Censura democrática

Desde que empezó la epidemia del coronavirus, los españoles hemos tenido muchos motivos para la preocupación, más incluso de los habituales. Y aunque la enfermedad es sin duda el primero de ellos, la actividad del gobierno social-comunista lejos de darnos razones para la calma solo ha incrementado la alarma. Este fin de semana el Ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, admitía que el gobierno monitorizaba las redes sociales para identificar “discursos peligrosos o delictivos” y “campañas de desinformación”. El desliz de sinceridad del ministro ha levantado una ola de polémica y se ha sumado a la confirmación de que Facebook y sus sucursales como Whastapp han encomendado a empresas privadas como Newtral la identificación de supuestos “bulos”. Por si alguno todavía dudaba de que estamos ante el despliegue de un aparato de censura, el CIS —convertido por Tezanos en la rama más inepta con diferencia del PSOE— ha venido a confirmarlo oficialmente al preguntar a los españoles si creen que “habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales”. 

La reacción no se ha hecho esperar. A las combativas críticas de esa “caverna mediática” que tanto desprecia la izquierda se han sumado ahora medios y personajes con intachable pedigrí progresista como Risto Mejide, Eduardo Madina o El Diario. Muy grave debe ser la cosa cuando hasta los asalariados se rebelan contra el patrón. Pero ni la torpeza de los secuaces de Pedro Sánchez en anunciar a bombo y platillo sus intenciones ni la mezquindad del gobierno de aprovechar las horas más bajas de la nación para blindarse ante las críticas por su catastrófica e irresponsable gestión deben engañarnos. La censura no ha llegado ahora ni los social-comunistas están haciendo nada verdaderamente novedoso ni extraordinario. Si hoy hemos llegado a un mundo en el que compañías privadas deciden si mentimos o no y en el que el gobierno puede perseguirnos y castigarnos legalmente si cree que nuestro discurso es peligroso, es porque durante décadas hemos ignorado o incluso tolerado que la izquierda se apodere gradualmente del espacio público. 

Censura y libertad en la Historia

Aunque hoy sea un concepto denostado, la censura es tan antigua como la sociedad misma y se ha ejercido por parte de gobiernos de todo tiempo, lugar y pelaje. De hecho, hasta el siglo XIX se tomaba por una potestad natural e incluso un deber del gobernante. Desde la propia concepción aristotélica de la polis, el Estado tenía el fin de promover la virtud de sus ciudadanos y ello implicaba utilizar las leyes para dirigirlos a lo bueno y apartarlos de lo malo. La lógica es innegable: si hay ideas que son falsas o peligrosas para el bien de la sociedad, es una imprudencia permitir que se diseminen libremente. En sociedades homogéneas, con una moral compartida que daba identidad y cohesión, la censura era tan natural como lo era castigar el robo o el asesinato. El concepto de libertad de expresión implica necesariamente el de la neutralidad del Estado en aspectos morales. Por eso solo empieza a surgir de la fragmentación religiosa de las sociedades europeas a partir de la Reforma protestante, con la libertad de culto, y se consagra con la fragmentación política de las revoluciones liberales y su libertad de opinión.

Justificar la censura no suponía ningún problema para los reinos cristianos del Antiguo Régimen, como no la ha supuesto para el mundo musulmán o incluso para las dictaduras comunistas, con su divinización atea de los dogmas marxistas. Sin embargo, en el Occidente liberal resultaba mucho más problemático por su reticencia a reconocer oficialmente la existencia de una Verdad. La doctrina liberal había defendido siempre que el Estado no debía tener la finalidad de guiar a la población por el camino de la virtud sino actuar solo como garante de las libertades fundamentales, entre las que se encontraba la libertad de expresión. Pero la libertad de expresión, más que un principio ideológico, era una herramienta política. Sus partidarios son invariablemente aquellos que no tienen el poder y que necesitan de esa libertad para no ser aplastados por él, pero este celo suele difuminarse tan pronto como tornan las circunstancias. No es casualidad que la primera vez que se recogiese la libertad de opinión fuese en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadanode 1789 (art. 10), promulgada por el gobierno revolucionario francés que desataría tres años después la persecución política más cruel vista hasta entonces. 

