La democracia no es perfecta: la trampa de los ciclos electorales

La democracia no es perfecta: la trampa de los ciclos electorales. Emmanuel Martínez Alcocer

La democracia, al contrario de lo que proclama su mitología más ingenua, no es un sistema perfecto ni autosuficiente. Su funcionamiento también está atravesado por contradicciones internas, límites estructurales y mecanismos que, muy a menudo, lejos de garantizar una gestión eficiente del Estado, favorecen su parálisis, su teatralización y, en última instancia, su degradación como forma efectiva de gobierno. Una de estas trampas es la cuestión de los ciclos electorales. Nos referimos con esto a la necesidad periódica (cada 4, 5 o 6 años) de obtener la aprobación de un electorado masificado y fragmentado, que acaba siendo tratado más como cliente al que venderle un producto –el líder salvífico, el partido que acabará con todos los males, la regeneración democrática– que como ciudadanos soberanos con capacidad de decisión (a los que se concede, incluso, una solipsista «jornada de reflexión» antes de la votación). Lo que, como contraparte, genera una presión constante sobre los dirigentes políticos para anteponer el cálculo electoral a la racionalidad y prudencia de las decisiones estratégicas. De este modo, en las democracias realmente existentes la política pierde su fin eutáxico y se convierte en una carrera de obstáculos simbólicos dirigida por encuestas y gabinetes de imagen.

Desde la perspectiva del materialismo filosófico esta crítica adquiere un mayor alcance. La democracia política es una forma históricamente determinada del poder político, no es un ideal que alcanzar, ni una categoría moral universal ni una garantía de justicia. Porque las democracias realmente existentes son configuraciones políticas en las que el ejercicio del poder no está garantizado por la mera existencia de procedimientos formales como el sufragio, sino, como en cualquier otro tipo de régimen político, por la capacidad efectiva del Estado para gobernar, organizar, planificar y ejecutar planes y programas que respondan a intereses generales, no al capricho de la opinión. Y es que el Estado, desde una perspectiva materialista, no es una sustancia moral ni un sujeto providencial que «sufra» la democracia, sino una estructura operatoria compuesta por capas y ramas de poder capaces de organizar la sociedad política. Cuando esas mediaciones operatorias –partidos, instituciones, cuerpos técnicos, educación pública– quedan subordinadas a los mecanismos de legitimación electoral, el Estado pierde su potencia real y se disuelve en la apariencia democrática. Por lo que podríamos decir que el problema no radica por sí solo en la existencia de elecciones periódicas, sino en la absolutización de la opinión pública como principio rector, lo que convierte al Estado en un rehén de la propaganda.

Ahora bien, la llamada «opinión pública» no es una entidad espontánea ni la suma de las conciencias individuales, sino una construcción institucional producida por los aparatos mediáticos, económicos y culturales que canalizan la información y la percepción política. La llamada industria cultural y los medios de comunicación actúan como operadores que fabrican «consenso», moldean emociones colectivas y neutralizan la capacidad crítica de la población, sustituyendo la deliberación política por la reacción afectiva, moldeando a la población para moverse mediante impulsos propios del cerebro reptiliano.

Esta degeneración puede describirse como una sustitución de la política –en la medida en la que esta se define por la eutaxia estatal– por la escenificación, por el teatro cada vez más burdo. Y es que cuando los planes y programas políticos –prólepsis fundadas en diagnósticos y orientaciones seculares– son sustituidos por otros puramente ideológicos, se produce esta situación que denunciamos: el político se transforma en actor, el gobernante en publicista, el proyecto político en espectáculo. De este modo, decisiones básicas para un Estado como España –como una reforma educativa nacional, una política demográfica coherente o una planificación territorial que elimine desigualdades desestructuradoras– son postergadas indefinidamente por su escaso rédito electoral, aunque su necesidad sea escandalosamente obvia.

