El concepto passepartout –llave maestra- de “Antropoceno”, convertido en moneda corriente de todo discurso científico sobre el tema medioambiental y de toda narrativa política sobre la cuestión ecológica, puede reputarse con razón como uno de los principales mantras de la neolengua liberal. Ésta tiende a dominar las mentes de los sujetos, para que éstos permanezcan como subalternos, en la acepción gramsciana del término, esto es, convencidos de la bondad de la situación en la que se ven dominados.
Si es leído con transparencia, resulta obvio el valor ideológico de un concepto aparentemente científico como el de “antropoceno” (de ἄνθρωπος, “ser humano”, y καινός, “nuevo”), acuñado por el microbiólogo Eugene Stoermer en los años Ochenta del siglo XX y popularizado por Paul Crutzen a partir del año 2.000. El vocablo alude a la supuesta nueva era geológica, cuyo operador fundamental sería el hombre con sus actividades capaces de modificar profundamente el ecosistema.
La performance ideológica –en el sentido marxiano– del concepto reside en el hecho de que cancela las huellas sociales, políticas y económicas y, por tanto, oculta de manera para nada inocente que el desastre ambiental que nos rodea no puede ser atribuido a la Humanidad como un todo indistinto, sin clases y sin un marco histórico, social y económico.
La mayor parte del género humano, en realidad, no sólo no ha tenido ninguna participación en la destrucción del medio ambiente y en el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, sino que, además, lo sufre pasivamente al igual que la naturaleza. Cierto es que, en su artículo Geology of Mankind –Geología de la Humanidad-, Crutzen, haciendo remontar la génesis del antropoceno a la época de la Revolución Industrial, admite que los efectos fueron causados en su mayoría sólo por el 25% de la población mundial. Pero esta admisión está muy lejos de suponer el fundamento de una crítica social y económica del sistema de producción y de sus relaciones.
De carácter similar al significante vacío y abstracto de la “globalización”, el marco de sentido dentro del cual opera el concepto de antropoceno es aquel según el cual la Humanidad, como totalidad indistinta, causa con sus acciones -entendidas también de manera en gran medida abstracta– un daño potencialmente irreparable a la Naturaleza, a su vez concebida como un sistema ahistórico e inmutable.
La desmitificación del concepto se basa en la toma de conciencia, por un lado, de que no es el ἄνθρωπος –anthropos-, el ser humano genéricamente entendido, sino el moderno homo oeconomicus y, en particular, la clase dominante capitalista del Occidente industrializado quien está en la raíz de la destrucción antrópica del planeta; y, por otro lado, que no es la «naturaleza«, concebida como un ambiente incontaminado e inocente (según el mito conservador de la wilderness –tierra salvaje-) la que se encuentra frente al hombre, sino la naturaleza como parte inseparable del «intercambio orgánico» entre hombre y ambiente, la que se ha convertido en objeto de las devastadoras prácticas predatorias del hacer
capitalista.
Como ha evidenciado Jason Moore, el concepto de antropoceno, cuando es utilizado fuera del ámbito de definición geológica, muestra y, al mismo tiempo, esconde la contradicción: de hecho, por una parte, ensombrece el relevante cambio en el nexo entre hombre y medio ambiente, pero simultáneamente lo mistifica, ya que naturaliza el capitalismo, en cuanto causa histórica del problema, en una forma universal y neutra de la coexistencia humana y de la producción, como si precisamente fuera la Humanidad, abstractamente entendida, la fuente del dilema. Para ser más precisos, la categoría de antropoceno oculta la base real de la destrucción ambiental y exhibe de manera abstracta –escribe Jason Moore– “un conjunto idealista de fragmentos que ignoran las relaciones históricas constitutivas que han conducido al planeta al borde de la extinción”. Por tanto,
puesto que el cambio climático y el apocalipsis verde son “capitalogénicos” y no “antropogénicos”, sería conveniente sustituir el término “antropoceno” (y su “narrativa empresarial”, como la ha definido Stefania Barca) por el término más riguroso y más apropiado de “capitaloceno”, acuñado por el citado Moore.
El quid de la cuestión estriba en el hecho de que el dilema ambiental no está ligado tanto a la especie humana universal e indistintamente entendida, cuanto a un específico modo de producción: el capitalista. Éste, a diferencia de todos los que lo han precedido, no es capaz de establecer un equilibrio con el medio ambiente y, en nombre del crecimiento sin fin (en el doble sentido de «sin una finalidad» y «sin un final»), considera la naturaleza como simple materia disponible para ese proyecto y, sobre esta base, perpetra el crimen contra la biosfera, la falta más grave jamás cometida por una sociedad.
