Fue maestro de hombres aquel hombre,
un amigo del mar y de los vientos;
si piensan que está muerto el Compañero,
es que son tontos o no están atentos.
Balada del Buen Compañero
Ezra Pound
A poco que tengan fundamento las hipótesis[1] de Ara Norenzayan y Todd Tremlin acerca de que el origen y la función de las creencias religiosas en la sociedad humana emergieron como una adaptación evolutiva y cognitiva en la historia humana, llevaba razón San Agustín al afirmar que Dios habita en cada persona, porque si el concepto de divinidad forma parte del genoma humano, es entonces tan real e insoslayable como el propio instinto de supervivencia.
Siendo esto así, cobra sentido la defensa de William James[2] de la justificación racional de la creencia en ausencia de evidencia concluyente o respaldo empírico absoluto, y de que es legítimo y hasta deseable optar por creer en una proposición aunque la evidencia disponible sea limitada o ambigua, en virtud de que la utilidad práctica de una creencia para la vida individual y social puede conferirle validez epistémica, incluso cuando la evidencia disponible sea limitada o ambigua y nos haga dudar.
No en vano Nietzsche sintió el miedo al vacío, al entender, como Iván Karamazov, que con la muerte de Dios[3] se hunde el suelo de la moral cristiana, porque el cristianismo es un fundamento, una visión del ser pensado como un todo, que se desintegra al retirar su elemento principal, la fe en Dios: toda religión es antropología, y si se anula el factor divino, se deshumaniza al hombre.
Así las cosas, y frente al indudable éxito de los epígonos de Voltaire socavando los pilares del cristianismo, son perfectamente entendibles las tensiones entre quienes piensan que es posible refugiarse en el integralismo religioso como si fuera un bastión inexpugnable, y los que sostienen que el significado del cristianismo debe interpretarse incorporando las perspectivas del conocimiento y la experiencia modernos. Ambas posiciones responden a la amenaza del declive terminar de la Iglesia, y de la disolución de lo sagrado en lo profano, y cada una entraña sus propios riesgos.
Por un lado, deconstruir el Evangelio contiene el riesgo de incurrir en un gnosticismo fútil, consistente en la reinterpretación de una interpretación. Sin embargo, aceptarlas literalmente acarrea el peligro de desconectar las Escrituras de la circunstancia actual, no porque estén situadas más allá de la realidad histórica, sino porque expresan una situación del pasado. Por ello, el integralismo, por bien intencionado que sea, puede resultar nocivo, si confiere validez infinita y eterna a historias finitas y transitorias.
Ahora bien, tratar de contextualizar el kerigma[4] solamente tiene sentido si con ello se logra que el mensaje central del Evangelio llegue con más claridad al hombre del siglo XXI, es decir, si al igual que ocurre al restaurar una pintura, la imagen representada se ve mejor eliminando las capas superficiales añadidas con el tiempo. Pero esta no es una tarea que, como cristianos, pueda acometerse sin superar el fenómeno, abandonando el límite mental[5]. Esto es, evitando reducir la imagen de Jesús a la representación biográfica de un mero mortal dechado de virtud; una suerte de Buda mediterráneo.
Como es sabido, Thomas Jefferson[6], siguiendo la estela de los racionalistas alemanes, espigó un texto sobre la vida y la moral de Jesús, eliminando aquellos relatos neotestamentarios que, por su carácter sobrenatural, no encajaban en los límites mentales de la concepción cartesiana de la razón, que al haber trastocado[7] el concepto griego Logos con el de la Ratio romana, giró de la palabra al número, priorizando el análisis cuantitativo sobre la comprensión cualitativa de la realidad. Las consecuencias de esto han sido nefastas.
Del mismo modo que la iconoclasia protestante disminuyó la comprensión de lo sagrado tomando la austeridad estética por ética piadosa, Jefferson cayó en lo literario al saltar sobre el literalismo, privando al Evangelio de las señales y símbolos que hacen posible expresar lo numinoso, aquello que no se puede decir de otro modo. Por eso, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar invirtió el orden de los trascendentales en Kant, quien comenzó con la crítica de la razón pura (la Verdad), siguiendo con una crítica de la razón práctica (el Bien) y terminando con su crítica del juicio (la Belleza). Von Balthasar pone a Kant del revés, afirmando que sin la belleza como punto de partida, los demás trascendentales se desvanecen[8].