La figura del ciudadano soberano, propia de las naciones políticas, se ve también envuelta en esta lógica de disolución en el trampantojo. Dejamos de hablar de ciudadanos para hablar de votantes como consumidores volátiles de promesas y relatos urdidos por tahúres. Y lo que obtenemos es una sociedad política convertida en una suerte de mercado de expectativas emocionales. Más que una degradación moral, lo que se observa aquí es un proceso de neutralización de los ciudadanos, cuyos juicios críticos se ven sustituidos por dispositivos de manipulación ideológica, por un sistema de incentivos emocionales diseñados para mantener la pasividad política. El votante-cliente, entonces, deja de poder cumplir como ciudadano dado que empieza a carecer de juicio crítico para analizar el presente en marcha y analizar los caminos que marcaría la prudencia. Por el contrario, más bien se convierte en una masa fragmentada al albur de la propaganda y la mercadotecnia, tomando los eslóganes y las estrategias partidistas como si fueran mandatos sagrados, cuando en realidad obedecen a un chantaje permanente que se perpetúa por la ignorancia a la que es sometida la población. Por diversas vías, desde una educación vergonzosa y vergonzante, a bombardeos masivos diarios.

Este miedo a la impopularidad electoral, en definitiva, anula la posibilidad de ejercer el gobierno como actividad prudencial. Porque en esta situación viciada –que no es un «déficit democrático», sino una condición estructural de las democracias homologadas de nuestro Occidente– tenemos por un lado a los gobernantes y postulantes al gobierno como manipuladores de las masas, buscando su control y su voto. Pero al mismo tiempo, estos mismos viven en un permanente miedo a perder ese control y, por tanto, ese voto. El gobernante temeroso deja de ser un gobernante con posibilidades de estadista y visión a largo plazo, convirtiéndose en intérprete servil de la opinión pública, muchas veces manipulada o puramente pasional, como decíamos. Así, decisiones impopulares pero estructuralmente necesarias se consideran imposibles: desde el endurecimiento del sistema educativo hasta la limitación del gasto improductivo o la regulación natalista en un país envejecido. El resultado es una política de parches, de improvisaciones, de gestos que fingen gobernar pero que no transforman nada. La política queda entonces subordinada al tiempo corto de las redes sociales y los medios de comunicación, a la dictadura del trending topic y la demoscopia.

Esta parálisis no puede entenderse sólo como una cuestión psicológica o moral, sino como un fenómeno estructural dentro de la dialéctica de Estados. Las democracias occidentales contemporáneas, en especial las integradas en bloques supranacionales como la Unión Europea o la OTAN, ven limitada su capacidad operatoria por estructuras externas de poder económico, financiero y militar. En tal contexto, la política interna se reduce a gestionar márgenes cada vez más estrechos, mientras las decisiones estratégicas se trasladan a organismos tecnocráticos y no electivos, como por ejemplo la Comisión Europea. La retórica democrática funciona entonces como cobertura ideológica de una pérdida real de soberanía política.

Esta situación puede ser entendida como una degradación o desactivación del poder político. Porque el poder político, en sus múltiples variantes, no se agota en el ejercicio formal de funciones, sino en la capacidad para modificar la realidad presente conforme a unos planes y programas inteligentes, estructurados y respaldados por los aparatos y poderes del Estado. Cuando este poder se ve paralizado por la histeria electoral, por la propaganda ideológica o por la sacralización del consenso, se produce una crisis en el núcleo mismo de la política como techné prudencial encaminada a la eutaxia estatal. La democracia se convierte, entonces, en un teatro de sombras: instituciones huecas, programas vacíos, líderes coreografiados y un electorado al que se adula mientras se le impide comprender qué sucede a dos palmos de sus narices.

