¿Ciudadanos o átomos?: el comunitarismo contra el individualismo

El “comunitarismo”, además de su loable crítica del liberalismo, oponiendo el “bien común” al “interés individual” desde una reinterpretación de la virtud aristotélica., tiene también –según sus detractores– una visión angelical del “multiculturalismo” que implica una concepción deseable de la sociedad como un conjunto de “comunidades” o de “minorías visibles” yuxtapuestas, cada una viviendo según sus valores y sus propias normas, en nombre de una concepción de la tolerancia fundada sobre el relativismo cultural más radical. Es la cara menos amable del comunitarismo: la de la política de reconocimiento de las comunidades identitarias (étnicas, religiosas, sexuales, sociales, morales). En otras palabras, y desde una visión práctica, el reconocimiento, por ejemplo, de las comunidades islámicas en el interior de las sociedades europeas. El comunitarismo es una moneda con dos caras, el anverso (su crítica del individualismo liberal) y el reverso (el reconocimiento de las comunidades no-tradicionales, no-orgánicas).

El comunitarismo contra el liberalismo

Para el liberalismo, el individuo es un mero átomo, con autonomía e intereses particulares, dentro de un amorfo conjunto universal regido por las leyes del Mercado. Para el comunitarismo, sin embargo, el individuo es un ciudadano inserto en la dinámica comunitaria y en un contexto social irrenunciable que persigue, por esa misma pertenencia, el bien común.

El comunitarismo se distingue por una reformulación de la moral, que no se relaciona con principios abstractos y universales, como su rival el liberalismo, sino que pretende fundar la moral en pautas nacidas, practicadas y aprendidas dentro de la cultura de una comunidad. La concepción del ciudadano, que surge desde la perspectiva comunitarista, es muy distinta a la liberal, y se caracteriza por otorgar una importancia fundamental a la pertenencia del individuo a una comunidad específica.

Con claras reminiscencias en Aristóteles y Hegel, la obra de los comunitaristas se esfuerza en demostrar que, al no estar establecida en nuestras sociedades ninguna manera de decidir entre distintas pretensiones, las disputas morales se presentan como necesariamente interminables. Es, por eso, que señalan la importancia de una común concepción del bien compartida por todos los ciudadanos, cuyo propósito es el de reducir la autonomía individual para beneficiar el interés colectivo. Los márgenes de estas comunidades tienen unos límites establecidos, y el interés en mantener dicha diferenciación entre lo que está dentro y fuera de las mismas es de especial importancia.

Por otra parte, la comunidad se identifica no sólo por su aspecto geográfico, sino de acuerdo con parámetros culturales e históricos, incluso genéticos. Por ello, el tipo de justicia que surge desde esta postura no guarda relación alguna con los principios del universalismo, sino que intenta justificar su exclusiva validez en ámbitos más restringidos, esto es, más comunitarios.

El individuo y su identidad comunitaria

Contrariamente a lo expuesto, y defendido por los liberales, los autores de la corriente comunitarista han señalado que más allá de la autonomía personal es necesario reconocer la pertenencia y la identificación del individuo con una comunidad determinada. Las particularidades y vínculos de cada uno con la sociedad y con los grupos y comunidades a los cuales pertenece es, desde esta perspectiva, parte fundamental de la comprensión de cada individuo.

Las tesis comunitaristas han desechado los principios del liberalismo por considerar que los rasgos individualistas y racionalistas que caracterizan a esta visión de la autonomía son incompatibles con los principios de la autenticidad. La autenticidad, según tales puntos de vista, consiste en asumir que la moralidad se basa en distinciones cualitativas y marcos referenciales que son externos a los sujetos, pues derivan de una idea del bien compartida por toda la comunidad. Al definir al liberalismo como “el arte de la separación”, el objetivo de esta línea de pensamiento es el de acortar las distancias entre los ámbitos público y privado.

Los argumentos comunitaristas recogen las críticas de Hegel y de los románticos a los ideales del universalismo provenientes de la Ilustración, reclamando la importancia del contextualismo. Es, por ello, que desde esta postura la realidad humana primaria y original es la sociedad y no el individuo, por lo que la identidad con la comunidad tiene una importancia enorme para la identificación y la protección de los derechos de la ciudadanía.

