«Sed pastores con olor a oveja». (Francisco, Obispo de Roma, en la homilía de la Misa Crismal de 28-III-2013)
Entre los últimos años del franquismo y los comienzos de la segunda restauración, el cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid-Alcalá, dejó marcado en buena medida el rumbo que habría de seguir hasta hoy la Conferencia Episcopal Española. Fue hombre astuto y no menos inteligente, por más que bastantes fieles llegasen a dudar de su cordura cuando aseguró que “con un gobierno menos católico España estará mejor” . Aquella frase estaba llamada a acrecentar la ya notable celebridad de su autor por cuanto -mutatis mutandi- atribuía al Cardenal una lógica semejante a la del alto ejecutivo de una multinacional de hamburguesas que fomente el veganismo. Así y todo, estimado lector, no se deje confundir: Tarancón distaba mucho de ser un necio y, además, creó escuela: el taranconismo, corriente nacida del llamado “espíritu del Concilio” en la cual el pensamiento es enteramente superfluo y la ubicación táctica en el tablero de los poderes lo es todo.
El taranconismo es fenómeno complejo. Participa del humanismo, la filantropía, el optimismo antropológico, el evolucionismo doctrinal y la desacralización radical de la Iglesia católica postconciliar en los cinco continentes, pero además incorpora características específicamente españolas. A nuestros clérigos progres la simple mención del régimen franquista y de su creador bastan para erizarles el cabello, pues Franco en el imaginario colectivo taranconiano es la personificación misma de la perfidia y la suma de todos los males: algo semejante a lo que antaño predicaban de Satanás, en cuya existencia real la mayoría ha dejado de creer. Conscientes sin embargo de la íntima proximidad eclesial al franquismo durante decenios, el clero taranconiano no desaprovecha ninguna oportunidad de manifestar su abominación de la dictadura -a modo de expiación de culpas pretéritas- aunque al mismo tiempo porfía por retener las dádivas y privilegios, no sólo materiales, que sus predecesores complacidamente recibieron de manos del dictador. No es tarea difícil rastrear el origen de la exención tributaria de los lugares de culto, o la profusión de centros escolares de ideario católico, desmentido en la práctica por su docencia cotidiana. Dichos colegios son recuerdo y presencia viva del trato benévolo dispensado por el Estado franquista a las órdenes religiosas y en la actualidad subsisten sostenidos con fondos públicos mediante conciertos con las administraciones regionales. Sin ánimo exhaustivo, podemos recordar que la eficacia civil del matrimonio canónico y de las sentencias de los tribunales eclesiásticos forman parte del caudal hereditario de la dictadura y la asignación en el Impuesto sobre la Renta de nuestros días es ejemplo de cómo los obispos españoles no hacen distingos entre regímenes a la hora de procurarse prerrogativas y regalías.
Así pues, el episcopado taranconiano, y los no menos progresistas cleros secular y regular, experimentan la imperiosa necesidad de mantener una cordial relación con los poderes públicos del Estado; más incluso: se desviven por congraciarse con ellos y agradarles en todo a pesar de que los gobernantes dejen el ambiente tras de sí impregnado de inequívoco hálito sulfuroso y, por supuesto, jamás se escuchará procedente de un púlpito una crítica a los actos de las administraciones. Si la eutanasia dirigida contra los débiles y los enfermos figura entre las iniciativas próximas del Gobierno, ellos guardan prudente silencio. A fin de cuentas, si permanecen silentes cuando a cien mil niños españoles se les impide nacer anualmente y no osan siquiera preguntarse por qué el Tribunal Constitucional tiene pendiente de fallo desde hace ¡diez años! el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la ampliación de la legislación abortista, ¿qué razón pueden tener para alzar su vocecita en defensa de la dignidad de los ancianos? El modelo cristiano de familia, la moral conyugal, la reprobación del adulterio, el primado de los padres en la educación de sus hijos dejaron de ser principios irrenunciables para convertirse en opciones tal vez deseables pero siempre cuestionables. Si los cuerpos policiales se extralimitan durante el estado de alarma en los meses de pandemia y, arbitrariamente, anulan la libertad de culto, el episcopado inclina la cerviz -mansamente, sumisamente- calla y manda callar a los fieles. Y, claro, cómo no, si el Gobierno decide profanar una basílica pontificia para exhumar los restos mortales de Franco, en contra de la vigente inviolabilidad de los templos y de la voluntad de la familia, el episcopado (encabezado por el titular de la diócesis romana) asiente, calla y manda callar. Muy posiblemente les horrorizaba la posibilidad de que alguien trajera a colación que -en otra época- el dictador recibió -de manos de otro pontífice- la Suprema Orden Ecuestre de la Milicia de Nuestro Señor Jesucristo, máxima distinción papal creada para recompensar especialísimos servicios prestados a la Iglesia. Otra culpa que expiar.
