Así éramos. Noticia de un cronopio

Así éramos. Noticia de un cronopio. Fernando Sánchez Dragó

(In memoriam de Manuel Bayo o Manuel Bayo en mi memoria) 

La muerte, en alas de los virus, nos sobrevuela. Sirva el recuerdo del ayer para sobrevolar el presente y entreabrir los postigos del futuro.

Los cronopios son personajes de una serie de cuentos del libro Historias de cronopios y de famas, del escritor argentino Julio Cortázar. «Un cronopio es un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas», en palabras del autor (Wikipedia).

Mi libro Volapié (toros y tauromaquia) lleva la siguiente dedicatoria:«A mis dos mejores compañeros de armas taurinas: Ángel Asensio y Manuel Bayo». Los dos han muerto, y no lo hicieron en la plaza. Sólo hablaré hoy, aquí, del segundo. Del otro ya lo hice en los dos primeros volúmenes de mis Memorias (Esos días azules y Galgo corredor). 

Cuando conocí en Roma a Manolo Bayo aún no había leído yo (ni él) el libro de Cortázar. Había salido en 1962, pero tardó seis o siete años en llegar a mis ávidas manos. Las suyas también lo eran. Cosas del exilio y de nuestro recíproco empeño en viajar por remotas tierras. 

Estaba yo recién llegado a Roma, tras dos años de azacaneo por el continente asiático, cuando en los primeros días de 1969 me presentó Ángel Sánchez-Gijón a Manolo, que acababa de llegar de Belgrado, en cuya universidad había sido lector un año antes. Los dos eran valencianos. Aquel día nos reunimos en la casa de Ángel, que estaba enfrente de la mía, tres contumaces lectores de español: Ángel, que lo era en la universidad de Pescara, Manolo, que después de Belgrado ejercería el mismo oficio en Manila, Fez y la universidad Fu Jen de Taipei, y yo, que lo había sido en Padua, también en Pescara y en Tokio, y que después lo sería, en Dakar, Fez, Amman, Nairobi, otra vez Tokio, Tsukuba y Kioto. Los lectorados servían entonces para recorrer el mundo. Al menos a quienes eran como nosotros.

Manolo Bayo y yo nos miramos aquel día, el del primer encuentro, con recelo, como duelistas que estudian al adversario. Los dos éramos espadachines, gallitos, cultos y, como habría dicho Scott Fitzgerald, beautiful and damned. Nos sentíamos superiores al común de los mortales, en general, y a quienes en aquel momento estelar nos rodeaban. Lo siento. Sé que no queda bien decirlo, pero era así, aunque la frase no valga para nuestras respectivas cónyuges, que eran listísimas, cultísimas y, por añadidura, guapísimas. Yo también era muy guapo. Sí, sí… Manolo, no. ¡Qué le vamos a hacer!

Él iba acompañado por Luisa, su primera mujer; yo por Caterina, la tercera de las mías. Nos separaban cinco años de edad ‒no sé si a su favor o al mío… Él era más joven, pero las barbazas que siempre lució lo hacían parecer más viejo‒ y nos unía una pasión común: la de la literatura, más volcada en su caso hacia el género dramático y en el mío hacia el novelesco.

No me percaté aquel día de que tenía delante a un cronopio. Eso lo supe algún tiempo después.

A nuestra amistad le llevó algún tiempo florecer, pero cuando lo hizo fue como la consagración de una primavera que se mantuvo flagrante hasta que él falleció en Alemania, casi de repente, en el duro invierno de 2004, mientras yo convalecía de una operación de coronarias en las que también estuve a un paso de morir. Me sentí huérfano al fallecer Manolo, con el que hablé por teléfono muy pocos días antes de que semejante pérdida se produjera. Lloré a mares. Sobreviví, claro, pero la vida ya nunca volvió a ser como había sido. Terminaban así, de enero a enero, treinta y cinco años de férrea e inquebrantable amistad.

Kipling, al que los dos idolátrabamos, dejó escrito: «Un hombre hay entre mil ‒Salomón dice‒/ que os será más amigo que un hermano … / Vale la pena que se gaste el tiempo / en el tenaz empeño de encontrarlo».

Luisa trabajaba en la FAO. Manolo era entonces distinguido beneficiario de una beca de estudio en la Academia Española de Bellas Artes en Roma, de la que en los años de la República había sido director nada menos que don Ramón María de Valle-Inclán. Otro barbazas. Otro cronopio. Otro hombre de lecturas, de literatura y de daga pronta.  Tengo para mí que Manolo Bayo siempre quiso parecerse a él, y a veces lo consiguió. Yo, en menor medida, también, pero me faltaba la barba, que rara vez cultivé. Ahora, aunque rala y canosa, la llevo. 