Ocurre lo mismo con los relatos evangélicos, que fueron hilvanados usando el método del derash[9] para legitimar la Buena Nueva mediante referencias vetotestamentarias. Los ejemplos de ello son abundantes[10], y han tenido una influencia determinante en la imagen que nos hemos formado de Jesús a lo largo de los siglos, así como en cómo nos referimos al Cristo y lo representamos.
En este sentido, von Baltashar va tan lejos como para decir que el concepto de la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, acuñado y modificado sin cesar por la tradición patrística, es el de consonancia, descrito por Agustín como un concierto de belleza; una sinfonía que se despliega desde el Antiguo al Nuevo Testamento; de la figura al arquetipo. La particularidad de esta sinfonía es la relación contrapuntística, marcada por la disonancia tensional, entre el primer y el segundo movimiento, que obligó a síntesis dialéctica del Concilio de Nicea, claramente influida por las tesis dualistas del marcionismo[11].
Como ya dijimos, los autores de los evangelios emplearon el derash, una forma de interpretación que va más allá del significado literal de las palabras, utilizando métodos alegóricos, simbólicos u homiléticos para extraer lecciones relevantes para la vida espiritual y moral, para actualizarlos a la luz de la realidad histórica. Así, la cristología y soteriología de Pablo se fundamentan en la Ley antigua, lo que lo lleva a respaldar cada argumento sobre bases bíblicas. En este sentido, su interpretación apoya principalmente en las tradiciones rabínicas y apocalípticas, que sirven como trasfondo para su exégesis midrásica (Del Agua 2019). A través de esta interpretación, enriquecida con una hermenéutica alegórica influenciada por el diálogo filosófico con la Decápolis helenista de Galilea, Pablo desarrolla su cuerpo teológico.
Vemos, pues, como el Nuevo Testamento, en cuanto que evolución del Antiguo, se presenta como la culminación y cumplimiento de éste. Pero al aportar nuevos valores y principios, necesitó referenciarse en al Antiguo Testamento, para hacerlos comprensibles y aceptables.
Para lograrlo, los evangelistas se afanaron en reconciliar (recurriendo generosamente al método derásico) cumplimiento y renovación usando una técnica de oposición-contraposición con aquellas tradiciones del Antiguo Testamento que prefiguraban y profetizaban aspectos mesiánicos o enseñanzas teológicas fundamentales, aun a riesgo de establecer una ruptura definitiva con la Ley antigua, como llegó a pretender Marcio.
De este modo, el recurso a la cristianización de las grandes tradiciones de Israel a lo largo del Evangelio se manifiesta en los discursos que conforman la estructura narrativa del evangelio. En estos discursos, la cristología se ve impregnada de metáforas, motivos y símbolos del Antiguo Testamento capaces de provocar un reflejo condicionado en los primeros lectores del Nuevo Testamento. Naturalmente, después de 2.000 años, y fuera de sus connotaciones culturales originarias, estas historias han perdido fuerza o se han desvirtuado. Sin embargo, a poco que nos esforcemos por re-contextualizar aquellos discursos, es fácilmente apreciable el impacto que causaron en su día.
Si estudiamos una de las alegorías centrales en los relatos de la Pasión, el Cordero Pascual, podemos ver la intensa carga emocional asociada a este significante, que fue asimilado a Jesús por primera vez por Pablo, en 1 Corintios 5:7-8; «Cristo, nuestro cordero pascual, ya ha sido sacrificado», y en 1 Corintios 15:4; «murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». Estos versículos hacen alusión al Yom Kipur (día de Expiación), cuyo ritual encontramos en el Levítico 23 del Antiguo Testamento. La ceremonia del día de Expiación consistía, grosso modo, en la selección por parte del Sumo Sacerdote del Templo de un macho de cordero y otro de chivo, ambos sanos, libres de culpa y sin deformidades físicas, como patas rotas. Como parte del ritual, el sacerdote transfería los pecados de la congregación al chivo expiatorio, que al ser llevado al desierto, acarreaba consigo dichos pecados.
