Yo siempre habría dicho que el calor nos deja tontos. En una especie de letargo o somnolencia mínima. Un estado de indiferencia e, incluso, de desgana soporífera producida por las altas temperaturas, la humedad, el sudor y la propia existencia durante esos días.
Por eso me sorprendió tanto la extrema movilidad y la ligereza de mano que tuvo la policía en los acontecimientos de Alcalá de Henares. Yo pensaba que autoridades y agentes estarían más adormecidos, pero no.
Pareciera que manifestarse tras la enésima violación por parte de ciertos sujetos protegidos, es poco menos que terrorismo. Y podría entender esa reacción desproporcionada si se nos aplicase a todos. Pero no parece ser el caso. De hecho, las patrullas vecinales de Sabadell se las tienen que ver con grupos de magrebíes que van a buscarlos con armas blancas. Y los medios y autoridades, previsiblemente, intentarán criminalizar a dichas patrullas, mientras los auténticos criminales buscan «proteger» su impunidad con armas. En esos momentos a la policía se la ve poco. Ni se les ve detener a dos individuos, como en el caso de los manifestantes de Alcalá. Aunque me adelanto, quizás las personas detenidas en Alcalá sean peligrosos extremistas que quieren seguridad en las calles. Horrible. Esas personas son dañinas. No como los que llaman a tomar Al-Ándalus, restaurar un califato y a matar a todos los españoles, que están de broma.
Llama poderosamente la atención el contraste de trato. Para unos, impunidad y protección. Y en eso me quiero centrar. Porque parece que es el sistema elegido para gestionar la integración de ciertos colectivos.
No sé el origen de dicho sistema que, en la praxis, supone dar bula a todo exceso de ciertos colectivos. Imagino que hay sujetos que realmente creen que protegiendo a la gente de las consecuencias de sus actos, se les hace un favor y se les enseña que hay bondad en el mundo. Y puede ser que lo crean de verdad, no lo dudo, aún hay demasiado pánfilo de estilo New Age merodeando por el estado y el tercer sector. Y viven de ello, así que tienen pocos incentivos para soltar la cuerda.
Pero no parece que esas personas tan interesadas y creyentes en ese obtuso sistema de integración sean conscientes del daño que hacen. Primero, a los que sufren los abusos de esos seres protegidos. Pero, también y especialmente, a los propios individuos a los que se supone que aplicando tal sistema, se les integra. Porque conduce a lo contrario.
Es un tema ampliamente documentado en psicología y sociología. E insto al lector a indagar.
La sensación de impunidad crea auténticos monstruos. Lo lamento por los hippies de sandalias y flequillo mal cortado que gestionan dichos asuntos, pero las personas sanas se hacen responsables de sus actos. Tanto por ser personas funcionales, como porque las consecuencias nos construyen como personas. Puede ser difícil de entender para tipos que sufren ansiedad al ver explotar un globo con forma de vaca, pero el castigo tiene unas bondades terapéuticas excepcionales. El castigo o cualquier consecuencia ajustada a la acción cometida, que también puede ser un incentivo positivo, nos muestra los límites, nos enseña a respetar, a entender hasta dónde podemos llegar y que en el mundo no estamos solos. Es el ir en bicicleta de la convivencia. La caída enseña a montar. Pero hay quien insiste en llevar a la gente con ruedines, arnés y ropa acolchada mientras multa a los demás por circular con arreglo a la normas. Y así nos va.
Tenemos un enorme y creciente colectivo entre algodones, metido con calzador en nuestra sociedad. Se les mantiene y protege de todo. No solamente de elementos externos, también de sus propias acciones. ¿Y qué hace el sentimiento de impunidad en la mente de los individuos? Lo sabemos. Los convierte progresivamente en sujetos narcisistas y con nula empatía. Eso explica que sean capaces de crímenes tan abyectos y repugnantes que sorprenden a cualquier persona con una pizca de cordura.
La impunidad en la que se sostiene este supuesto sistema de integración es el origen de todo el daño causado a inocentes. Solamente una mente completamente destruida puede cometer tales barbaridades de forma reiterada. ¿Por qué? Porque no hay consecuencias para sus actos. Viven en la realidad junto a nosotros, pero en un estado mental diferente, más propio de una ensoñación que de un estado de cordura promedio.
Y eso, sin suponer, que ya nos llegan muchos elementos con rasgos previos de personalidad antisocial. Lo cual agrava la situación.
