Ha sido uno de los temas de portada en la prensa europea durante las últimas semanas, y lo sigue siendo aún: la UE amenaza al gobierno húngaro de Víktor Orban con sanciones sin precedentes si no retira su “Ley anti-LGTBI”, aprobada el pasado 15 de junio. En realidad, una ley de protección de la infancia que pretende frenar la difusión de la ideología gay y de género entre la población infantil y juvenil húngara.
La ley, inicialmente pensada para luchar contra la pornografía infantil, la pederastia y el maltrato a menores, al final incluyó también, vía enmiendas en el Parlamento húngaro, los aspectos que acabamos de comentar, en una yuxtaposición de temas tal vez no del todo oportuna. Sea como sea, los extremos que han puesto en pie de guerra a los países más progresistas de la UE han sido la prohibición de difundir imágenes, contenidos e informaciones sobre homosexualidad y transexualidad en escuelas e institutos, la amenaza de sanción sobre libros infantiles que sigan esta misma línea (por ejemplo, mostrando familias con dos padres o dos madres) y el veto a estas mismas temáticas en anuncios publicitarios, así como en películas y espacios televisivos dentro del horario protegido.
A esto se añaden otras disposiciones legales vigentes en Hungría que chocan con las conquistas efectuadas por el colectivo LGTBI en los países de Europa occidental durante los últimos años: la no aceptación del matrimonio homosexual, la imposibilidad de adoptar niños por parte de las parejas de gays o lesbianas o la obligatoriedad de que en los registros legales conste el sexo de nacimiento de la persona, basado en su sexo cromosómico (por tanto, no se acepta el “cambio de sexo”).
Todo lo cual ha indignado tremendamente, más que a la población de los países occidentales o a su opinión pública (no vemos por ningún lado manifestaciones multitudinarias contra Víktor Orban), al establishment político-mediático occidental, a los opinadores profesionales y sistémicos en prensa y medios audiovisuales, a los colectivos LGTBI y, por supuesto, a los propios gobiernos de Europa occidental, que nada temen hoy tanto, a efectos de imagen, como no mostrarse lo bastante políticamente correctos y gay-friendly. Se acusa a la Hungría de Orban de “conculcar gravemente los valores fundacionales de la Unión” y se amenaza incluso con la retirada de los fondos europeos con los que Hungría financia muchas de sus iniciativas públicas de infraestructuras y desarrollo económico y social.
¿Una reacción adecuada y comprensible la de los socios occidentales de Hungría, con Mark Rutte, primer ministro neerlandés, a la cabeza? Claramente sí para el ala izquierdista de la política europea, hegemónica hoy entre nosotros en el ámbito de las guerras culturales; y casi también que sí para los liberales-conservadores europeos, tipo PP (recordemos, por ejemplo, que en Madrid, donde hoy gobierna la popular Díaz Ayuso, está vigente desde 2016 una ley LGTBI de la popular Cristina Cifuentes en virtud de la cual se ha sancionado hace poco a un profesor de Biología por decir en clase que, por razones cromosómicas, sólo puede haber dos sexos -masculino y femenino-, los cuales son, además, biológicamente inmodificables). De manera que parece haber un amplio consenso político sobre el tema: lo del ultraconservador Víktor Orban no es de recibo, constituye un atropello inaceptable contra los derechos humanos del colectivo transgénero y homosexual.
Ahora bien: resulta que, a poco que echemos la vista atrás y hagamos memoria (un ejercicio hoy en día cada vez menos practicado), nos daremos cuenta de que lo que defiende Víktor Orban es, ni más ni menos, lo mismo que defendían los propios países de Europa occidental hace no más de veinte años, es decir, hasta prácticamente antesdeayer.