Ciertos eruditos bíblicos sostienen que la figura de Barrabás (que en arameo significa Hijo de Dios, (de bar, hijo, y Abbá, padre celestial) es una representación figurada del chivo expiatorio. Por su parte, el cordero pascual era sacrificado, y su sangre recogida y portada al espacio que se creía morado por Dios. Se procedía entonces a verterla sobre el Propiciatorio[12], como preparación para que la congregación accediera a la presencia divina, tras purificarse con la sangre del cordero pascual.
Varios subtextos contenidos en la narrativa de la Pasión se derivan de estos rituales, y hubieron de sobrecoger notablemente a los judíos de la época. El primero de ellos nos retrotrae al Jueves Santo y la Última Cena: la asociación del pan y el vino con el cuerpo y la sangre de Cristo es un ejemplo manifiesto que roza un tabú aún mayor en la tradición israelita; la prohibición de consumir sangre. En Génesis 9:4-6 leemos que la sangre era considerada como el asiento de la vida. El modo de sacrificar los animales de los israelitas evitaba el consumo de sangre. La asociación del pan y el vino con el cuerpo y la sangre de Cristo, a punto de ser sacrificado, es un caso claro de la disonancia tensional antes mencionada, como contravención de un tabú de la tradición israelita.
El otro subtexto, no menos chocante para los primeros cristianos, nos lleva a los momentos finales de Jesús en la Cruz. En Juan 19:31 se explica como los romanos no necesitaron quebrar las piernas de Jesús para acelerar su muerte, porque acababa de fallecer, tras beber el vinagre que le ofrecieron en una esponja atada a un manojo de hisopo[13]. Jesús bebió, y dando por consumada la profecía davídica del Salmo 69:22; «para mi sed me dieron a beber vinagre», expiró.
Seguidamente, un soldado romano atravesó su costado con una lanza, y de la herida brotó sangre y agua. El simbolismo es aquí doble: según la literatura religiosa judía, el Templo de Jerusalén disponía de un desagüe en el rio Cedrón, que el Sumo Sacerdote abría tras lavar con agua la sangre derramada en el día de Expiación. Previamente, el Sumo Sacerdote habría ido detrás del velo del Templo, realizado el sacrificio, y saliendo del velo rociaría la sangre del cordero pascual sobre la congregación. Este acto era la única ocasión en la que se pronunciaba el nombre de Jehová.
Pues bien, según Mateo 27:50-51, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, al morir Jesús, simbolizando, posiblemente, que con el sacrificio del primogénito de Dios, el velo dejó de ser necesario, al tener ahora expedito el acceso personal al Salvador[14] mediante la Eucaristía y la oración.
Estas son, por lo tanto, lecturas y relecturas que tenemos que empezar por el final, porque es al final donde está el principio. Está en la tensión teándrica[15] que se resuelve transformando el espanto de la crucifixión en un esplendor de belleza al abrazar Jesús la renuncia y la autonegación de la Cruz; está en el descenso al reino de los muertos, que revela la plenitud de la obra salvífica del Cristo, y está en el poder regenerador del evento de la resurrección. La catarsis[16] de estos tres actos es una nueva comprensión de Dios, una metanioia[17], y un sentido nuevo de la presencia de lo divino.
Si queremos entender mejor la muerte de Cristo, hemos de atender la determinante distinción entre Ser y Realidad. Claramente, la muerte, cuanto suceso de la realidad sustantiva, es el cese de la actividad vital de un organismo. Pero la relevancia fundamental de Su muerte no radica en la realidad sustancial, sino en el ser sustantivo de Cristo, en su Yo, en la esencia misma de su ser y en lo que logra a lo largo de su existencia: la muerte, para el ser sustantivo de Cristo, implica su incorporación a la humanidad, de modo que la resurrección de Cristo puede ser vista como un acto de plasmación del cristianismo en cada individuo que se convierte.
En definitiva, el mensaje troncal de la Pasión es que sacrificarse es preferible a renunciar al amor, y que podemos hallar significado en la existencia propia dándole sentido a la vida de otro: al ser negado en la Cruz, Jesús negó la negación, afirmando el triunfo del amor sobre la muerte, mediante una dialéctica negativa que es la semilla[18] del cristianismo, que no busca evitar el sufrimiento, sino seguir el camino del bien, aunque conduzca a la Cruz.