Los años de Roma fueron para nosotros un fiesta similar a la que había celebrado Hemingway en París. Días y noches de vino, de funambulismos, de risas, de veladas hasta el amanecer, de lecturas, de películas, de festines y de amistades que a veces perdurarían y a veces no.

Luego volvimos todos a España y la fiesta se trasladó a Madrid, sobre todo, y a Soria, en menor medida. Manolo y yo coincidíamos en la Biblioteca Nacional, a diario, desde las nueve de la mañana hasta que a eso de las seis o siete de la tarde nos íbamos a corretear por un Madrid que aún conservaba muchos de los sabores y de los fulgores de la generación del 98, de la del 27, de la guerra civil, del franquismo y el antifranquismo, y seguía siendo, como de él había dicho Antonio Machado, rompeolas de todas las provincias españolas.

Él andaba enfrascado en las búsquedas bibliográficas que desaguarían en su tesis doctoral sobre el Cid y yo en las que me permitirían correr la aventura de escribir mi Historia mágica de España, alias Gárgoris y Habidis. Leíamos, leíamos, leíamos, almorzábamos juntos en la cafetería de la Biblioteca Nacional, volvíamos a leer, leer y leer, y a anotar, anotar y anotar, y luego, ahítos ya de cultura hasta la mañana siguiente, nos emborrachábamos, a veces con mesura y otras al galope, en los tugurios del centro de Madrid.

En cierta ocasión, tras una brava jornada de toros, cordero asado, aguardiente y amistad en Chinchón, estuvimos a punto de irnos en un seiscientos y sin parné, pero con mucho alcohol, a socorrer a El Lute, que estaba acordonado por la Guardia Civil en Alcalá de Guadaira, cerquita de Sevilla. No puedo explicar aquí quién era el hombre al que así acosaban. Búsquelo el lector, si lo hubiere, y si la curiosidad le pica, en las enciclopedias

Hablando de locuras… Manolo y yo ya habíamos estado a punto de fichar como profesores de español de la etnia bubi en un instituto de la isla de Fernando Poo, sita en Guinea Ecuatorial, pero nos rechazaron. Quizá, de no mediar ese portazo, nos hubiéramos convertido en magnates de la industria petrolera. Luisa y Caterina, mientras rellenábamos los formularios de tan singular convocatoria, auspiciada por la Unesco, nos miraban con espanto e inquirían si nos habíamos vuelto locos, pero eso era imposible, porque ya lo estábamos. Cronopios éramos, Dios nos juntaba y en el camino andábamos.

Yo me fui, atraído siempre por el exotismo, y él también, a la universidad de Dakar y Manolo al Instituto Cervantes de Manila. Él, desde allí, vino a reunirse conmigo en Tokio y… Más locuras, más jornadas bravas, más días de alcohol y rosas. Y risas.

Nos reencontraríamos en Roma, en Fez, en Madrid, en Portugal, en Kioto y en mi refugio de eremita plantado en las Tierras Altas de Soria. La última vez que nos vimos, si la memoria no me confunde, fue en las tabernas aledañas de la plaza de toros de Las Ventas durante la isidrada de 2003, quizá la de 2004… Luego, enseguida, yo estuve a punto de morir y él se murió del todo. Eso, y mucho más, llegará en el tercer volumen de mis Memorias, y en el cuarto, y en el quinto, si la muerte me concede la tregua necesaria para escribirlos. La vida de Manolo y mi amistad con él dan para mucho, sobre todo en lo concerniente a aquellos años en los que fuimos tan pobres y tan felices como Hemingway lo había sido en París cuando esa ciudad era una fiesta.  

Sirvan sólo, de momento, estas líneas apresuradas y anticipadas para dar sucinta cuenta y provisional noticia de aquel cronopio cuya alargada y valleinclanesca sombra aún vaga por los claustros de la universidad Fu Jen de Taiwán, donde se venera su memoria, y por los de mi dolorido sentir. Ve preparando, Manolo, un par de gin tonics en cualquier barra del más allá. Y si aparece El Lute, o Luisa, o Caterina, o Sánchez-Gijón, o Juan Antonio Antequera, o Rafael Alberti, o María Teresa León, o el Patines, o Pilar Suárez-Carreño, o Cristina, o tu hija, o Lola Fonseca, o Manuel Piñeiro, o Pepe Campos, o Kipling, o Hemingway, o el mismísimo José Tomás,  también los invitaremos. 

Kampai!

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