Materialismo y progreso: la unificación capitalista del espacio y del tiempo

Materialismo y progreso: la unificación capitalista del espacio y del tiempo. Diego Fusaro

Recordando a Costanzo Preve, para que las mercancías puedan fluir imperturbablemente en todas direcciones y sin obstáculos residuales, resultan de primordial importancia dos fundamentos teóricos que comienzan a manifestarse en el mundo moderno y han llegado a alcanzar su plena expresividad sólo en el actual capitalismo absoluto-totalitario: a) el materialismo ateo, y b) el culto al progreso historicista-nihilista. Ambos, como ya se ha señalado en otras ocasiones, son intrínsecamente incompatibles con lo sagrado. Para que el capitalismo pueda triunfar a pleno régimen debe triunfar el «materialismo«, es decir, la reducción del mundo a la dimensión ampliada del «plano» del flujo de las mercancías y de su materialidad. Todo debe ser materia disponible para el consumo y para la circulación: esta es la base ontológica fundamental del capitalismo, cuyo espacio es el de la inmanencia material, desprovista de trascendencia y de espiritualidad.

Como ha señalado Foucault, en la Edad Media el espacio estaba verticalmente «jerarquizado» en la forma de contraposición directa entre sagrado y profano, entre celestial y terrenal, entre espiritual y material. Por su parte la Modernidad, con Galileo, inaugura una «revolución espacial«, según la expresión de Schmitt: el «espacio de localización» medieval cede el paso a un espacio infinito e infinitamente abierto, modelado conforme a aquella extensión a la que Descartes conferirá dignidad filosófica con la categoría de res extensa. Se trata de un espacio infinito, que simboliza la lógica de la ilimitada producción de mercancías y de su circulación a escala cada vez más planetaria, y abstracto, esto es, fruto del movimiento de abstracción real y de su lógica de homogeneización del mundo bajo la categoría de materia. Es el mundo inmanente de las cosas materiales, cuantificables y utilizables, al cual el hombre mismo tiende al final a ser reducido. Si con Descartes el animal deviene pura materia, mero mecanismo calculable (bête machine), con La Mettrie, en el siglo XVIII, el propio hombre sufre la misma redefinición (homme machine), siguiendo una trayectoria que culmina con la cosificación integral del capitalismo absoluto, como se expresa por ejemplo en los versos de una canción de 1984, interpretada por una estrella del rock que, por ironía histórica y en la apoteosis de la desacralización, eligió el nombre artístico de Madonna: “and I am a material girl living in a material world«.

Así como el tiempo será conceptualmente unificado, en la que denominamos fase «dialéctica» de capitalismo, con el concepto de progreso histórico, así análogamente el espacio es unificado, en el momento «tético» del capitalismo, bajo la idea de materia, con la supresión de cualquier residual dualismo ontológico de alto y bajo, de Dios y de hombre, y con la consecuente unificación conceptual de un mundo único, el de la producción capitalista. El materialismo se desarrolla junto con el ateísmo, ya que presupone la aniquilación de toda dimensión que no sea la pura materialidad espacial, calculable y cuantificable por la ratio calculans. Retomando la distinción conceptual entre «problema» y «misterio«, central en Le mystère de l´Être –El misterio del Ser-(1951) de Gabriel Marcel, la civilización tecnocientífica del materialismo conoce solamente «problemas«, o sea cuestiones perfectamente objetivables («problema» deriva del griego προβάλλω) de las cuales se conocen los datos y que hacen posible la obtención de una solución. En cambio, tiende a eliminar la esfera del «misterio» en la que el Sujeto se encuentra involucrado y en la que, por tanto, resulta difícil, si no imposible, distinguir entre el Sujeto y el Objeto. La esfera de lo sagrado y, para Marcel, el Ser mismo están conectados al misterio y, por ende, al ámbito de una trascendencia que no es objetivable a semejanza de un problema.

