De ninguna manera, sin embargo algunos así lo consideraban. Los que así le calificaban además de no saber lo que es un narcisista no le conocían y, por desgracia, difundieron un perfil suyo bastante ajeno a la realidad. Fueron sus enemigos, pues tenerlos los tenía como toda persona que decide y toma postura, postura hasta mancharse. La de Sánchez Dragó siempre fue la de la libertad.
Fernando ni tenía desordenada su personalidad, más bien todo lo contrario, ni necesitaba acaparar toda la atención, en general la acaparaba sin exigirla, ni carecía de empatía, pues conectaba con facilidad con los demás compartiendo sus sentimientos, ni necesita demostrar superioridad con nadie, no lo buscaba y desde luego en muchos casos la tenía.
Para mí, Fernando era un genio. Un genio de la cultura en general y de la literatura en particular. Un genio de la conversación y un genio de la camaradería. Si le buscabas necesitando algo lo encontrabas.
Y los genios, entre lo natural que es para ellos y lo que van adquiriendo con el tiempo, suelen ser y sentirse protagonistas pero sin imponer nada, tan solo se revelan ante la necedad y la estupidez.
Recuerdo una vez en mi casa, tras darnos un grupo de amigos un homenaje con arroz y buen vino de por medio, iniciamos una conversación en la que el pasó a ser el centro de la reunión derivando la misma a su antitabaquismo militante. Ello surgió porque una de las presentes salió a la terraza a fumar. La verdad es que la conversación empezó a ser cansina y uno tras otro, fumasen o no, fueron saliendo también, quedándonos al final solo él, alguno más y yo. Se dio perfecta cuenta. ¿Se enfadó? para nada. Entonces se levantó, nos levantamos, y nos unimos a los que habían salido, continuando la conversación por otros derroteros como si nada.
No le gustaba perder, como a nadie, pero es que casi siempre ganaba y cuando alguna vez perdía no era de los que se enfadaban, se reía y hacía comentarios imposibles acerca de la lesión de su línea defensiva. Me refiero al futbolín, que era en donde solían terminar nuestras comidas. Lo pasábamos muy bien y dialogábamos acerca de todo, terrestre y extraterrestre, divino y humano. Las comidas de Dragó las llamábamos, aunque al principio las bautizamos como las comidas del conejo pues comíamos de verdad conejo, chuletas de conejo, así empezaron hace ya bastantes años
El conejo, vete tú a saber por qué, me ha llevado a recordar la fama de mujeriego de Fernando. Disfrutaba con el sexo, pero jamás, a pesar de las polémicas que se crearon a su alrededor, algunas las creó el innecesariamente, mantuvo relaciones no consentidas y menos aún con menores. Una vez me habló de las japonesas de 13 años, las célebres “zorritas”. Me lo desmintió y explicó, le creí de verdad. Un hombre como el nunca haría eso.
No lo necesitaba, pues a lo largo de su vida ligó todo lo que quiso y más. He visto pasar por mi casa a sus “mujeres”. Él fue siempre un caballero. La demostración de ello ha sido su entierro, donde han ido juntas y revueltas a darle el adiós que se da a los seres queridos cuando mueren. Tuvo la habilidad de romper y hacer que la anterior y la siguiente se llevaran bien.
Solo se enfadó conmigo una vez, aunque la verdad es que poco. Me dijo que estaba haciendo un trabajo sobre la guerra civil, el comunismo y la represión queriendo profundizar en el tema. Me preguntó si yo conocía a alguien que le pudiese aportar algo sobre la cuestión, le contesté que conocía al hijo del general Rafael Casas de la Vega que, además de militar, era un historiador muy centrado en la guerra civil española. Tenía dos libros escritos sobre lo que le interesaba a Fernando: El terror. Madrid 1936 y Masacre. Asesinados en la zona republicana durante la guerra civil.
Vino el hijo del general a mi casa a una de nuestras comidas, los presenté y cuando Dragó le preguntó por su padre, le contestó que tenía Alzheimer. Murió un par de años después. Esto ocurrió en 2008. Fernando me miró con una cara de las que te crucifican y yo necesité que la tierra me tragase. Capeamos el temporal y además de otras anécdotas relacionadas con el hijo del general que no vienen al caso, el tema se olvidó. Yo no sabía que el general tenía Alzheimer y no se me ocurrió preguntar al hijo.
A Fernando yo le quería también porque a pesar de que no era falangista para nada, no tenía ideología, como mucho y por decir algo era un anarco liberal, admiraba a José Antonio Primo de Rivera y a Manuel Hedilla. Charlamos bastante sobre ello a raíz de que su libro Muertes Paralelas, la de su padre y la de José Antonio, viera la luz. El conocimiento y respeto con que hablaba de ello eran inconmensurables.
La mayoría de los que nos juntábamos, nos juntamos, a comer año tras año eran o habíamos sido militantes de la Falange Auténtica y naturalmente el tema salía a relucir. Él nos definía como los últimos rojos y a la vez cristianos. Cuando decidió, a propuesta de Petón, quitar físicamente la placa de la plaza Juan Pujol, que fue quien delató a su padre, Fernando Sánchez Monreal, después fusilado, y poner otra con el nombre de este, quienes la retiraron junto a él, hace ya más de veinte años, fueron militantes de Falange Auténtica.
La foto suya que salió en la portada del suplemento dominical de El Mundo – Magazine – en marzo de 2010, brazo en alto y con la camisa azul de mi padre, habrá que sacarla para la próxima comida de Dragó que, por supuesto, seguiremos haciendo. El estará en nuestros corazones y brindaremos y comeremos y charlaremos y jugaremos al futbolín y cada uno a nuestra manera, como hacía el, seguiremos amando a España porque nos sigue sin gustar.