos desde el populacho —como ocurrió con Hitler— y el apoyo de este, que era muy numeroso. Y es que el populacho no es sólo el desecho de la sociedad burguesa, sino también un producto de ella.
Pero hay otro elemento que introdujo el imperialismo aunque no fue producido por él, puesto que, como hemos visto antes, ya se venía gestando: el racismo. El imperialismo necesitó y usó del racismo como explicación y excusa para sus apropiaciones. Porque el imperialismo continental europeo —no pasó lo mismo con los imperios marítimos como el inglés o el holandés aunque también usaron del racismo— estaba impulsado y justificado por los panmovimientos. La conquista territorial, en función de la expansión económica y de la dialéctica de Estados, estaba justificado por la unión de la raza. Se trataba de unir a la raza germana y a la raza eslava en un único Estado, por ello Hannah Arendt considera que «el nazismo y el bolchevismo deben más al pangermanismo y al paneslavismo (respectivamente) que a cualquier otra ideología o movimiento político», ya que «los objetivos totalitarios han sido a menudo confundidos con la prosecución de algunos intereses permanentes alemanes o rusos»[10]. En aquellos países que no pudieron tomar parte en la expansión imperialista de ultramar y que no consiguieron formar una Nación-Estado los panmovimientos germinaron. Y esto está en el germen del totalitarismo.