Al advertir los problemas del liberalismo y de la concepción del ciudadano exclusivamente como agente individual, “atomizado”, se plantea como alternativa la primacía de la comunidad, en la que la propia identidad no viene dada de forma particular, sino por la pertenencia a una colectividad. En términos de Charles Taylor, el descubrimiento de la propia identidad no significa que se haya elaborado en el aislamiento, sino que se ha elaborado mediante el diálogo con los demás. De ahí que la identidad dependa en gran medida de las relaciones dialógicas con otros sujetos.

Si desde esta posición se critica la neutralidad liberal respecto a los ideales de excelencia humana, es porque se considera que tal neutralidad parte de un individuo que carece de rasgos distintivos, que en definitiva se trata de “entes” cuya identidad se concibe como independiente de sus deseos, intereses y relaciones con otros sujetos.

El ciudadano, desde la posición comunitarista, es ante todo un ser social, ya que su identidad viene definida a partir de su pertenencia, formada, en especial, por una serie de narraciones que pasan de generación en generación. Esto indica que el individuo ya entra en la sociedad con un papel asignado. Así, en términos de Alasdair MacIntyre, el individuo sólo puede contestar a la pregunta ¿qué voy a hacer?, si puede contestar, previamente, a la pregunta ¿de qué historia o historias me encuentro formando parte?

Los valores, según estas ideas, no se pactan, sino que vienen predeterminados por la comunidad, por lo que la lealtad, el respeto y la educación permiten al grupo obtener la prosperidad que necesita. Por ello, el sujeto no es visto como individuo aislado, sino como parte fundamental de un conjunto más grande con gran influencia en la vida y la cultura social.

Pero si la principal crítica al liberalismo es el profundo individualismo, no pasa desapercibido que, bajo las ideas comunitaristas, también puede incurrirse en el peligro contrario. En efecto, en esta doctrina los individuos podrían perder toda autonomía al estar ligados a una comunidad que no han elegido y que no pueden abandonar.

Pero, al intentar criticar el atomismo individualista, podrían verse afectados los derechos defendidos por el liberalismo, al que debe reconocérsele una idea del sujeto más atractiva para el “hombre egocéntrico”. En todo caso, para el liberalismo, los individuos “liberados” de su comunidad estarían más preparados para establecer relaciones sociales, que aquellos sujetos a los que la comunidad mantiene siempre bajo una evaluación constante y en una búsqueda de la idea común del bien. Esta formulación queda inmediatamente cuestionada por el fenómeno de la “soledad” de nuestras sociedades individualistas.

Por ello, Thiebaut afirma que la crítica comunitarista acertó al señalar que el modelo de derechos individuales es insuficiente, pues deja de lado demandas urgentes de solidaridad y responsabilidad. Pero la alternativa, en todo caso, sería la de aceptar que existen formas cada vez más complejas de individualidad y no pretender eliminarlas con la identidad y pertenencia absoluta a un grupo.

Ciertamente, uno de los logros obtenidos por la crítica comunitarista es el de descubrir los problemas potenciales que pueden surgir del individualismo liberal. Por supuesto, en sociedades tan complejas como las actuales, en las que los sujetos ejercen diversas actividades y persiguen distintos intereses, resultaría inviable señalar una sola concepción del bien, pues, al final, son los mismos sujetos los que escogen y desechan sus distintos roles de acuerdo con sus preferencias. Pero, por encima de todos esos bienes tangibles y materiales, siempre habrá un ideal de bien común empeñado en transversalizar la sociedad, no para uniformarla sino para dirigirla a un objetivo determinado, incluso si para alcanzarlo deben sacrificarse bienes privativos o intereses particulares.

Desde luego, al identificar al individuo con la comunidad y al otorgar una importancia superior a la autenticidad sobre la autonomía, las posibilidades de reconocer derechos fuera de la órbita del bien común quedan reducidas. Como veremos a continuación, esta sujeción del individuo al ámbito público contrasta de forma clara con la versión liberal, y provoca un replanteamiento de la noción misma de ciudadanía.