Pero este verano que ya se nos despide, concretamente el pasado 4 de agosto, la Ejecutiva de la Conferencia Episcopal se superó a sí misma y tengo para mí que incurrió en sonado ridículo. Difundió una breve nota a propósito del precipitado abandono de España por Juan Carlos I, con evidente propósito adulador y exceso grotesco en el gesto cortesano. Manifestaban su “respeto por su decisión y el reconocimiento por su decisiva contribución a la democracia y a la concordia entre los españoles” así como su “adhesión y agradecimiento” a Felipe VI “por el fiel cumplimiento de los principios constitucionales y su contribución a la convivencia y bien común de todos los españoles”. Todo ello, pasando de puntillas sobre el fondo del asunto: el atropellado viaje sin regreso previsto del ínclito emérito se debe a las revelaciones de la prensa internacional sobre comisiones multimillonarias percibidas ilícitamente, valiéndose de modo ignominioso de sus privilegios como Rey de España y depositadas en cuentas bancarias opacas de Suiza como forma de evadir los impuestos que a todos los demás españoles nos exige la Agencia Tributaria. Por si algo faltaba, a falta de desmentido por parte del interesado –qui tacet consentire videtur– el escándalo desvela la sorprendente generosidad de Juan Carlos I, que regaló decenas de millones de euros a Corinna Larsen, su amante notoria, última mujer (de momento) con la que se ha complacido en humillar públicamente a la reina Sofía. La nota de los obispos silenciaba cualquier referencia a la sordidez real del asunto pero, eso sí, concluía haciendo votos por la visibilidad “en nuestra sociedad (del) Reino de verdad y de vida, el Reino de justicia, de amor y de paz”. Definitivamente, han quedado atrás las oscuras épocas del llamado nacionalcatolicismo, pesadilla del clero taranconiano, aunque pasajes literarios tan memorables como el citado de la Conferencia Episcopal dan a entender que nos adentramos en una suerte de cesaropapismo por lo civil, donde la jerarquía de la Iglesia acepta la primacía del poder civil incluso en asuntos de fe, o más exactamente de apostasía y negación de la fe.
¿De verdad creen los señores obispos que el reinado de Juan Carlos I ha contribuido a hacer visible “el Reino de verdad y de vida, de justicia, de amor y de paz”? Sin entrar a valorar asuntos estrictamente mundanos, no deja de asombrar que ellos -precisamente ellos- consideren que las legislaciones familiar, escolar o de género -sancionadas siempre con la rúbrica regia- apuntan en la dirección evangélica. De hecho, dudo que los señores obispos desconozcan que de 1978 a 2020 (datos del Centro de Investigaciones Sociológicas) el porcentaje de los españoles que se declaran católicos ha descendido desde el 90,5% hasta el 61%. Seguramente estén al corriente de que en la franja de edad de 18 a 24 años el porcentaje de agnósticos, no creyentes, indiferentes y ateos es del 57,2% frente a un 39,4% de católicos y que un 65,3% de los encuestados aseguró no frecuentar «nunca» o «casi nunca» los sacramentos, cuando en 1983 apenas lo afirmaba un 22,2%. Todo ello, en consonancia con el hecho de que apenas un 20% de los nuevos matrimonios se celebran según el rito católico, o que el 47% de los niños nacen de padres no ligados por vínculo alguno. Añadamos que menos del 50% de los neonatos reciben el bautismo, que la caída de las ordenaciones sacerdotales y el envejecimiento del clero auguran un futuro de práctico cese de la predicación doctrinal y la celebración sacramental. Y todo ello, coincidiendo con los reinados de los dos últimos monarcas de la Casa de Borbón. ¿En serio, señores obispos, creen ustedes que los “constituidos en autoridad” facilitan que “podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto”? Porque ésa es la cita de S. Pablo con la que ustedes -abusivamente, según mi modesto criterio- encabezan su nota de agosto de autocomplacencia monárquica y negación de la realidad, que es una sutil forma de mentir.
Preguntarnos si Tarancón estaba en lo cierto cuando afirmó que España estaría mejor con gobiernos menos católicos requeriría previamente plantearse si al ejecutivo de UCD de la época taranconiana le cuadraba el adjetivo “católico”, en qué medida y hasta qué punto. En cambio, los datos que se apuntan más arriba son harto elocuentes, transparentes y explícitos y por tanto no precisan más comentarios ni interpretaciones elaboradas. A la vista de ellos, he de reconocerme atónito cuando la Conferencia Episcopal saluda y felicita con entusiasmo que Felipe VI propicie el “bien común de todos los españoles”, precisamente el primer rey español de los últimos mil quinientos años que en su coronación no prestó juramento por Dios y ante los Evangelios y que rechazó la presencia del Crucificado en dicho momento trascendental.
Manifiestamente, los obispos españoles -en evidente comunión taranconiana- cumplen el deseo de Francisco y son pastores con olor a oveja; me atrevería a decir que incluso viven, sienten y actúan con talante de oveja: manso, sumiso, pusilánime, resignado. El tufo ovino de Sus Excelencias Reverendísimas alcanza niveles hediondos.
[1]Redacción ABC, Madrid, (4-10-1981). Página 39.