Pero que nadie se equivoque: esta crítica a una condición estructural viciada como esta de la democracia no equivale a una apología de regímenes autoritarios o dictatoriales. Pues si simplemente estuviéramos haciendo eso, estaríamos cayendo también en el fundamentalismo democrático, al considerar a la democracia como la fuente de todos los males políticos, sin capacidad de funcionamiento eficiente. Se trata, más bien, de una llamada de atención sobre los peligros de absolutizar la forma democrática como si fuese la única legitimación posible del ejercicio de la política, esto es, una llamada de atención acerca del peligro del fundamentalismo democrático. Éste sería el error en el que caen tanto quienes consideran la democracia como un régimen perverso per se, como aquellos que la consideran la única manera posible de gobierno. Además, el fundamentalismo democrático no actúa sólo en el interior de los Estados, sino también como ideología exportadora: bajo su manto se legitiman intervenciones militares, sanciones y operaciones internacionales que buscan imponer el modelo liberal occidental como si fuera una verdad política universal. Este uso imperial de la democracia es una de las formas más eficaces del nuevo idealismo político contemporáneo. Si bien, desde el materialismo filosófico las formas de gobierno deben juzgarse por su capacidad para organizar racionalmente la sociedad política, no por su ajuste a un ideal normativo abstracto. Una democracia ineficaz, paralizada, degradada por la propaganda masiva y la mercadotecnia, es más nociva que una monarquía parlamentaria eficaz o que una república oligárquica dotada de planificación racional. La clave está en el funcionamiento estructural, no en el fetichismo formal. Por eso no basta con afirmar, con escándalo, que es que «esto no es una democracia», afirmándolo así dado que se considera que la democracia realmente existente no cumple tales o cuales parámetros que se ofrecen como necesarios desde otro ideal de democracia. Como sucede con aquellos que toman el modelo ideal de la democracia estadounidense para forjar su propio modelo, también ideal.

Lo que se impone, en consecuencia, es una crítica radical a la conversión de la democracia en religión civil, en liturgia electoral, en moralina igualitarista desligada de toda efectividad política. En vez de fomentar la formación de ciudadanos juiciosos, comprometidos con la transformación de la realidad y la marcha de su nación, el sistema actual produce masas adormecidas, sometidas a la inercia de la imagen, la simpatía con los representantes de cada partido y la percepción mediática. Frente a ello, la única salida posible es la recuperación de una concepción de la política como campo dialéctico de lucha, conflictivo, estratégico, no como espectáculo consensual ni como teatro de las emociones. O dicho de otro modo: recuperar la racionalidad política –tan ligada a la virtud de la prudencia, que tan importante es para un político– exige reconstruir la función del Estado como sujeto soberano de planificación y gestión del territorio, y como instancia organizadora de los intereses objetivos de la sociedad política. Esto implica, en primer lugar, fortalecer una educación pública de calidad en tanto mecanismo de formación del juicio político de los distintos grupos de ciudadanos; en segundo lugar, conlleva revalorizar los cuerpos técnicos y administrativos del Estado, para que estos den estabilidad al mismo, frente a la improvisación partidista; y, a su vez, hace necesario comprender la acción gubernamental como un «arte» –de nuevo: prudencial– de previsión y ejecución, algo que hoy ha degenerado en un mercado de simpatías. La eutaxia no se mide por la popularidad, sino por la eficacia en la articulación de los fines comunes del Estado.

En conclusión, la democracia, tal como se practica hoy en muchas sociedades occidentales, como la española, corre el riesgo de convertirse en una forma degradada de trampantojo político. Es un régimen que proclama el «poder del pueblo» mientras se somete a la tiranía del aplauso fácil; que glorifica la libertad de expresión mientras criminaliza toda disidencia razonada; que habla de progreso mientras paraliza toda transformación real. Sólo una crítica materialista –que ponga en evidencia los mecanismos ideológicos, las estructuras de poder y las funciones del Estado– puede recuperar la política de las manos del espectáculo y devolverle su carácter transformador. No porque en política el espectáculo y la propaganda no deban darse, pues pedir eso es una ingenuidad, sino porque, aunque sea algo siempre presente, la política tampoco puede ser tragada y subsumida en la propaganda y el espectáculo partidista. No basta con votar cada cuatro años: es necesario comprender, organizar, decidir y, sobre todo, gobernar. Y gobernar no según los humores del público, sino conforme a una racionalidad histórica y prudencial a escala estatal que asegure la eutaxia de la sociedad política frente al caos sentimental del mercado electoral. Pero, ante esto, cabría preguntarse: ¿es que acaso las democracias en las que vivimos –no «la» democracia, sino las democracias en las que vivimos– pueden funcionar de otro modo? ¿Acaso eso que se está pidiendo, a saber, el racionalismo político prudencial por mor de la eutaxia estatal y no en función de la mercadotecnia, no es ya algo incompatible con la marcha actual de democracias como la española? Y si esto es así, ¿no habrá que plantearse que estas democracias en las que vivimos no son tan perfectas como nos las pintan?

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