Así pues, al lema capitaloceno, permitiendo añadir a la crítica de la economía política una crítica de la ecología política, le corresponde el mérito de exhibir el deterioro de la naturaleza como una extrinsecación peculiar de la organización capitalista del trabajo y de las relaciones sociales, en un horizonte que eleva al infinito la autopotenciación de la voluntad de poder del Tecnocapitalismo a su único fin: no vivimos en la época del hombre que destruye el medio ambiente, sino en la del capital o, más exactamente, en la del “capitalismo del desastre” (disaster capitalism) evocado por Naomi Klein, que aniquila tanto al hombre como a la naturaleza. La actual concentración de CO-2 en el aire y los calamitosos efectos de su impacto sobre el medio ambiente son el resultado “condensado” del poder tal como se ha impuesto a través del colonialismo ecológico y el imperialismo militar propios de la civilización capitalista.
Al exhibir la naturaleza sociogénica más que antropogénica de la devastación ambiental, la noción de capitaloceno permite declinar en clave marxiana, y por tanto considerando la sociedad y sus antagonismos, la cuestión ambiental, mostrando así “Comme les riches détruisen la planéte” (Cómo los ricos destruyen el planeta), para recuperar el título del estudio de Hervé Kempf
Incriminando a toda la Humanidad en torno a la responsabilidad colectiva por la devastación ambiental y por el cambio climático, el concepto ideológico de antropoceno comporta, además, dos consecuencias teóricas en absoluto desdeñables. En primer lugar, se corre el riesgo de deshistorizar la mirada, dando a entender que, incluso si el problema empieza a manifestarse sólo en tiempos recientes, sus causas están conectadas a la actividad antrópica qua talis, retrotrayendo potencialmente la perspectiva hasta el descubrimiento del fuego. En segundo lugar, existe el peligro de caer en una perspectiva teleológica con carácter de necesariedad , según la cual la acción humana debería, por necesidad, conducir a la descomposición del ecosistema. Un enfoque de este género, además de desfocalizar la mirada respecto a la contradicción capitalista, incurre fácilmente en el más sombrío fatalismo de la resignación en presencia de la “naturaleza en bancarrota”.
Es cierto que, después de las dos guerras mundiales, se registra the great acceleration en los procesos de impacto antrópico sobre el medio ambiente, merced a la industrialización de la fase fordista, a la urbanización creciente, a la propagación de nuevas tecnologías incardinadas en la disponibilidad de energía a bajo costo, a la radiactividad generalizada, y a la artificialización del planeta. Pero esa «gran aceleración» está conectada, una vez más, no con la Humanidad entendida de forma indistinta, sino con el sistema capitalista en fase de absolutización.
Por ironía de la historia, el orden capitalista, hoy tan atento –en su variante woke y arcoíris– a las lógicas “diferencialistas” y “antidiscriminatorias”, oculta la discriminación más grande, la de clase, que además tiende a agravarse cada día, y pretende hacer ver que todos los seres humanos –sin distinciones de clase y de área del planeta– son igualmente responsables del desastre imputable a los grupos dirigentes de la globalización turbocapitalista. El dispositivo ideológico coesencial a la categoría de antropoceno no se resuelve únicamente en el oscurecimiento de la contradicción capitalista y en la naturalización ideológica del elemento social, económico y político; más allá de esta dimensión, está conectada a su estructura la que definiremos como gubernamental: es, de hecho, sobre el marco hermenéutico, sólo aparentemente científico, donde se injertan las estrategias neoliberales de solución del dilema en clave capitalista. Para simplificar, todas ellas, en su pluralidad, presuponen que la Humanidad indistintamente entendida es la causa y el mercado capitalista puede ser la solución en clave de «desarrollo sostenible» y de «economía verde«. Como de costumbre, el capitalismo no sólo produce el desastre (incluido el ambiental), sino que hábilmente lo transforma en beneficios (en este caso, con la economía verde, donde el «verde» es el de los dólares mucho más que el de la naturaleza).
Por esta vía, “antropoceno” no sólo figura como el nombre de una nueva era geológica, sino que es, paralelamente, la etiqueta de un nuevo régimen de governance global del medio ambiente en clave neoliberal, que proponemos calificar como Leviatán verde. No sólo el capitalismo, que es la causa del problema ambiental, se transforma ideológicamente en su solución, sino que la propia Humanidad, entendida abstractamente como responsable de esas catástrofes que en su mayor parte sufre pasivamente, está llamada a resolverlas mediante una reorganización disciplinaria de su propio estilo de vida que, en abstracto, está dirigida a salvar el planeta y que, en concreto, resulta funcional al tránsito y la consolidación de la nueva figura –verde y ecosostenible– de la acumulación capitalista.
El discurso neoliberal emplea, en este sentido, el teorema que afirma que “todos estamos en el mismo barco” o que, en la variante del Al Gore de An Inconvenient Truth –Una verdad incómoda– (2006), asegura que todos residimos en la “astronave Tierra” y, por tanto, nos encontramos esencialmente en la misma posición. La corrección de la categoría de antropoceno con la de capitaloceno nos ayuda a entender el engaño ideológico de semejante registro discursivo: por insistir en la metáfora náutica, no todos hemos provocado de manera indiferenciada la tempestad y no todos navegamos en la misma embarcación (“No estamos todos en el mismo barco” es también, por cierto, el título de un capítulo del estudio de 2.016, de Ian Angus, Facing the Anthropocene –Frente al Antropoceno-).
