Europa es una obra extraordinaria. Nuestro mundo resulta inconcebible sin comprender la labor civilizacional de los pueblos europeos. Basta recorrer el camino de Santiago para encontrar en cada encrucijada maravillas arquitectónicas, artísticas, nombres llenos de historia y remembranzas de ideas que acumulan siglos de experiencia y potencia creadora. Ni tecnológica, ni científicamente la humanidad habría progresado como lo ha hecho sin el concurso de Europa, pero sobre todo nuestra aportación es insustituible, imprescindible, en el mundo del pensamiento y la filosofía. Desde Platón Europa encaminó el intelecto occidental hacia las cuestiones universales del significado de las cosas, ninguna otra civilización ha sido capaz de reflexionar y de dar al mundo una guía para entender ontológicamente al hombre y la sociedad humana como hemos hecho los europeos.
Las naciones europeas nacidas tras la caída del Imperio Romano siempre conservaron por encima de sus conflictos una idea de unidad bajo el concepto de cristiandad. El Imperio Carolingio, las Cruzadas medievales o el Sacro Imperio Romano Germánico encierran esta concepción de la comunidad de los pueblos cristianos de Occidente. Estas mismas naciones europeas emprenden desde el siglo XV una expansión que no parará hasta el siglo XX, manteniendo esa idea de comunidad cultural y civilización únicas. Europa, en su contacto tanto con razas más primitivas de África o América, como con pueblos más ricos, poblados y poderosos que ella misma, como los musulmanes, pudo imponer su influencia social, religiosa, mercantil y técnica en todo el mundo, gracias a su vitalidad como civilización.
Hasta la Revolución Francesa, pese a la ruptura de la unidad religiosa provocada por la reforma protestante, los pueblos de Europa, bajo sus respectivas casas reinantes, se consideraron una comunidad con el signo de la cuz como común denominador y un parentesco cultural más allá de fronteras, lenguas y tradiciones. La laicidad que trajo la Revolución no rompe con esta idea de comunidad de naciones, pero sí introduce una inquietante querencia por la unidad política en vez de la espiritual, que en las figuras de Napoleón y Hitler encuentra sus manifestaciones más hipnóticas y peligrosas, y que con la Unión Europea se mantiene por otras vías más pacíficas, pero no menos insidiosas.
Pero no adelantemos acontecimientos. En el siglo XIX, los dominios de ultramar del Viejo Mundo estaban llegando a su madurez, convirtiéndose en América en repúblicas herederas del legado europeo. Pero será tras la Primera Guerra Mundial cuando Europa muestre sus primeros síntomas de agotamiento y la marea de lo angloamericano comience a pugnar por la custodia y guía de la civilización occidental. No en vano, entreguerras, Paul Valéry hablará de la mortalidad de las civilizaciones y Spengler profetizará la decadencia de Occidente. En efecto, tras la Segunda Guerra Mundial las naciones de Europa quedan eliminadas como potencia militar. La crisis de Suez de 1956 marca el inicio del fin del protagonismo geoestratégico de Europa, el proceso descolonizador y la guerra fría, conducen a una nueva eliminación de las naciones europeas de la esfera de poder mundial. En esta ocasión, desplazadas como potencia política por la URSS y los EE.UU.
Quedaba aún una Europa como potencia económica y cultural. El Mercado Común Europeo parecía apuntalar el eje Atlántico como poder económico preponderante. Sin embargo, encerraba en sí mismo el germen de la globalización, que junto al desarrollo de las economías asiáticas ha acabado también por desplazar el poder económico al eje del Pacífico. Peor aún ha resultado la transformación de aquel Mercado Común, con fines exclusivamente económicos, en la actual Unión Europea que persigue, bajo una impersonal burocracia que ignora la comunidad y pone todo su acento en los mecanismos estatistas, una unidad política que violenta la soberanía de las naciones que construyeron Europa y encima no garantiza la preservación de las raíces culturales del continente.
No hay nada que amenace a Europa más radicalmente que la disolvente corriente del mundialismo que inspira la actuación de la Unión Europea. Con su individualismo, el mercado de masas, la aldea global de la información o el multiculturalismo, promueve que los pueblos, las naciones y las culturas sean vistos como simples agregados de ciudadanos cuyas relaciones esenciales se reducen a normas estatales, tributos, contratos legales e intercambios de mercado con unos uniformados puntos de vista que toda la población debe aceptar.
El consenso capitalismo-socialdemocracia que rige este modelo social se reduce a ganar dinero e inundar nuestras vidas de unos bienes materiales cada vez más trivializados. Esta Unión Europea no encierra en su fondo más que una ramplona asociación de mercachifles con mucho dinero y una casta de burócratas con una miríada de normas bajo el brazo, pero con muy poca potencia creadora y menor capacidad civilizacional.
En esta Europa envejecida y en declive poblacional, la inmigración masiva que alientan las élites mundialistas conseguirá que en 2050 uno de cada cuatro europeos tenga raíces africanas, en dos generaciones más, previsiblemente, no quedará nada de la vitalidad cultural europea.
La potencia cultural de Europa se verá desplazada por el individuo aislado, contrapuesto a la comunidad creadora, un agregado de personas intercambiables, una entidad sin cultura, sin alma, puramente geográfica y económica, eso sí, con la unidad política que ni Napoleón, ni Hitler lograron, un imperio de dinero y regulaciones, recubierto con sentimientos de universalismo buenista que dejará sin sentido transcendente el concepto de europeo.
Mucho de lo que hay en el fenómeno político de lo que han llamado populismos de extrema derecha representa la reacción de los pueblos europeos que no se resignan a desaparecer. En estas próximas elecciones veremos cuanto ha calado este sentimiento de rebelión contra la tiranía de la falsa Europa.