La tesis que vamos a desarrollar en lo que sigue es sencilla en su formulación, pero decisiva en sus consecuencias: la democracia, por sí misma, no puede invocarse como principio de unidad política. Y decimos decisiva refiriéndonos sobre todo a aquellos amantes de que se haga la democracia aunque perezca el mundo, muchos de ellos además declarados «patriotas constitucionales». Porque en una sociedad política estatal la unidad –y con ella la continuidad, la eficacia y la justicia posible de una sociedad de personas– no dimana de una «idea de democracia» excelsa, inalcanzable y luminosa, sino de la realidad efectiva de un Estado que ordena, garantiza y articula los procedimientos democráticos dentro de su propio perímetro jurídico, territorial e institucional. De modo que cuando esa «idea» se desgaja del cuerpo político que la hace posible, deja de ser un instrumento técnico de gobierno y se metamorfosea en un mito legitimador. Un mito legitimador, a menudo, de la podredumbre que hiede y pudre todas las estructuras estatales, o de las ruinas lastimosas de lo que en otro tiempo fue un país soberano.
Desde la perspectiva del materialismo filosófico, el núcleo de la cuestión se entiende mejor si sustituimos la retórica de los valores sublimes por conceptos positivos, efectivos, operatorios. Tales como: sociedad política, Estado, eutaxia, principios medios, democracias realmente existentes, homologación… Sólo en esa escala morfológica es posible comprender bien por qué apelar a la democracia contra el Estado que la soporta –y que la define, limita y protege– equivale a desfigurarla en su sentido material y convertirla en mera coartada ideológica. Y además, y esto es lo que más nos interesa, el caso español resulta paradigmático. Porque una cosa que no se suele tener en cuenta es que los nacionalismos secesionistas que padecemos en España también invocan constantemente la democracia, es su mito apotropaico. Y lo hacen no para «perfeccionar» la democracia española realmente existente, sino para negarla –esto es, para desconstitucionalizarla en su sentido material, es decir, destruirla– con el fin de erigir otra legalidad al margen del Estado, al margen de España. Pero lo que vale para España vale, mutatis mutandis, para cualquier sociedad política compleja: no hay democracia sin Estado; y no hay unidad política garantizable invocando una democracia que pertenece al viento y vuela por encima del Estado.
Así pues, hay que tener claro que la democracia no es un «valor absoluto», ya que parece que actualmente la diosa democracia ha sustituido al Dios cristiano en lo que refiere a la legitimación de unos regímenes políticos u otros, por más partitocráticos o no que resulten. Antes al contrario, la democracia es un modo de organización política cuyas piezas –sufragio, representación, «separación» y coordinación de poderes, jurisdicción independiente, control del gobierno, garantías de derechos, cuerpos intermedios, administración profesional, fuerzas armadas bajo mando civil, etc.– se ensamblan en un Estado concreto. Como toda técnica institucional, tiene gramática, límites y condiciones de posibilidad. Fuera de ese armazón estatal la «democracia» se vuelve una palabra talismán, el fetiche legitimador disponible para cualquier empresa: tanto para construir consensos eutáxicos como para dinamitar el orden que los hace practicables.
Conviene recordar además, frente a las mistificaciones habituales, que no existe una «democracia universal» fluyendo sobre la humanidad. Lo que existen son democracias homologadas, esto es, variantes empíricas y comparables de gobierno representativo, sometidas a procedimientos y a marcos jurídicos análogos, pero siempre encajadas en Estados determinados. De ahí que, aunque sea el sueño húmedo de los secesionistas, no pueda haber «derecho democrático a la secesión» en abstracto, como si bastara con contar papeletas en cualquier trozo del territorio nacional para que surja ipso facto un nuevo sujeto soberano. El sujeto democrático es el cuerpo político entero, la nación política, no cada una de sus porciones cuando deciden aislar su contabilidad.
Una aclaración que nos da pie, a su vez, para introducir otra. Y es que para el materialismo filosófico, la sociedad política no es una imaginaria suma de individuos que pactan; es un todo atributivo –un cuerpo con capas y ramas de poder– que organiza la vida de millones de personas, con instituciones diferenciadas y una legalidad cuya eficacia produce orden por medios como la fuerza, siempre que es necesaria –y lo es constantemente–, o por convencimiento, adoctrinamiento y educación. A ese orden objetivo –capacidad de mantener la forma estatal, de distribuir funciones, de defender fronteras, de asegurar la producción y el intercambio, de arbitrar conflictos– lo llamamos eutaxia.