Desde el triunfo definitivo del liberalismo en Occidente en 1848 hasta 1945, las democracias liberales chocaron una y otra vez con el problema de cómo compatibilizar la censura con sus principios fundacionales, intercalando periodos de mayor represión con otros de relajación. La Segunda Guerra Mundial, sin embargo, marcó un hito: el pánico de los Aliados ante un posible resurgir del fascismo que tanto había costado derrotar les convenció de que no se podía volver a permitir que ideas contrarias al sistema se difundiesen libremente. Se creó así un nuevo conjunto de valores fundamentales, eminentemente negativos, como el antirracismo o el antinacionalismo, que debían cohesionar a las democracias. 

En su versión original, este consenso de posguerra era en el mejor de los casos muy vago y se limitaba básicamente a censurar el fascismo en sí. El punto de inflexión llega a partir de los años 60 con la infiltración de ideólogos marxistas, de la mano de Gramsci y la Escuela de Frankfurt, en el mundo de la cultural liberal occidental. Esta nueva izquierda rápidamente entendió que podía utilizar el consenso de la posguerra para imponer una hegemonía ideológica cada vez más asfixiante sobre las sociedades liberales bajo el pretexto de defender a los desfavorecidos y discriminados. Así fueron identificando una larga lista de colectivos oprimidos como los negros, las mujeres o los homosexuales, e incluso inventando nuevos cuando agotaron los existentes, como los transexuales. Esta plétora de nuevos parias de la tierra se convirtió en el pretexto perfecto para, por fin, encajar la censura en el discurso liberal a través de una creación genial: el delito de odio. 

Penar los sentimientos: el delito de odio

Tristemente, el concepto de delito de odio es hoy familiar para cualquiera, pero la sumisa normalización de esta idea no tapa su extravagancia lógica. Reside en la idea de que existen ciertos tipos de discursos particulares, “los discursos de odio”, que fomentan la discriminación hacia algún grupo de personas, amenazando con ello la convivencia en la sociedad y aumentando la posibilidad de violencia contra esas personas. La idea nació entre la extrema izquierda de los campus estadounidenses, pero en las últimas décadas se ha materializado en Europa y otros lugares del mundo a través de leyes que persiguen penalmente estos discursos. Concretamente, nuestro Código Penal en su abstruso artículo 510 establece penas de cárcel de uno a cuatro años para:

Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad.

Los defensores de los delitos de odio alegan que no se trata de censura, ya que no persigue limitar un discurso por su ideología, sino que únicamente protege a personas y colectivos. La ética que subyace es que promover el odio hacia otros es algo malo y por tanto deben perseguirse. Intuitivamente parece aceptable para cualquiera y ahí reside el éxito de la falacia, pero si se analiza detenidamente los problemas lógicos que se derivan de este concepto son múltiples. Todos podemos coincidir en que el odio no es un sentimiento positivo, que igual que no lo es la tristeza; ambos son la contraparte necesaria de sentimientos positivos, el amor y la alegría respectivamente. Todos odiamos, con más o menos intensidad, en la misma medida que amamos más o menos intensamente. Si amo a una persona y alguien le hace daño, seguramente lo odie, aunque odiar a una persona esté mal. Si amo un concepto y otro le hace daño, también odiaré ese concepto, y aquí incluso no hay nada de malo en hacerlo. El patriota no puede no odiar aquello que puede destruir su Patria, el religioso no puede no odiar aquello que ataca a Dios, el marxista no puede no odiar la explotación del obrero y la feminista no puede no odiar el supuesto heteropatriarcado. Vemos por tanto que el odio es natural, inseparable del amor y que, por tanto, es ilógico que el gobierno pretenda castigarnos por un sentimiento que no podemos refrenar, del mismo modo que nadie pediría de uno a cuatro años de cárcel por sentir tristeza. 