Una persona que ante cada exceso no sufre ninguna consecuencia, de hecho, recibe un incentivo. Si yo robo pero no hay consecuencias, el resumen es que he conseguido lo que quería sin más. Esta dinámica repetida indefinidamente acaba siempre, como ya he dicho, en puro y duro narcisismo y ausencia de empatía. Los demás no son nadie, no son nada. Son menos que figurantes, son atrezzo. Y no hay consideración por el objeto. No hay moral para una piedra. Pero el objeto se puede tomar y destruir. Y así sucede. Que la vida de los demás se convierte en una entidad inexistente. Eso, lo repito, nos da la explicación más ilustrativa de por qué esos criminales son capaces de crímenes que ninguna persona medianamente en sus cabales podría imaginar. Y eso explica por qué se dan entre esos colectivos de forma tan insistente. Dejan de ser personas corrientes. Hablamos de un agregado de narcisistas sin moral pero con un gran apetito. Y con salvoconducto institucional.
Algo que también rompe el principio de igualdad. Pero eso ya es cuento viejo. Ahora la ley se aplica o no con arreglo al colectivo al que se pertenece. Y las personas que han construido y protegen tal engendro legal, aún tienen el valor de hablar de igualdad y justicia. Me recuerda al más castizo catalán «sempre parla de merda el més cagat». Pueden traducirlo, pero creo que se entiende.
De hecho, los efectos de ese supuesto sistema de integración basado en encubrir cualquier acción de los miembros de algunos colectivos “vulnerables” y hacer desaparecer sus consecuencias, precisamente, por su estupidez y nocividad, conduce a tener que aplicar contramedidas para que la situación no se salga de control. ¿Y cuáles son esas medidas? ¿Comenzar a castigar y a hacer responsables a los sujetos de sus actos? No, ese melón parece no abrirse jamás. Así que la única salida es reprimir duramente cualquier repuesta contra esa impunidad. Para «equilibrar» la situación y no acabar convirtiendo el sistema en una trama de venganzas a la siciliana, se ampara la impunidad de unos mientras se reprime desproporcionadamente cualquier amago de respuesta. Vaya, hacemos juego de suma cero. Hoteles y cordones policiales para unos, ensañamiento para otros.
Debo decir que la aplicación de dicho sistema es sostenible en el corto y, quizás, en el medio plazo. Pero jamás en el largo plazo. Es nuestra fortuna. Los responsables del sistema son tan cortoplacistas que no se dan cuenta de que pasado el tiempo suficiente, la represión deja de funcionar. A corto plazo, quizás, las personas que ven amenazadas su seguridad y la de los suyos, «toleran» que los criminales campen a sus anchas con bula estatal y trabajador/educador social a cuestas. Y, quizás, la constancia de que cualquier respuesta puede conllevar un fuerte castigo, evite un conflicto inmediato. Pero eso no dura indefinidamente.
A largo plazo, esos son los mimbres de un conflicto abierto con fractura social. Y es posible reprimir a 40 personas desacostumbradas a la violencia. Pero no es factible controlar la respuesta de un colectivo cada vez mayor y cada vez más agraviado, que tras años de represión y violencia, esté articulado y dispuesto. Y ya no hablamos de un grupo enrabietado contra el último crimen de un reincidente. Tratamos de un colectivo consciente y concienciado.
Como ya he dicho, la sensación de impunidad crea en los individuos una falta de empatía y una personalidad narcisista. Por el contrario, cabe suponer, que un conjunto de individuos que sufran ensañamiento por parte de las autoridades mientras los abusos de esos narcisistas de factura pública son constantes, desarrollen un alto nivel de empatía dentro del grupo, de lealtad colectiva y, en general, una marcada identidad. Y toda identidad colectiva construida sobre los mimbres de haber sido maltratados y abusados sistemáticamente, marca una clara línea entre nosotros y los otros. Y ya no hay vuelta atrás.
Al final, se demuestra que no es un sistema de integración. A largo plazo es una fórmula letal para la convivencia. Pero no es la convivencia ni la integración lo que parece buscar la red que controla el cotarro. Únicamente parecen gestionar de forma cortoplacista la violencia de unos, reprimiendo a las víctimas. La cuestión es, ¿por qué?
Por desgracia, no puedo responder a dicha cuestión. No estoy en la mente de los mandamases. No sé si es mala gestión o mala fe. Bueno, si que lo sé, pero no quisiera destripar el final de la historia. Aún hay muchos que no han terminado de ver la película.