[1] Norenzayan, A., & Shariff, A. F. (2008). The origin and evolution of religious prosociality. Science, 322, 58-62; Tremlin, T. (2006). Minds and Gods: The Cognitive Foundations of Religion. Oxford University Press.
[2] James, W. (1896). The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy. Harvard University Press.
[3] Nietzsche, F. (1889). El crepúsculo de los ídolos. Penguin Random House Grupo Editorial España.
[4] El término kerigma designa la proclamación central y autorizada del mensaje cristiano, enfocándose en la persona de Jesucristo y su obra redentora. Este concepto abarca diversas actividades pastorales, como la evangelización, la misión, la catequesis y el testimonio, entre otras. En el Nuevo Testamento, el kerigma implica tanto la acción de proclamar como el contenido mismo del mensaje anunciado, centrado en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Es un acto dinámico y actual que acompaña todo el proceso pastoral y está dirigido a toda la humanidad. El kerigma busca la conversión y la fe del hombre, ofreciendo la salvación en Cristo. Su proclamación se lleva a cabo en diversos contextos culturales, adaptándose a las necesidades y realidades sociales de los destinatarios.
[5] Polo, L. Cfr. El acceso al ser, Eunsa, Pamplona 2015, p. 17 (“el método propuesto aspira a ir más allá de lo
que permite la noción de intencionalidad”).
[6] Jefferson, T. (1804). La Biblia de Jefferson: La Vida y Moralejas de Jesús de Nazaret, Extraído de los Evangelios. (Edición de John B. Boles). Crown Publishing Group.
[7] El término «Logos» en griego inicialmente se refería a la palabra oral y escrita en la filosofía griega. La transición al concepto latino de «Ratio» cambió la percepción de la Razón, enfocándose en el cálculo numérico en lugar del poder de las palabras. Esta transición influyó en el pensamiento occidental, priorizando el análisis cuantitativo sobre la comprensión cualitativa del mundo en diversos campos.
[8] «En un mundo sin belleza —aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado—, en un mundo que quizá no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bieny no el mal.» | Balthasar, H. U. von. (1986). Gloria: una estética teológica. Madrid: Cristiandad, p. 23.
[9] Del Agua Pérez, A. (2019). El método midrásico y la exégesis del Nuevo Testamento. Editorial Verbo Divino.
[10] Beale, G. K., & Carson, D. A. (Eds.). (2007). Dictionary of the New Testament Use of the Old Testament. InterVarsity Press.
[11] El marcionismo, una corriente religiosa fundada por Marción en el siglo II d.C., enseñaba un dualismo radical entre un Dios del Antiguo Testamento malvado y vengativo y un Dios del Nuevo Testamento de amor y misericordia, lo que llevó al rechazo total del Antiguo Testamento y a una visión diferencial de Jesucristo.
[12] https://www.menonitas.org/el_mensajero/terminos/propiciatorio.html#:~:text=propiciatorio%20%E2%80%94%20Tapa%20o%20cubierta%20de,pecados.
[13] Según Éxodo 12:23 manojos de hisopo se usaron para marcar con sangre las puertas de los hebreos en Egipto, en lo que había primogénitos, para que el ángel destructor pasará de largo.
[14] El nombre de Jesús significa Dios salva. «Yeshúa» (Jesús) es una versión corta de «Yehoshúa» (Joshúa). Si (יהושׁוע; Yehoshúa) significa «el Señor salva», entonces (ישׁוּע; Yeshúa) significa «Él [es decir, el Señor] salva» o simplemente «salvación».
[15]https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Te%C3%A1ndrico
[16]https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Catarsis
[17] Transformación de toda la manera de vivir y de ser. El primer acto de metanoia y por ende de la vida
ética, es la aceptación de sí mismo y de Dios: “La existencia ética descansa en
última instancia en el conocimiento de haber sido creado y en la aceptación de
ese hecho primordial” (Guardini, 2000a, p. 806).
[18]Marcos 4:30-32; «es como el grano de mostaza, que cuando se siembra en tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero después de sembrado, crece, y se hace la mayor de todas las hortalizas, y echa grandes ramas, de tal manera que las aves del cielo pueden morar bajo su sombra».