Entendiendo esto, podremos entender que la democracia es una forma de régimen político que, en determinadas condiciones históricas, puede mejorar o fortalecer la eutaxia –por ejemplo, garantizando relevos pacíficos y canalizando la conflictividad–; pero no la crea desde la nada, ni tiene por qué lograrlo de manera infinitamente mejor que otros tipos de régimen. Por lo que hemos dicho: porque una democracia se configura desde el Estado mismo en el que se sustenta esa democracia, en dialéctica con otros Estados. Por ello, apelar a la democracia fuera del Estado equivale a despolitizarla y reducirla a su mínima expresión, elevándola a su vez a su mayor carácter metafísico: se la separa del circuito donde tiene sentido y se convierte en moralina plebiscitaria. En un pastiche ideológico. ¿Apta para qué? Apta para bendecir rupturas nacionales que no podrían ni siquiera ejecutarse sin el soporte logístico del mismo Estado al que dicen impugnar los rupturistas (censo, escuelas, hospitales, carreteras, tribunales, policía, moneda…).
El guion es conocido: se apela a la «voluntad democrática» de una parte, se escenifica una democrática consulta al margen del marco constitucional, o se intenta, y se declara que hay «mandato» porque «el pueblo» ha hablado, un pueblo que «sólo quería votar». Pero no existe ningún «mandato democrático» en una parte de una nación para destruir el sujeto político soberano al que esa parte pertenece. En términos estrictos, eso no es democracia, es plebiscitarismo de facción. Es un intento de secesión con la cobertura de la ideología del fundamentalismo democrático. Y cuando esta sirve para quebrar el Estado en nombre de la propia democracia, entonces estamos ya ante el mito legitimador: una palabra sacralizada que, al margen del Estado, sirve para justificar lo contrario de lo que dice.
Esto es algo que parecieron entender en Canadá hace unas décadas, un ejemplo que suelen poner aquellos pobres oprimidos por el malvado Estado español y que más apelan a la democracia. Y es que en este país norteamericano, en 1980 y 1995 hubo referendos en Quebec dentro del marco canadiense. Después, el Tribunal Supremo de Canadá (1998) estableció la conocida «doctrina de la claridad»: no hay derecho unilateral de secesión; si alguna vez hubiera de negociarse, haría falta una pregunta clara, una mayoría clara y un proceso federal de negociación. Es decir, el proceso se daría siempre dentro del Estado y según sus reglas. ¿Qué significaba esto? Que la democracia no habilita por sí sola la ruptura; la política democrática opera en el perímetro de la Constitución. Otro ejemplo que gusta a los secesionistas patrios es el escocés. El referéndum de 2014 fue posible porque hubo habilitación estatal por medio del Acuerdo de Edimburgo de 2012 (que incluía la llamada autorización al amparo de Section 30). Pero años después, en 2022, el Tribunal Supremo del Reino Unido dictaminó que Edimburgo no puede convocar por sí mismo otro referéndum de secesión sin autorización de Westminster. Con lo que vemos de nuevo que, incluso en democracias de fuerte descentralización, la unidad del sujeto político no queda a expensas de plebiscitos unilaterales. Y en lo que refiere al caso español tendremos que decir que la Constitución de 1978 consagra, con su sistema de derechos, su Estado autonómico y sus garantías jurisdiccionales, una democracia homologada. Esa democracia no flota en el aire, está configurada desde el Estado español previamente existente. Por eso, cuando en septiembre de 2017 se aprueban en una cámara autonómica como es la de Cataluña las denominadas «leyes de ruptura» y se intenta el 1 de octubre una consulta suspendida por el Tribunal Constitucional, no hay «democracia» en acto, sino un desbordamiento plebiscitario contra la legalidad de la que dependía incluso la propia cámara que lo impulsaba. Es, sencillamente, un intento de secesión –o una escenificación de la misma– bajo el manto sagrado de la voluntad de votar, bajo la legitimidad celeste de las urnas. ¿Pero es que la democracia puede abolirse a sí misma invocando la democracia?