La pertenencia a la comunidad como condición de la ciudadanía

Al considerar, desde el comunitarismo, al sujeto como un ser social, se concibe de forma distinta al liberalismo cuál ha de ser la contribución que el ciudadano debe a las instituciones. Por ello, el compromiso cívico es mucho más fuerte y la libertad negativa del liberalismo se elimina en favor de una libertad de tipo compartido. Es decir, la libertad se obtiene al formar parte de la comunidad. La idea de la “buena vida” es única, y no existe en cada individuo, sino que se comparte con todos los miembros de la comunidad.

El compromiso social tampoco podría entenderse como algo que interesa exclusivamente en la esfera pública, sino que incide también de forma considerable en la esfera privada. Los aspectos éticos de la privacidad son inseparables de los aspectos morales de la esfera pública, por lo que la identidad histórica y la identidad social coinciden a un mismo tiempo. De tal suerte que los sujetos que pertenecen a ese tipo de sociedades no forman sus propias ideas del bien y de la moral, pues éstas son construcciones colectivas de la misma comunidad.

Como afirma MacIntyre, si únicamente se pueden asumir las reglas de moralidad en el sentido en que las mismas son encarnadas en una comunidad específica, y si el sujeto puede ser y permanecer como agente moral sólo a través de los particulares tipos de fundamento moral producidos por la comunidad, entonces está claro que, desprovisto de esa comunidad, será poco apto para prosperar como agente moral.

La existencia de códigos de conducta a los que deben apegarse los distintos miembros asegura, en todo caso, la existencia y permanencia de su grupo, y evita que se destruya en la búsqueda de intereses particulares, combatiendo la disidencia y la corrupción. Los conflictos que surgen debido a estos mecanismos están cifrados, precisamente, en esta ausencia de libertad negativa y en la conciencia de una sola idea del bien.

Tales características son las que pueden definir al ciudadano desde el comunitarismo. Esta corriente alienta el concepto natural, histórico o cultual de “membership”, frente al concepto racional y deliberado de ciudadanía, propio del liberalismo, al afirmar que la comunidad, entendida en términos histórico-culturales, tiene una dimensión de agente moral y político. O como lo expresa Gerard Delanty, la noción comunitarista de ciudadanía se circunscribe a una noción orgánica de comunidad cultural. Vincular de una forma tan estrecha al individuo con su colectividad no parece implicar, por tanto, una participación encaminada a la búsqueda de reformas institucionales profundas, ni por supuesto a la crítica de ciertos patrones culturales.

Y ello porque se trata de un vínculo, de una identificación más que de la participación entendida en términos de igualdad entre los individuos, o del perfeccionamiento de la vida social. Los aspectos que pueden desprenderse de esta reflexión son los siguientes: 1. La derivación de los principios de justicia y corrección moral de una cierta concepción de lo bueno; 2. Una concepción de lo bueno en que el elemento social es central e incluso prevalente; 3. Una relativización de los derechos y obligaciones de los individuos a las particularidades de sus relaciones con otros individuos, a su posición en la sociedad y a las particularidades de ésta, y 4. Una dependencia de la crítica moral respecto de la práctica moral de cada sociedad, tal como aquélla se manifiesta en las tradiciones, convenciones e instituciones sociales.

La posición que guarda el individuo y, sobre todo, el ciudadano en una concepción tan férrea de la comunidad, será muy distinta a la planteada por el liberalismo. Si la escasa participación del primero se relaciona con una defensa de la libertad negativa, esta libertad negativa desaparece en el comunitarismo, en el que no existe la posibilidad de plantear posiciones críticas distintas a aquellas que se comparten con el grupo. El principio que se pone en duda mediante este ejercicio es, precisamente, el de la “neutralidad liberal”, ya que al rechazar que todos los planes de vida son igualmente valiosos, se sugiere la adopción de políticas de protección de la comunidad, es decir, el compromiso con una determinada idea del bien.

