Afganistán. Las mil y una noches (quinta y penúltima parte)

Afganistán. Las mil y una noches (quinta y penúltima parte). Fernando Sánchez Dragó

No dije, en las entregas anteriores, que cerca de Kandahar había una base americana. Fuimos a ella para ver si accedían a remolcar el coche desde su tumba náutica hasta la tierra firme, pero no conseguimos superar los obstáculos de la burocracia… O sea: que nos dieron con la puerta en las narices.

Resignados y contritos volvimos a nuestros bungalows. En el salón del hotel se reunían por las noches, después de la cena, los empleados de la base. Casi todos eran filipinos. Charlábamos con ellos y les hacíamos zalemas para ver si nos invitaban a meter algo sólido en la andorga. Un bocadillo, por ejemplo. Estábamos famélicos. Recuerde el lector que sólo disponíamos de una cantidad equivalente a dos pesetas diarias por persona para tomar un plato de arroz viudo al día. Jamás lo hicieron, pero los muy ladinos, por no decir los muy cabrones, sí nos invitaban a dos o tres whiskies alpargateros con sabor a matarratas que caían en nuestros estómagos vacíos como bombas de napalm. El efecto era demoledor. Lo hacían como quien arroja salchichas a un perro, porque nuestras lenguas se desataban y les contábamos historias de hippies, trotamundos y rostros pálidos que les parecían divertidas.

Teníamos que levar anclas… Nunca mejor dicho, ya que el casco del Indómito Volkswagen, convertido en pecio de un naufragio absurdo, seguía rodeado por las aguas.

El penúltimo día juntamos los arrestos necesarios para dar una vuelta por la ciudad. Aún no lo habíamos hecho. Serían las seis de la tarde. No había en ella nada que ver ni nada que hacer. Mercadillos, tenderetes cargados de ropa astrosa, de algarrobas y de dátiles, y carromatos arrastrados por borricos llenos de mataduras con individuos barbudos encaramados a sus pescantes.

La aventura de Kandahar tocaba a su fin. Cargaríamos al día siguiente nuestros bártulos en la baca de algún desvencijado autobús, camuflaríamos bajo la ropa las tabletas de hachís que habíamos adquirido en un estanco de Paquistán y nos encaminaríamos hacia Herat, último baluarte afgano antes de la frontera iraní. Lo de esconder el hachís, maniobra preventiva que en Afganistán habría sido improcedente por ser el cannabis mercancía de curso legal, era porque las cosas, en el occidentalizado Irán del Rey de Reyes y de su linda esposa Farah Diba, podían ponerse feas.

Y, en efecto, al día siguiente, de buena mañana y antes de que saliera el autobús, nos dirigimos al teatro del naufragio para despedirnos, con la tristeza que cabe imaginar, del vehículo que durante tantos meses de exóticas andanzas había sido nuestro paciente e infatigable compañero. 

Lo hicimos a bordo de un taxi que más bien parecía mutilado de guerra y al llegar nos llevamos una morrocotuda y agradabilísima sorpresa: el Indómito Volkswagen nos esperaba, reluciendo bajo el sol, en lo alto de un cerro de escasa altura. Parecía un milagro de Alá. No lo era, según supimos luego. El comandante de la base americana había pasado casualmente por allí en su Land Rover unas horas antes, había echado pie a tierra, se había calzado unas botas de caucho que le llegaban a la rodilla, se había metido en el agua y, con la ayuda de un cabrestante, había rescatado al náufrago y lo había dejado en la cumbre del cerro para que sus propietarios, si aparecían, lo recuperasen.

Y eso fue exactamente lo que sucedió.

No dábamos crédito a nuestros ojos. Aquel comandante, al que nunca llegamos a conocer, debía de ser émulo de esos personajes de western que ayudan a todo el mundo en las películas de John Ford. ¡Un Quijote, vaya! Así, al fin y al cabo, se construyó el Lejano Oeste.

Ya no tenía sentido irnos de Kandahar en autobús. Lo haríamos a lomos de nuestro viejo amigo. Arrastramos éste, con la ayuda de una grúa, hasta el taller donde lo secarían, lo repararían y lo pondrían en estado de revista y con el motor en marcha. Pagamos la factura con parte del óbolo que nos había entregado el cónsul de Italia en Kabul y…

Mi voz volvió a tronar como siempre, a lo largo  del camino del corazón, lo había hecho mañana tras mañana… Era también la del Cid en boca de Manuel Machado:

‒Y una voz inflexible grita: ¡en marcha!

Allá, a lo lejos, Herat…  

Top