En realidad, antes de la hodierna síntesis de materialismo y ateísmo, el capitalismo recorrió la vía del deísmo: Dios no es negado tout court, pero es neutralizada la idea teísta de un «Dios persona«, capaz de intervenir en el mundo o de juzgarlo en base a los parámetros de una Justicia Eterna. El deísmo figura, en efecto, como un momento fundamental del progresivo distanciamiento de lo divino: Dios es reducido a un arquitecto que establece el orden del Universo regido por leyes racionales y con añadida disolución del sentido del misterio, como ha testimoniado pioneramente la obra de John Toland, Christianity not Mysterious (1696). Desde el punto de vista deísta, para utilizar una expresión tomada de los Pensamientos de Pascal (que la remitía al Dios cartesiano), es como si Dios fuera sólo un «puntito» que da impulso al mundo, para después desentenderse de él. Un Dios semejante, concebido friamente como primum movens y más parecido a un arquitecto divino que a un Padre amoroso, es totalmente diferente –diríamos todavía con Pascal– del Dios de Abraham, Isaac y Jacob. El ateísmo, que se impondrá como figura hegemónica del capitalismo a partir de la fase absoluta-totalitaria, hace realidad esta tendencia ya presente en el deísmo; y lo hace anulando la idea misma de Dios como un mero flatus vocis. En cualquier caso, ya en el siglo XVIII, en el marco del capitalismo dialéctico, se encuentra la copresencia de deístas como Samuel Clarke, John Toland, Tindal, Collins, o Voltaire, y materialistas abiertamente ateos como La Mettrie, d´Holbach, Helvétius o Diderot. Si todavía en Descartes se plantea el problema de la conexión entre la res cogitans y la res extensa, en Thomas Hobbes la res cogitans va a quedar resuelta en puro epifenómeno de la res extensa, la única existente: y esto es plenamente coherente con el mundo de la “Revolución científica”, que liquidará las “cualidades secundarias” como epifenómenos de las “cualidades primarias”, juzgadas las únicas que propiamente existen más allá de nuestra percepción.

Con Hobbes primero y con Locke después, el empirismo deviene, de súbito, en el más estrecho aliado del nuevo modo de producción y de existencia, que encuentra su propio ubi consistam en la adhesión a los hechos, en el criterio del mero empirismo, en el intelecto abstracto y en la programática remoción de todo residuo trascendente o, en cualquier caso, preexistente respecto a la estructuración factual de lo existente, que la mente debe limitarse a reflejar. Desde la Revolución Científica, el empirismo viene configurándose como la única teoría filosófica afín y homogénea a la producción capitalista generalizada: en ella la única experiencia verdaderamente verificable es la del intercambio mercantil objetivamente subsistente e idealmente reflejado. Nada se conoce fuera de la materia realmente existente, reflejada en la mente humana, que sólo puede conocer lo que es.

Como se ha argumentado más ampliamente en Idealismo y praxis (2024), el materialismo presenta, desde su específico momento genético moderno (otro discurso merecería el materialismo antiguo a la manera de Demócrito y Leucipo), una clara vocación expresiva de tipo adaptativo respecto al mundo de las mercancías, del que es, en última instancia, un producto. En particular, el sello ideológico de la ontología materialista es dual desde su perspectiva original. En primer lugar, se muestra funcional a la génesis del nuevo «reino animal del Espíritu» y a su lógica de neutralización integral del plano trascendente y, más en general, de toda dimensión que no sea afín a la pura materialidad cuantitativamente determinable de la forma mercancía; neutralización que es, a su vez, simbólicamente afín a la unificación espacial del mundo reducido a plano liso global fluido para el ilimitado desplazamiento multidireccional de las mercancías (y de las personas mercadizadas). Más precisamente, en la Modernidad el espacio viene conceptualmente homogeneizado, de modo gradual, a través de la negación del precedente espacio sagrado dualista y mediante la convergente producción simbólica de un único espacio material poblado por mercancías y sustraído a toda residual supervisión metafísica celestial. Por lo tanto, desde su génesis, el materialismo moderno como aniquilación del plano ideal de la trascendencia y, por consiguiente, de un espacio distinto a la dimensión material-cuantitativa del intercambio coherente con la ratio científica, se configura como un momento decisivo de la unificación abstracta de lo existente bajo la categoría de extensión. En segundo lugar, en el moderno materialismo se cristaliza la fe inflexible en la existencia objetiva en la materialidad no mediada de un mundo externo, absolutamente autónomo e independiente del sujeto, es decir, tal que sólo debe ser idealmente reflejado. Aquí el materialismo se entrelaza con el realismo y -diría Fichte– con el Dogmatismus, formando una constelación unitaria bajo el signo de la adaequatio y de la lógica adaptativa. Con su fe en la existencia y en la inenmendabilidad de la objetividad dada del mundo, el materialismo representa la base ideal para el dogmatismo fatalista del espectador, que contempla una realidad ya constituida, en la que no es requerida su intervención y en la que todo se desarrolla autónomamente, según una lógica providencial.