Se puede decir que el delito de odio no persigue el sentir odio en sí, sino solo promoverlo hacia una persona o grupo de personas. Moralmente, una vez más, podemos coincidir en que, como enseña la Iglesia, se debe odiar al pecado, no al pecador. Pero de nuevo si lo analizamos con calma surgen complicaciones en la aplicación. ¿Quiere decir entonces que yo puedo odiar legalmente la explotación de los obreros pero no puedo odiar a aquellos que la practican? ¿Cómo distingue el juez la línea entre un discurso que promueve la hostilidad contra el separatismo y uno que lo hace contra los separatistas? Resulta difícil pensar que promover el odio hacia un concepto injusto no promueva indirectamenteel odio hacia las personas que lo practican, lo que haría caer cualquier ataque a un concepto, idea, religión, partido o grupo social dentro del delito. De esta manera, estamos virtualmente penalizando cualquier posibilidad de crítica en el espacio público, anulando así la posibilidad misma de debate. 

Por supuesto, esta reductio ad absurdummaximalista es inaplicable. Como pasa siempre, las ideas que son en la teoría ilógicas solo funcionan si se aplican en la práctica de forma injusta. Por eso, el delito de odio actúa selectivamente no contra todos los discursos que inciten al odio, sino solo contra algunos de ellos, los que interesan al gobierno. Así acogiéndonos a la letra del artículo 510 la incitación hostil contra el fascismo debería ser motivo de delito de odio ideológico, aunque por supuesto ningún juez jamás condenará a nadie por incitar al odio contra el fascismo. Lo mismo ocurre con los ataques contra el cristianismo, virulentamente omnipresentes en las sociedades liberales de hoy pero nunca perseguidos como delito de odio por causas religiosas. El odio pasa de ser un sentimiento que todos podemos experimentar a convertirse en una cualidad invariablemente ligada al discurso ideológico conservador. La aplicación selectiva explica que los partidos marxistas, diseminadores del mayor y más exitoso discurso de odio de la historia, aquel que se sustenta sobre la premisa de una lucha eterna que nos enfrenta dentro de la sociedad según nuestra clase social, sean los más prolijos en denunciar delitos de odio ajenos con la tranquilidad impune de saber que nunca se verán ellos sentados en el banquillo. 

Una vuelta de tuerca: el fact-checking

El constructo del discurso de odio y su persecución penal en decenas de países ha permitido a la izquierda ejercer una efectiva censura contra muchos de los discursos de sus opositores ante la connivencia sumisa y miope de la derecha liberal. El objetivo obvio era la eliminación del espacio público de todo discurso que contradijese los principios fundamentales de la izquierda. Pablo Iglesias lo reconocía esta misma semana al justificar las crecientes medidas de censura del gobierno para conseguir que “la ultraderecha mediática y política no forme parte en ningún caso del futuro de nuestras sociedades”. Sin embargo, en 2016 la feliz marcha represiva del progresismo tropezó con un obstáculo inesperado. En Reino Unido, votantes preocupados por la globalización, la inmigración y la destrucción de su identidad y forma de vida ganaron el referéndum para salir de la Unión Europea en contra de la presión mayoritaria de los medios y de la élite progresista. A la vez, en EEUU un millonario sin experiencia política se convirtió en presidente haciendo mofa de todos los valores fundamentales del consenso progresista y con la casi unánime oposición de los medios de comunicación y las grandes fortunas del país. Ya desde antes algunos países de Europa había retomado el discurso de una “derecha populista” combativa que no se plegaba a la hegemonía ideológica de la izquierda como la amaestrada derecha liberal tradicional. Los heraldos de la progresía encendieron las almenaras al grito unísono del resurgir de la extrema derecha. 