En todo caso, según los liberales, la importancia otorgada a la noción de pertenencia o membresía, por los comunitaristas, podría causar la desaparición de la concepción de ciudadano. El hecho de pertenecer a uno o diversos grupos o comunidades no debería invalidar la posibilidad de modificar o elegir nuevas identidades y pertenencias. En definitiva, para el liberalismo, el hecho de impedir la elección de unos particulares –e interesados– planes de vida, anularía también la libertad y la posibilidad de ser un verdadero ciudadano. El liberalismo siempre acaba sus razonamientos con el escudo infalible de la libertad.

Si, por lo que respecta a la noción de ciudadanía que surge del liberalismo, percibimos cierta inmovilidad, esta característica, según sus críticos, está todavía más presente en la versión comunitarista (si es que cabe hablar de ciudadanía como concepto ideológico). Las posibilidades de adquirir y ejercer ciertos derechos inherentes al concepto de ciudadano se limitarían bajo la idea de pertenencia absoluta a la comunidad definida por la búsqueda de un bien común que sólo cabe entender en términos restringidos. Esto es un enfoque erróneo de la crítica al comunitarismo: el individuo inserto naturalmente en la comunidad es el que puede ejercer libremente sus derechos como ciudadano; por el contrario, el individuo desvinculado de la comunidad no tendría la condición plena de ciudadano y, en consecuencia, vería limitado el ejercicio de esos derechos.

Las fronteras de la comunidad

En algunos de los trabajos de John Rawls, la sociedad de tipo liberal se establece con márgenes delimitados o “cerrados”. Por su parte, el comunitarismo realiza esta operación de forma aún más rigurosa y en ámbitos que no sólo se corresponden con el territorio de los Estados. La geografía de dichos grupos no solamente es territorial, sino también “moral”, ya que si la comunidad nos constituye como agentes morales, si nos adscribe nuestra condición moral, entonces los agentes morales de una comunidad serán moralmente distintos a los de otra comunidad.

En buena parte de las posturas comunitaristas encontramos la idea de que la pertenencia de los individuos se encuentra, primero, en los grupos más pequeños y, a partir de ahí, en distintos niveles. De este modo, la familia, el barrio, el gremio, el clan, la ciudad, la región y la nación, son los distintos espacios a los que pertenece el sujeto, respecto a los cuales tiene también una variedad de deberes, herencias, expectativas y obligaciones.

De ahí que, desde esta postura, se niegue que los principios morales puedan tener importancia fuera del contexto político de cada sociedad. En todo caso, la pertenencia a una comunidad se constituye como un elemento vital, en el que recae la posibilidad de distribuir los bienes, la seguridad y el bienestar, por lo que la condición del que no tiene “comunidad” es, según Michael Walzer, de “infinito peligro”.

Este tipo de mecanismo supone que la delimitación de las fronteras de estas comunidades termina por expresarse en un doble nivel. En primer lugar, se afirman los lazos que unen a los individuos con las mismas y que los obligan a jugar un papel en esa “historia común”. En segundo lugar, se pone una barrera frente a los individuos extraños, que al no contar con esos antecedentes compartidos no podrán formar parte de esos grupos. El esquema liberal de asumir deberes morales respecto a los más cercanos es aceptado por los comunitaristas, y alrededor del mismo gira toda su teoría moral, aunque, desde luego, los vínculos existentes son mucho más fuertes en esta visión.

En efecto, desde el comunitarismo, no solamente cabe hablar de una distribución de la justicia como sucede en el ámbito del liberalismo, sino también de una distribución de la pertenencia, puesto que desde esta doctrina, la pertenencia es el primer bien a distribuir. Esto invierte los principios del liberalismo que, en el caso de Rawls, se basan en el velo de la ignorancia, y los sustituye por la idea de la pertenencia, en la que se comparte una idea común del bien.

Dicha pertenencia encuentra en el Estado su frontera última, pero se refiere, en primer término, a los vínculos con una comunidad histórica en la que los individuos practican una cultura que ha sido heredada y que no se desarrolla totalmente en una sola generación, por lo que no puede modificarse rápidamente. La relación entre los individuos y su comunidad termina por abarcar las relaciones y responsabilidades de las acciones de cada individuo en relación con los demás.