Tampoco se debe pasar por alto que se da un robustísimo nexo entre el materialismo hoy triunfante y la galopante Verdinglichung, la «cosificación» que reduce toda determinación de lo real y lo simbólico a mercancía (la «materialidad universal» a la que alude Marx). El vínculo entre la concepción materialista y las lógicas fatalizantes, que transforman en una objetividad dada el mundo enteramente permeado por las prestaciones de la forma mercancía, aparece extraordinariamente sólido bajo todo punto de vista y está en el centro de nuestros estudios Il futuro è nostro (2014) e Idealismo y praxis (2024) .

La realidad como mera materia pide simplemente ser demostrada, registrada, reflejada y conservada por una humanidad ahora reducida a un amorfo «parque humano» de espectadores impotentes, de cosas entre las cosas, de inertes presencias llamadas a corresponder a la objetividad dada de lo existente. El materialismo es, por su esencia, el antídoto contra la praxis. Al fundamento de esta última -la realidad como factum fiens, lo real como producto siempre trascendible del facere– la visión materialista contrapone una realidad material dada y no mediada (la Vorhandenheit, el «ser-presente-a la mano» criticado en Ser y Tiempo), objetivamente existente de manera prioritaria respecto al sujeto. Lo sabía Gramsci: reforzando el fatalismo y la indiferencia, la «teología materialista» (Cuadernos de la cárcel, I, § 78) intensifica la percepción que las clases oprimidas tienen de sí como objetos sin voluntad, como entes a merced de las circunstancias. En el acto mismo con el que la metafísica materialista «‘divinizala materia» (Cuadernos de la cárcel, IV, § 32), glorifica lo existente, en su configuración presente, deshistorizándolo y eliminando la conexión sujeto-objetiva que lo convierte en el éxito nunca definitivo del hacer subjetivo.

Un “materialismo de la praxis” es una contradictio in adiecto. Cada uno de los dos términos niega al otro. Para la praxis no hay otra realidad que la que se está haciendo por su mediación, siendo lo real un proceso ininterrumpido de desarrollo; para el materialismo, la realidad preexiste a toda posible praxis. Para la primera, el Sujeto es un ente activo, práctico, y la Verdad corresponde a la acción encaminada a uniformar el Objeto con el Sujeto agente; para el segundo, la subjetividad es pura pasividad llamada a cumplir el rito de la adaequatio gnoseológica y política. El mundo en forma de mercancía no debe conocer otra realidad que la cantidad calculable y mensurable, valorizable y disponible. Las razones del espíritu y del alma son eo ipso percibidas como incompatibles y, además, potencialmente en rebelión respecto al «reino de la cantidad«, como lo llamaba René Guénon, y del mercadeo universal. Retomando algunas consideraciones de Pasolini, con los “espíritus verdaderamente, auténticamente religiosos” (a distinguir cuidadosamente de los «clericales«, muy a menudo amigos del status quo) existe «un enemigo común, identificable en el materialismo ateo y deshumanizante, que está precisamente en la base del neocapitalismo y que es la síntesis de todo aquello que es condenado por el Evangelio”.

Como hemos mostrado en Essere senza Tempo (2010), el reino de la omnimercadización debe aniquilar todo futuro que no coincida con la eterna reproposición del presente completamente cosificado. Secularización de la originaria tensión escatológica religiosa, el progreso tecnocapitalista coincide, en realidad, con la deconstrucción de cualquier futuro distinto, liberado del control mortífero de la mercadización. El capitalismo, igual que unifica espacialmente al mundo bajo el signo del materialismo, lo unifica temporalmente bajo el signo del progreso. Como ha señalado Koselleck, la moderna concepción de la Historia en singular (Geschichte) –una invención exquisitamente iluminista– coincide, de hecho, con la idea de progreso, ya que la moderna temporalidad histórica está construida ella misma sobre la idea del avance progresivo hacia un futuro mejor que, ante su presencia, hace que parezcan imperfectos el presente y, con mayor razón, el pasado. Siguiendo la reconstrucción begriffsgeschichtlich (historia conceptual) de Koselleck, el concepto de Geschichte surge, a caballo entre el Setecientos y el Ochocientos, como ya incluye en su interior la Filosofía de la Historia. En otras palabras, el modo mismo en que hace pensar la historia como proceso que, acompasado por un sentido que se despliega según el orden del tiempo, discurre unidireccionalmente desde el pasado al futuro, coincide con la génesis de la Geschichtsphilosophie (Filosofía de la Historia). En particular, el concepto de Geschichte sería el fruto de un cuádruple movimiento de «linealización», de «singularización», de «futurización» y de «hipostatización» del plano ontológico de la historicidad.