En rigor, quien ha provocado activamente la tormenta se aloja en un yate confortable y bastante seguro, mientras que quien la sufre pasivamente está a bordo de una balsa zozobrante, que lo lleva a sufrir con extrema crudeza las consecuencias de la propia tempestad. A propósito, el informe Climate Vulnerability Monitor registra que de las 530.000 muertes que se registrarán en 2030 debido al calentamiento global, el 99% tendrán lugar en las naciones pobres y el 1% en las ricas (y, aún en estas, no es difícil imaginar que se abatirán principalmente sobre el pueblo profundo).
El valor ideológico del discurso sobre el antropoceno y sus posibles –y ya reales– usos gubernamentales, en forma de reformismo desde arriba, aflora nítidamente si se considera que no sólo permite cultivar y difundir la ilusión de que se puede continuar existiendo según la lógica del capital, a condición de que sea remodelado de forma verde, perseverando así en alimentar las causas de la catástrofe (generar valor emitiendo cantidades reducidas de gases de efecto invernadero significa mitigar los efectos sin eliminar las causas); además, hace posible el acoplamiento en su plataforma ideológica de la gobernanza eco-autoritaria del Leviatán verde, de las prácticas de geoingeniería (que, como veremos, es ella misma extrinsecación del problema más que solución) y, por último pero no menos importante, de la movilización de una forma de neomalthusianismo destinado sobre todo a las clases dominadas y a los países más pobres.
Si, en efecto, se sufre el dominio simbólico de los grupos dominantes ejercido mediante la categoría de antropoceno y si se persuade del hecho de que el problema no es el sistema capitalista ut sic, sino la Humanidad en su conjunto, va de suyo que se aceptan con dócil observancia las presuntas soluciones propuestas por los mismos que administran el discurso; y estas soluciones, como estamos viendo, contemplan el nuevo ciclo verde de la economía capitalista eco-friendly, la reorganización disciplinaria de la vida de todos y cada uno y –no por último– la reducción en clave neomalthusiana de la población o, rectius, de las masas malditas de la “glebalización”, o sea de la globalización de la desigualdad. Esta era la perspectiva que ya estaba en el centro del estudio de Paul Ehrlich, The Population Bomb (1.968) –Ed. Esp. La explosión de la población-, con su idea de un régimen autoritario capaz de imponer un límite rígido a la natalidad en los Estados Unidos.
El cansino estribillo recitado por los grupos dirigentes reitera desde hace tiempo que, a día de hoy, “somos demasiados” sobre la faz de la Tierra, pero en realidad pide ser traducido con mayor precisión con la fórmula “sois demasiados”, teniendo en cuenta que aquellos que lo repiten –la global class capitalista– pretenden reducir el número de seres humanos considerados improductivos, inútiles y hasta dañinos.
De ahí surge la categoría, en boga entre la plutocracia neoliberal, de useless eaters, “comedores inútiles”, que actualiza la antigua fórmula nazi de lebensunwertes Leben, “vidas no dignas de ser vividas”. Frente a estas sugestiones neomalthusianas, resulta necesario reiterar que es la acumulación capitalista, y no el crecimiento de la población, lo que representa el principal factor del cambio climático y de la aniquilación del medio ambiente.
A corroborarlo viene el hecho, entre otros, de que los países más pobres y con las mayores tasas de crecimiento demográfico son tendencialmente aquellos con el menor impacto pro capite sobre el clima y sobre la naturaleza: el dato de que la población tiende a crecer más rápido donde las emisiones crecen más lentamente, y viceversa, refuta tanto el marco ideológico de universalización del antropoceno, cuanto la perspectiva malthusiana que señala el crecimiento poblacional como la causa principal.
El análisis del concepto ideológico de antropoceno nos ha permitido rastrear un ejemplo meridiano de incorporación del discurso científico a una clara perspectiva política de clase, mostrando, una vez más, cómo la ciencia es, de por sí, indispensable pero insuficiente y siempre difícilmente distinguible de las formaciones ideológicas de complemento del orden tecnocapitalista. Parafraseando a Adorno, la ciencia no es sólo fuerza productiva social, siendo en realidad también relación social de producción.
Pero el análisis de la función ideológica del antropoceno nos ha evidenciado igualmente la exigencia de abordar la cuestión ambiental desde un punto de vista que, a la manera marxiana, tenga debidamente en cuenta el diagrama de las relaciones de poder y la concreción socioeconómica, la división en clases y el orden de producción capitalista.
Por este motivo, si realmente nos importa la suerte del ecosistema (y por ende la supervivencia misma de la Humanidad), debemos dejar de lado la categoría de antropoceno y las políticas de la “economía verde” para adherirnos a un proyecto radical de superación del modo de producción capitalista: el cual, como nos enseña el último Marx, posterior al primer libro de El Capital, no sólo destruye la fuerza de trabajo explotándola hasta el agotamiento, sino que trata análogamente a la naturaleza, devastándola y rompiendo irreversiblemente el equilibrio metabólico con ella.