Es Navidad, ese momento del año en el que la familia y los amigos se reúnen para celebrar el nacimiento de Cristo. Sin embargo, especialmente en Occidente, los días festivos, las comidas copiosas y la vorágine consumista han terminado por difuminar el verdadero significado de la Navidad, que ha pasado a convertirse, en la práctica, en una celebración genérica de la vida, del bienestar o de la mera convivencia social. Pero toda celebración auténtica debería ser siempre la consecuencia externa de una alegría profunda y concreta, provocada por un acontecimiento preciso. Y en el caso de la Navidad, ese acontecimiento no es otro que la llegada al mundo de una vida muy particular, nacida en Belén hace más de dos mil años: Jesucristo.
El Misterio de la Encarnación es aquello para lo que los cristianos nos hemos venido preparando durante el Adviento y lo que aguardamos celebrar con gozo junto a nuestros seres queridos: la llegada del Rey recién nacido, verdadero Dios y verdadero hombre. Pero esta llegada no constituye un punto final, ni el cierre simbólico de un ciclo anual que se abandona sin consecuencias una vez terminan las fiestas. Muy al contrario, debería ser el comienzo de una vida nueva con —y en— Cristo, marcada por resoluciones, renovación interior y compromiso, que se reactualiza cada año.
Sin embargo, no son pocos —incluidos muchos cristianos practicantes— los que parecen vivir la Navidad como un paréntesis espiritual, tras el cual se retorna sin más al modo business as usual tan pronto como se vuelve a la oficina. Esta actitud revela una profunda incomprensión de lo que realmente se celebra. Porque las consecuencias de la verdad teológica e histórica que conmemoramos en Navidad son monumentales. No sólo en el plano religioso, sino también en el filosófico y, muy especialmente, en el ámbito de la teoría política.
De hecho, las ramificaciones de la Encarnación de Cristo informan en gran medida los cimientos mismos de la civilización occidental. Podrían enumerarse múltiples ejemplos, pero basta uno particularmente ilustrativo: la teoría moderna de los derechos humanos.
Los derechos humanos, sostengo, son poco más que una expresión de voluntarismo moral si no hunden sus raíces más profundas en la fe y la tradición cristianas. Y no porque no puedan formularse como reclamaciones jurídicas o mecanismos de protección, sino porque la idea misma de que todos los seres humanos poseen una dignidad intrínseca, igual y sagrada carece de fundamento sólido fuera de ese marco.
La razón última por la cual los seres humanos son iguales ante la ley y merecen un respeto incondicional no se encuentra en su utilidad social, ni en su capacidad productiva, ni siquiera en su nivel de conciencia o racionalidad. Se encuentra en el hecho de que todos somos criaturas del mismo Creador, y que ese Creador, según enseña el cristianismo, se hizo hombre. La Encarnación confiere a la naturaleza humana una dignidad radical, porque Dios mismo la asumió. Y no sólo eso: un Dios hecho hombre que murió para redimir a toda la Humanidad.
Si se prescinde de estas verdades, muchas de las afirmaciones morales que hoy se dan por supuestas quedan suspendidas en el aire. Si la dignidad humana se fundamenta exclusivamente en la razón o en la conciencia, ¿qué ocurre entonces con aquellos miembros de la misma especie que poseen distintos niveles de ambas? ¿Deberían gozar de distintos grados de dignidad? ¿Y qué sucedería si, en el esquema evolutivo, otras especies desarrollasen formas de conciencia comparables? Las preguntas que emergen en ausencia del fundamento cristiano son innumerables y, en última instancia, irresolubles.
No hay nada en absoluto autoevidente en la idea de que todos los seres humanos poseen un valor intrínseco igual o que cada individuo sea inherentemente precioso. Estas ideas pertenecen a la tradición cristiana, pero hoy son asumidas acríticamente por un pensamiento secular que las considera obvias mientras rechaza el sustrato del que proceden. He aquí una de las grandes paradojas del liberalismo occidental: ignora que es una creación histórica del cristianismo, lo rechaza abiertamente, pero sigue afirmando —y exigiendo— valores cristianos.
Los teóricos del derecho natural comprendían mucho mejor que nosotros los fundamentos filosóficos de los derechos naturales —antecesores directos de los derechos humanos modernos—. Sabían que somos lo que somos porque hemos sido creados imago Dei. De ahí dimana nuestra dignidad, nuestra igualdad esencial y nuestro valor irreductible.
Por todo ello, el verdadero significado de la Navidad debe ser rescatado y devuelto al lugar que le corresponde: el altar. No el folklore vacío, ni la sucesión interminable de celebraciones sociales y excesos gastronómicos. La civilización occidental es, sin duda, filosofía griega; es también derecho romano; pero, por encima de todo, es fe cristiana. Y en Navidad, Dios se hace hombre para redimirnos a todos.
No es casualidad que los bárbaros —ideológicos o de otro tipo— odien la Navidad. La desprecian porque desprecian la civilización. Algunos quizá no sean plenamente conscientes de esta conexión lógica, pero su ignorancia no les impide actuar contra aquello que rechazan. Otros, en cambio, saben perfectamente cuál es su objetivo. Saben que la Navidad es civilización. Odian la Navidad porque es cristianismo. Y odian el cristianismo porque es civilización.
Por eso no sorprende que el secularismo radical esté embarcado en una cruzada contra el cristianismo. El cristianismo es ridiculizado como un cuento infantil por el mismo Occidente liberal cuyas estructuras morales, jurídicas y políticas descansan sobre presupuestos cristianos.
Ahora bien, este ataque externo no ha sido el único desafío. El año 2025 ha sido especialmente convulso para lo que podríamos denominar el espacio de la no-izquierda: ese amplio y diverso conjunto de personas, movimientos e instituciones que, con mayor o menor claridad, aman Occidente, su legado y su continuidad histórica. Ha sido un año marcado por divisiones internas, luchas fratricidas, incomprensiones mutuas y una tendencia preocupante a confundir al adversario principal.
En demasiadas ocasiones, quienes comparten un mismo amor por la civilización occidental —aunque lo expresen desde tradiciones, acentos o estrategias distintas— han acabado enfrentados entre sí, debilitando así su propia capacidad de resistencia cultural y política. El ruido, la sospecha permanente y la tentación del sectarismo han erosionado un espacio que, por definición, debería estar unido por lo esencial: la defensa de la verdad, de la dignidad humana y de la herencia civilizacional que nos ha sido confiada.
Ante este panorama, la Navidad adquiere también una dimensión correctiva. Nos recuerda que la civilización que decimos defender no es una construcción meramente técnica o instrumental, sino una herencia espiritual que exige humildad, jerarquía de prioridades y sentido de lo común. No todo desacuerdo es una traición, ni toda diferencia una amenaza existencial.
Si 2025 ha sido un año de fragmentación, 2026 debería ser un año de mayor entendimiento entre quienes sostienen estas verdades fundamentales. No se trata de uniformidad ni de pensamiento único, sino de reconocer qué es lo verdaderamente esencial y qué pertenece al ámbito legítimo del debate. Defender Occidente no exige pensar igual en todo, pero sí comprender qué lo hace posible y digno de ser defendido.
Ante la hostilidad externa y la dispersión interna, quienes amamos —por nacimiento o por adopción— la civilización occidental tenemos un deber renovado: defenderla, cuidarla y celebrarla. Y celebrar la Navidad es parte inseparable de ese deber. Porque hacer una cosa es hacer la otra. Celebrar la Navidad no es sólo un acto de fe. Es, hoy más que nunca, un mandato civilizatorio. Feliz Navidad.