Última de verdad. Lo juro por Yavé, por Belcebú, por Alá, por Júpiter y por todas las deidades todopoderosas del Olimpo, de los Cielos y del Hades. Se me fue la pluma. ¡Menudo culebrón estoy escribiendo!
Íbamos camino de Herat, la última ciudad afgana propiamente dicha antes de cruzar la raya iraní.
Hicimos noche en ella, acogidos a la hospitalidad de un desconocido con el que habíamos trabado un asomo de amistad al arrimo del almuerzo en un figón de mala muerte. Era un tipo grandullón y cuarentón, que apenas farfullaba algo de inglés.
Nos llevó a su casa, nos instaló a los cuatro (y cinco con él) en un sofá lleno de costurones, encendió la tele y nos instó a fijar los ojos en ella porque, según dijo, iban a emitir el enésimo capítulo de un serial en el que veríamos las tetas de la actriz. Los ojos, al anunciarlo, le centelleaban. La testosterona salía de ellos como la lava de un volcán.
Permanecimos allí y así alrededor de una hora. Las perspectivas de nuestro anfitrión, que continuamente nos decía «¡Ahora, ahora! ¡Ya veréis!», se vieron frustradas. No hubo tetas. La actriz siempre aparecía envuelta en ropones desde el cuello hasta las babuchas.
Estábamos reventados. Pedimos licencia para ir a la cama ‒llamémosla así‒, nos la dio, nos arrebujamos como pudimos sobre una hilera de colchonetas con jorobas extendidas en el suelo y a las cinco de la mañana ya estábamos a bordo del Indómito Volkswagen. Nos corría prisa llegar a Europa. Quedaba aún mucha tierra por medio: la que nos separaba de Estambul. ¡Allá a mi frente…!
El tráfico de Herat, a tan temprana hora, era infernal. Lo atravesamos a trompicones, salimos de la ciudad y de repente, en sus aledaños, cuando ya habíamos alcanzado la velocidad de crucero, el Volkswagen hizo plaf y se asentó, sobre los guardabarros, en el suelo. Las cuatro ruedas se desentendieron al unísono de su anclaje en el vehículo y cayeron junto a él en posición horizontal. El golpazo fue tan de aúpa como el frenazo.
Olvidé decir que un par de horas atrás, antes de ponernos en marcha, habíamos cruzado las ubicaciones de los neumáticos, que estaban desgastadísimos, para aumentar su adherencia al asfalto, a las dunas, al barrizal o a lo que fuera. Lo malo es que lo hicimos atontolinados por las escasas horas de sueño y por el madrugón que las interrumpió, y que, debido a ello, se nos olvidó apretar las tuercas de las ruedas, y así pasó lo que pasó.
A pique estuvo el incidente de provocar un aborto no deseado. Caterina, como ya dije, iba ya por el séptimo mes de embarazo y el golpe, por su rudeza y su sequedad, había sido de los que traen consecuencias. No las hubo, por fortuna, pero la única mujer de la tropilla se sintió mal, salió tambaleándose del vehículo, cruzó los brazos sobre su abultado vientre, respiró hondo y se zafó del aprieto. De no ser así, mi hija Ayanta, la escritora, que es una de las bendiciones de mi vida, no habría venido al mundo un par de meses después. Me estremezco al pensarlo.
Devolvimos las ruedas a su posición reglamentaria, apretamos las tuercas como es debido hasta que los nudillos de los dedos se nos pusieron, por turno, como las amapolas de los campos de opio del país en el que estábamos y yo alcé la mano, señalé el horizonte y lancé el grito del pirata de Espronceda al que más arriba hice referencia…
‒¡Allá, a mi frente, Estambul!
Era, por mi parte, un exceso de optimismo y de triunfalismo, porque aún debíamos recorrer un buen trozo de Afganistán, todo Irán y la mayor parte de Turquía.
Y ni que decir tiene que al hilo de tan largo trayecto iba a pasar de todo… Pero eso es ya otra historia. La que he contado aquí termina ahora. Quédese la siguiente para el tercer volumen de mis Memorias…