Hacía tiempo que retrasábamos la tarde de arepas, por motivos que no hace falta explicar ni merece la pena detenerse en ellos. Para épica del confinamiento ya tenemos a Rozalén y otros cantaventanas. Total, que como nuestro gobierno insondable tal que imposible decidió que se había acabado el estado de alarma, nos reunimos un sábado a la vespertina para lo dicho: disfrutar arepas, sidra, tarta de piña y arroz con leche en la terraza de los amigos asturianos. Una terraza enorme, todo hay que decirlo.
Había asturianos, una espléndida mujer de León en cuya persona concurre la circunstancia de ser mi esposa, venezolanos, cubanos y, creo recordar, jóvenes tinerfeños y un viejo más o menos nacido en Madrid que soy yo concretamente. Había un bebé casi recién venido al mundo, dos inquietas hembras de yorkshire terrier, música de mantenimiento y muchos móviles de apoyo. Había una conversación extensa sobre el acomodo de venezolanos y cubanos en Canarias, especialmente en Tenerife, donde la afluencia de fugitivos de la miseria bolivariana y la tiranía madurista está cambiando el paisaje humano desde hace unos años. De Cuba para qué hablar, aunque se habló bastante, a qué negarlo. Por conocida y sabida que resulte la avería histórica del castrismo, también sus secuelas de pobreza y opresión, el asunto siempre da para un poco más; exactamente ese poco más que representa la historia personal, particular, de cada uno de los cubanos que ha conseguido salir de allí en busca de esperanza y una vida digna, lejos de los compadres leninistas que, en su tierra, se adueñaron de vidas, almas y haciendas hace más de sesenta años.
Todo normal, quiero decir: si se juntan para degustar arepas —que salieron riquísimas, por cierto—, unos cuantos peninsulares e insulares, y venezolanos y cubanos, lo natural es que la conversación se dirija hacia el mismo punto: cómo sociedades prósperas de países ricos en recursos, tal como fue Cuba hace décadas, tal como fue Venezuela hasta hace relativamente poco, se han convertido en eriales arrasados por la codicia “revolucionaria”, el resentimiento de unos, el odio de otros y la desvergüenza de dirigentes perfectamente capacitados para la tarea del dictador, expertos en expolio, administrar la escasez —a veces la nada—, y reprimir a los descontentos, que suelen ser todos (y todas). Esa es la razón por la que nuestras islas Canarias, desde hace un par de décadas aproximadamente, se están (re)poblando con oriundos de aquellos entornos caribeños. El archipiélago, anexionado por la corona española en el siglo XV y principios del XVI, iba a servir, según los planes estratégicos originales, como vía de enlace a medio camino entre América y la península. Después las circunstancias históricas convirtieron a Sevilla en puerto principal de las Indias; Canarias quedó descolgada de las grandes rutas marítimas, aislada y nunca mejor dicho durante cuatro siglos, hasta que allá por mediados del pasado XX alguien tuvo la buena idea de recurrir al clima tropical para aprovechamiento del turismo. Canarias, desde entonces, ha sido destino vacacional o nada. Aunque esto último, ese destino forzado a ser lugar de esparcimiento y poquito más, el beneficio del buen tiempo, el tabaco barato y un excelente ron, está empezando a cambiar. La emigración “de vuelta” está convirtiendo el archipiélago en lo que debía haber sido desde los inicios: lugar de encuentro y expectativa de futuro entre España e Iberoamérica. Aquí, en la isla donde habito y en las demás islas, España retoma la dimensión ultramarina que fue su motor histórico y razón de ser desde tiempos de los Reyes Católicos; y América regresa a los orígenes de su civilización moderna, criolla, mestiza, con la naturalidad de quien llama a la puerta en la casa del padre, entra en su hogar y toma asiento frente al televisor mientras suspira y pregunta: ¿Cómo va el mundo?
Yo, hombre nacido en la meseta, criado y encanecido en Andalucía, siempre pensé que el sur era el radical extremo del norte y nada más. Ahora sé que el sur peninsular es justamente mediodía, el acceso a un sur inmenso que comienza en Canarias —y allá enfrente, Cuba—, y abarca el mundo hasta el confín de Magallanes. También sé que estas precisiones geográficas son algo más y muchísimo más que una sencilla evidencia de localización en Google Maps. Decía García Lorca —se le atribuye la frase, creo que con veracidad—, que “el español que no conoce América no sabe lo que es España”. Visto lo que he visto, ya vivido lo que queda atrás, puedo asegurar sin apenas temor a equivocarme que el español que ha estado sólo de vacaciones en Canarias no conoce Canarias ni sabe, de primera versión, lo que en realidad está sucediendo en Venezuela, en Cuba y en la América hispana. No… el español que no conoce Canarias no conoce lo que hoy es España. Eso, o algo parecido.