La conclusión era sencilla: lo delitos de odio no eran ya suficientes para mantener controlada a la población. En todos los delitos de opinión la fuerza no está tanto en la posibilidad de castigar al disidente como en el efecto disuasorio que genera en la población, que se autocensura por miedo a ser señalada y estigmatizada. Cuando la disuasión empieza a flaquear y se pierde la colaboración de los ciudadanos, la vía puramente represiva deja de tener efecto porque un gobierno no puede castigar una opinión generalmente extendida por mucho que quiera. Así se deshizo la fuerza de la Inquisición en la España de Fernando VII, así cayó la censura en los últimos años de Franco y así se vino abajo el poder del Partido Comunista en el bloque soviético. Cuando Trump ganaba las elecciones, el Frente Nacional era el partido más votado de Francia y el Brexit se imponía en un referéndum, señalar por delito de odio a la mayoría de los votantes no es una solución viable. Hacía falta reforzar la censura con un nuevo instrumento: el fact-checking

La verificación, o fact-checking, viene usándose puntualmente desde principios de siglo, pero solo recientemente ha entrado en el acervo público como última arma del arsenal progresista. Así como el delito de odio se levanta sobre el constructo del discurso del odio, éste reside en el concepto de fake news, es decir, las noticias falsas o bulos esparcidos en redes sociales e internet para influir en la opinión pública. El objetivo estaba bien delimitado: el triunfo de Trump y el Brexit habían demostrado que, aunque los grandes medios estuviesen sometidos a los postulados progresistas, perseguir las opiniones difundidas anónimamente por internet era imposible y la disuasión penal poco podía hacer para evitar la reacción conservadora en los espacios online que escapaban al control de la censura. Con esto en mente, la izquierda presionó desde 2016 para que las grandes redes sociales y buscadores de internet introdujesen procesos de verificación. El fact-checkingaborda la censura desde una perspectiva distinta por tanto, no ataca a la moralidad del discurso sino a su veracidad. Una vez más, la premisa a prioriparece fácilmente asumible por cualquiera: hay que comprobar la información que se publica para ver si es verdad. Así lo presentó la última musa del progresismo estadounidense, Alexandra Ocasio-Cortez, durante la comparecencia en octubre de 2019 de Mark Zuckerberg en el Congreso de EEUU, cuando le preguntó: “¿Pero entonces retirará o no retirará las mentiras? Creo que una simple cuestión de sí o no”. 

De nuevo, si nos paramos a analizar con calma la aparentemente simple cuestión, vemos que contra lo que Ocasio-Cortez intenta hacernos creer, es mucho más complejo que una cuestión de sí o no. El debate aquí por supuesto no trata sobre lo que está bien o mal: todos estamos de acuerdo en que la mentira está mal. Que se exija rigor a los medios de comunicación difícilmente molestará a nadie. La pregunta entonces es: ¿qué es verdad y qué es mentira? ¿Cómo decidimos qué es verdadero? En principio, la respuesta fácil que darán los defensores del fact-checkinges que no hay censura ninguna porque no se juzgan opiniones, simplemente se contrastan los datos objetivos —como el propio término inglés indica—. La premisa entonces es que los datos, a diferencia de las opiniones, son objetivos y pueden comprobarse fácilmente. Pero cuando bajamos a la realidad del periodismo diario, y más en el debate político, todo empieza a complicarse. 

Es bien sabido que nada hay más engañoso que una estadística. Un dato aislado sin duda puede ser cierto, pero su contextualización es la que verdaderamente lo dota de significado. Los sindicatos pueden afirmar en septiembre que el paro se ha disparado y mostrar datos veraces, pero si no tenemos en cuenta que al final del verano suele destruir mucho trabajo estacional que se recupera al año siguiente seguramente podríamos afirmar que estamos siendo engañados, del mismo modo que si el gobierno sacara pecho del descenso del paro en junio. ¿Cómo actúa aquí el fact-checking? Una posibilidad sería que simplemente revisase si los datos del paro son ciertos. En ambos casos concedería que sí y, al no haber más datos, no desmentiría a ninguno. Si esto fuese así, el uso del fact-checkingsería muy limitado, aunque útil para evitar los infrecuentes engaños más clamorosos. Sin embargo, en la práctica las agencias de fact-checkersno se están limitando a tan tímido papel, sino que analizan el fondo del asunto y ofrecen sus propias contextualizaciones. ¿Pero cuando un dato puede tener varias interpretaciones cómo se verifica? Supongamos que en el caso anterior la agencia entra y compara el dato del paro de los sindicatos con el paro estacional, relegando así la afirmación de los sindicalistas al rincón de los bulos. Pero en otro medio, otra agencia compara el dato con el de la creación de puestos estacionales en junio, que muestra que se crearon menos de los que se han perdido, por lo que este septiembre ha sido anormalmente malo, así que da la razón a los sindicatos. ¿La primera agencia, al no tener en cuenta este dato, habría mentido al tachar de bulo la declaración? ¿O la segunda agencia, al aportar un dato nuevo que no mencionaban los sindicalistas ha actuado partidistamente en su favor? 