El mismo avance acelerado hacia el futuro -identificado por Marx como la quintaesencia de la Modernidad capitalista- no sería otra cosa que una universalización ideológica de la fórmula de producción del capitalismo, en la que la secuencia progresivo-acelerada D1, D2, D3, D4, etc. , describe la concepción y el movimiento real de la sociedad en su conjunto, absorbida por los vórtices de un progreso acelerado que la somete a incesantes transformaciones y a continuas redefiniciones estructurales en aras de un crecimiento referido ante todo a la producción. La economía del beneficio viene por tanto a modelar la fisonomía “futuro-céntrica” de la época moderna: el principio fundamental de la economía tal como viene esbozado por Marx en los Grundrisse –“economía de tiempo (Ökonomie der Zeit), en esto se resuelve en última instancia toda economía”– se convierte en la columna vertebral de la Modernidad, ella misma fluidificada en una aceleración lineal que disuelve instantáneamente los momentos que se suceden cada vez más velozmente a lo largo de la línea del tiempo de la producción.

Es necesario llevar a cabo una emendatio intellectus y comprender cómo el mito regresivo del progreso se funda sobre la idea del crecimiento sin medida y sin variación cualitativa, en una suerte de aumento que sine die difiere la dialéctica conversión de la cantidad en calidad. Por ello, el nihilismo aceleracionista y aprospectivo se basa en la mutación heracliteana, funcional al beneficio y expresada de forma paradigmática en el rito de la moda y del consumo, y, a su vez, en la conservación por tiempo indefinido del mundo congelado en el cepo de la cosificación. Según el ejemplo más clásico de la Säkularisierungstheorie (teoría de la secularización) en su formulación löwithiana, la hipermodernidad capitalista se encuentra, finalmente, luchando contra sus propios presupuestos cristianos: la guerra a la religión emprendida por el tecnocapitalismo es también, y no secundariamente, un conflicto contra la idea de un futuro escatológico distinto del reino de la alienación. Como sugiere Pietro Prini en el ensayo Il Cristiano e il potere. Essere per il futuro (1993), el ἔσχατον (éschaton) inaugura una temporalidad que es futuro absoluto, independiente del hombre, totalmente diferente respecto al pasado y al presente, y capaz de irradiar sobre el tiempo del hombre los rasgos de la no exhaustividad del sentido de la historia: un futuro así concebido, sobre el que después se puedan encajar proyectos políticos de utopías redentoras, no sólo no parece funcional al reino de los mercaderes y los usureros cosmopolitas, sino que, además, resulta incompatible y ya siempre potencialmente en conflicto con él.

Es también por esto que el turbocapitalismo, desde 1989, intenta ceremonialmente contrabandearse a sí mismo como el tiempo del end of history (fin de la historia) y del futuro plenamente implementado en los espacios del presente, ideológicamente transformado en jaula de hierro con necesaria exigencia de quieta adaptación a sus internados. Todo posible renacimiento del mesianismo político y religioso es negado a priori por los cabecillas de la sociedad fragmentada, que vislumbran en este renacimiento las señales de un retorno a la violencia utópica y al fanatismo religioso. El régimen temporal coesencial al mito del progreso es el del Ser-sin-Tiempo, donde todo cambia sin cesar, según las estrategias de la valorización del valor, mientras permanece graníticamente inalterado el horizonte de la civilización del consumo, elevada a destino irreversible y a «jaula de hierro”. Por eso, en la era del materialismo ateo y del progresismo no mesiánico quedan eclipsadas, de forma sólo aparentemente contradictoria, la esperanza de que las cosas puedan durar y, al mismo tiempo, la esperanza de que las cosas puedan cambiar. Desaparecen el futuro del proyecto, el pasado de la tradición y lo eterno de lo sagrado: sólo queda el «presente acelerado» del hacer totalmente administrado por el sistema tecnocapitalista.

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