Entonces, planteémoslo de nuevo: ¿por qué no puede la democracia ser «principio de unidad»? Sencillamente porque la unidad política de una nación y un Estado no es un sentimiento ni una encuesta, sino una realidad objetiva sostenida por instituciones que obligan: fronteras, hacienda, jurisdicción, defensa, escuela, moneda, lengua de Estado, regímenes de ciudadanía… La democracia puede fungir como un modo administrar la unidad, pero no la constituye. La constituye el Estado con su legalidad eficaz y su fuerza. Si se pretende que la unidad dependa de «lo que hoy arrojen las urnas en tal comarca», la unidad deja de ser unidad y pasa a ser contingencia plebiscitaria. Un Estado así no gobierna: se disuelve. Por eso llamamos democracia homologada a los Estados que, con variantes, comparten un repertorio de instituciones reconocibles como democráticas por otros Estados análogos: elecciones competitivas, pluralismo de partidos, garantías jurisdiccionales, libertades públicas, división de poderes, etc. Esa homologación es política y jurídica, no mística. Por eso la apelación a una supuesta «democracia superior» –siempre indefinida, siempre «más democrática» que la realmente existente– funciona como un mito: sirve para deslegitimar la forma política efectiva en nombre de una pureza nunca especificada ni alcanzada. El resultado práctico, sin embargo, no es una democracia más «intensa», más «democrática», sino la restauración de poderes sin controles –el viejo plebiscitarismo, ahora con «hashtags» y urnas de plástico–.
Adicionalmente, en este plano es muy útil distinguir, como hace el materialismo filosófico, entre principios primeros (ideas muy generales: «género humano», «justicia universal», «derechos humanos») y principios medios, que son los que operan cuando hablamos de Francia, España, Canadá, India o Brasil. Sólo si nos situamos en ese plano medio podemos entender bien cómo se decide si un procedimiento es democrático (porque encaja en el Estado), o antidemocrático (porque lo desborda y lo sustituye). La eutaxia –la salud del cuerpo estatal– es el criterio: mantener la forma, sostener funciones, defender el perímetro, arbitrar conflictos y asegurar continuidad. La democracia vale cuando favorece esa eutaxia; pierde valor cuando la destruye.
España no es un agregado mecánico de individuos ni de «naciones culturales», sino una sociedad política histórica que ha estructurado pluralidades –lingüísticas, jurídicas, territoriales– dentro de un mismo Estado. La Constitución de 1978 no inventa España, en todo caso la reorganiza democráticamente, estableciendo un sistema autonómico muy amplio, que hoy ha degenerado en un sistema federal de facto. Precisamente por eso, el intento de convertir la parte en todo por vía de un plebiscitarismo unilateral justificado en la sacrosanta democracia resulta, ciertamente, antidemocrático: porque destruye el marco común español y suspende las garantías que aseguran los derechos de todos –también los de quienes, en esa misma parte de la nación española, no comparten el proyecto secesionista–.
La democracia puede ser un instrumento político de gran valor, pero no es una vara mágica ni un absoluto teológico. Vale en tanto forma parte del Estado y favorece su eutaxia. Invocarla contra el Estado que la hace posible no la eleva, la anula: la convierte en un mito legitimador al servicio de operaciones antipolíticas, en la medida en que operan contra el buen orden y recursividad del Estado (esto es, la eutaxia del mismo). Quien de verdad defiende la democracia en que vive –aunque pueda criticarla y querer reformarla consistentemente– defiende la sociedad política que la sostiene; y quien pretende arrogarse un «mandato democrático» para romper el cuerpo político no la perfecciona, la destruye. Puede que diga actuar en nombre de la democracia, pero lo estará haciendo en nombre de una democracia que no existe –al menos por el momento– contra otra que sí es una democracia realmente existente. España, como cualquier sociedad política, no se mantiene unida por un «encantamiento democrático», sino por instituciones que hacen posible la vida común y por un orden jurídico que, mejor o peor, protege a todos los españoles. Si la democracia es una técnica de gobierno, el Estado es su taller, y fuera del taller no hay obras, sólo distorsionadoras habladurías.