Como vemos, hay un amplio margen a la arbitrariedad en el que cabe preguntarse quién toma las decisiones sobre qué datos se verifican y cómo. Aquí encontramos el segundo problema de base: es imposible verificar absolutamente todos los contenidos dentro del inmenso flujo de información que genera hoy en día la red. Por tanto, necesariamente existirá un criterio para decidir qué páginas, qué personas o qué instituciones son fruto de escrutinio y resulta cándido pensar que estas decisiones se toman de manera aleatoria. El papel de los verificadores es fundamental en determinar el sesgo. Ante el problema surgen dos opciones: puede encargarse el gobierno o puede encomendarse a empresas privadas. Los problemas de dar a cualquiera de los dos la posibilidad de decidir qué es verdad y que no son tan evidentes que no merece la pena extenderse. Actualmente, la mayoría de la labor la realizan empresas privadas, siendo en España principalmente Maldita.es y Newtral — que de forma anecdótica pero ilustrativamente irónica atribuía este lunes a violencia de género un suicidio en Valladolid antes de que fuese desmentido por la Justicia—. Ambas empresas están fundadas y dirigidas por periodistas de la Sexta, que extiende así su emporio progresista sobre todo el ámbito de la información en España. 

La paradoja de la democracia liberal 

Los esfuerzos de Pedro Sánchez por incrementar la censura no son más que una medida puntual para intentar tapar la negligencia que tan cara en vidas está costándonos. La situación de crisis, el nerviosismo y la general estolidez de su equipo han hecho que las medidas levanten mucho más polvo del que habría querido. Pero realmente no está haciendo nada nuevo que no venga haciendo la izquierda global desde hace décadas. Simplemente lo está haciendo peor. 

Con un poco de suerte, estos excesos harán más visible el proceso de creciente censura progresista que hemos aceptado con la creación de los delitos de odio y ahora de la verificación. Ambos instrumentos funcionan de forma similar para poder asfixiar el discurso disidente sin abandonar la apariencia de respeto por la libertad de expresión y neutralidad del Estado. Ambos se construyen sobre afirmaciones aparentemente indiscutibles, está mal incitar al odio y está mal difundir información falsa, para crear conceptos como “discurso de odio” y fake newsque requieren una respuesta. Pero detrás de estos neologismos orwelianos descansa la lógica de toda censura a través de los siglos. Se censura para proteger los valores fundamentales de la convivencia frente a quienes lo cuestionan y se censura para defender lo que el gobierno considera verdadero frente a supuestas falsedades. ¿Pero quién qué valores son buenos o malos? ¿Quién decide que es verdadero y qué es falso? Sin responder a estas preguntas, toda pretensión de controlar el discurso público en democracia es absurda y cae en innumerables contradicciones. Pero son preguntas que no pueden responderse sin negar la neutralidad del Estado y destruir así el concepto mismo de libertad de expresión.  Esa es la paradoja de la democracia liberal. Por supuesto, los problemas planteados en este texto no disuadirán a Pablo Iglesias y a tantos progresistas como él de la necesidad de seguir persiguiendo los delitos de odio y verificando la información. Para ellos, la respuesta a todos los problemas es evidente: hay discursos que son perjudiciales para la sociedad, porque son inmorales y falsos, y por tanto deben borrarse del espacio público para que “no formen parte del futuro de nuestras sociedades”. Es una respuesta tan evidente como la que habría dado un inquisidor dominico o un censor franquista. Pero al menos ellos nunca tuvieron el descaro de decirles a los censurados que lo hacían en nombre de la libertad de expresión. 

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