En efecto. Retrotraigámonos hasta 2001. El matrimonio homosexual existe en Holanda desde abril de ese año, pero es visto como una rareza holandesa, como el Barrio Rojo de Amsterdam o los cofee shops donde se fuma marihuana. En los demás países occidentales, ni siquiera la izquierda más activista sueña con tal cosa: como mucho, se reivindica una ley de parejas de hecho que podría acoger, a efectos legales, a las parejas homosexuales y a las heterosexuales que no quieren casarse civilmente, pero sí quieren existir para el Derecho. Por supuesto, nadie piensa tampoco en libros infantiles donde se muestre a dos papás o dos mamás, ni en que los colectivos LGTBI deban tener acceso a las aulas. Tampoco es posible cambiar de sexo en el Registro Civil, y desde luego las parejas homosexuales no pueden adoptar (ni tampoco se les había ocurrido pensar en algo entonces aún tan inimaginable). En cuanto al ámbito simbólico e iconológico, todavía no está normalizada la presencia de parejas homosexuales en series de televisión (en España, Aquí no hay quien viva, con su primera pareja gay, empieza a emitirse en 2003), si bien desde la década de 1990 existe un amplio uso de iconología gay en el ámbito de los desfiles de moda, campo de experimentación por aquel entonces para todo tipo de transgresiones. Pero en fin: con algunas matizaciones, la situación que existía en 2001 en los países de Europa occidental era prácticamente idéntica a la que existe hoy en Hungría: los homosexuales y lesbianas podían vivir tranquila y discretamente su vida, pero no se permitía ni promovía la propaganda LGTBI tal como la conocemos hoy.
Es decir: la legislación que existe actualmente en Hungría, y la condición social del mundo LGTB, es prácticamente igual que la que existía en 2001 -no en el siglo XIX- en España, Francia o Alemania. Lo que sucede es que, simplemente, Hungría no quiere echar a rodar por la pendiente por la que algunos piensan que tiene que deslizarse, por una especie de fatalismo histórico ineluctable, todo país europeo del siglo XXI: como si fueran fichas de un efecto dominó imposible de detener y que se puso en marcha no en Holanda en 2001, sino cuando el inefable presidente Zapatero aprobó en 2005, sin que ello respondiese a ningún tipo de demanda social previa, la ley de matrimonio homosexual. La gran mayoría de países de Europa del Este siguen en esto a Hungría y han prohibido expresamente el matrimonio homosexual en sus legislaciones, conscientes de que es la puerta de entrada para toda una corriente de propaganda LGTB desde ese momento ya imposible de parar.
Nosotros, los europeos occidentales, hemos decidido seguir otro camino; o, más bien, nos hemos dejado arrastrar a ese cambio. Llega la Semana del Orgullo y los ayuntamientos se apresuran a colgar la bandera arcoíris en sus fachadas, aunque la legalidad vigente prohíba colocar allí banderas que no sean las oficiales. El lobby gay sabe que posee hoy un poder mediático tremendo, y que los partidos políticos tiemblan ante él. Nadie se atreve a toserles. Si dice que hay que pintar con los colores del arcoiris los bancos de la plaza del consistorio, pues los empleados municipales van ipso facto y los pintan. Los libros y cuentos infantiles con dos papás o dos mamás, o con dos príncipes o dos princesas, ya no son algo ni excepcional ni escandaloso en las bibliotecas de los colegios públicos. Vodafone ya ve que la sociedad española está más que madura para un anuncio televisivo que utiliza como reclamo a una pareja de chicas adolescentes lesbianas. Todo ello, y muchas cosas más, como parte de la guerra cultural que libra la Open Society Foundation de George Soros en pos de demoler cualesquiera valores tradicionales y de preparar el terreno para el advenimiento del largamente deseado Nuevo Orden Mundial: un Mundo feliz conductista y colectivista inspirado en el que imaginó proféticamente Aldous Huxley y donde, como se recordará, la familia ya no existe.
¿Puede culparse a Víktor Orban de no querer sumarse a este proceso? Francamente, creo que no: tanto más cuanto que, como hemos explicado, lo que pretende es detenerse no, digamos, en la represiva legislación británica vigente en 1950 y que condujo al suicidio del homosexual Alan Turing, sino en el punto, ya bastante liberal, en el que los propios países occidentales estaban a principios del siglo XXI. Sin embargo, a muchos políticos occidentales, con Mark Rutte y Úrsula von der Leyen a la cabeza, esto no les parece suficiente. Hungría tiene que ceder. Hay que ganarle el pulso. No “por el bien de los homosexuales y personas trans de Hungría”, sino como parte de la guerra antropológica de alcance mundial -la Ley Trans de Irene Montero constituye su más reciente hito- que se desarrolla hoy ante nuestros asombrados ojos.