Así, al jugar un papel importante dentro de la comunidad, se es responsable también de aquello que la comunidad realiza. Alasdair MacIntyre insiste en ello al criticar el individualismo moderno en el que, según afirma, los hombres son lo que hayan escogido ser, de forma tal que legalmente pueden ser ciudadanos de un país, pero no pueden ser responsables de lo que ese país haga o deje de hacer. Este tipo de individualismo, añade, es el expresado por los estadounidenses modernos que niegan cualquier responsabilidad en relación con los efectos de la esclavitud sobre la población estadounidense negra.

Un individualismo basado exclusivamente en el “yo” deja de tener historia y pertenencia alguna. De tal forma, el contraste entre el individuo atomizado del liberalismo y la pertenencia comunitarista se encuentra en la vinculación a colectivos definidos, “porque la historia de mi vida está siempre embebida en la de aquellas comunidades de las que deriva mi identidad”. Esto supone un choque entre el tipo de universalismo al que recurre constantemente el liberalismo y una postura más particularista, o local, e identitariamente determinada, del comunitarismo, puesta de relieve por sus mismos autores.

Así, por ejemplo, Walzer define su propuesta como “radicalmente particularista”. Si una manera de iniciar una empresa filosófica consiste en salir de la gruta, abandonar la ciudad, subir a las montañas y formarse un punto de vista objetivo y universal; o se opta por describir el terreno de la vida cotidiana desde lejos, de modo que pierda sus contornos particulares y adquiera una forma general, o “…yo me propongo quedarme en la gruta, en la ciudad, en el suelo. Otro modo de hacer filosofía consiste en interpretar para los conciudadanos el mundo de significados que todos compartimos”.

Dicho particularismo se aleja del universalismo defendido por los liberales, por considerar que este último no consigue contactos con la realidad social. Por eso Thiebaut entiende que el tipo de fuerte identificación que supone el comunitarismo impide los acuerdos y la neutralidad (el consenso y la tolerancia) sobre algunos temas que, en principio, sí podrían obtenerse mediante utópicos principios universales (que, por tanto, tendrían que ser previamente aceptados por una supuesta “comunidad universal”), cuestión que se hace cada vez más patente debido no sólo al tamaño de las sociedades, sino a su pluralidad y a su diversidad.

Comunitarismo y nacionalismo

Esto tiene una importancia fundamental tomando en consideración que buena parte de las críticas lanzadas contra las posturas comunitaristas tienen que ver con las desviaciones nacionalistas en que pueden desembocar. Laporta considera que ciertos vínculos y algunas similitudes entre la postura comunitarista y la nacionalista no pueden negarse: 1. El comunitarismo es un tipo de teoría moral que le suministra al nacionalismo argumentos en los que puede basarse. 2. La idea de comunidad preexistente superior a la de sus componentes individuales y cuyos presupuestos no pueden ser sujetos a la crítica coincide con la idea de “pueblo” en el sentido nacionalista de sacralización la patria. 3. El comunitarismo mantiene que las pautas de comportamiento social y político tienen una mejor justificación local, interna a la cultura, que universal, transcultural y suprahistórica. 4. El comunitarismo ofrece una plataforma teórica óptima para apoyar la distinción entre “nosotros” y “ellos”, utilizando la noción de etnicidad tan característica del nacionalismo. 5. El tipo de cohesión moral de carácter sentimental sobre el que se quiere edificar la comunidad, es similar al tipo de cohesión que trata de inducir el nacionalismo entre los ciudadanos.

El análisis todavía podría ser amplio considerando que, si bien es cierto que el comunitarismo tiene una cara más amable –y entrañable– del hombre como ser inserto en la naturaleza y en la sociedad, sus rasgos distintivos podrían degenerar, mediante su perversión hasta sus últimas consecuencias, en una visión totalitaria de la sociedad: 1. La primacía de lo bueno sobre los derechos individuales permite justificar políticas perfeccionistas que intentan ideales de excelencia o de virtud personal aun cuando los individuos no los perciban como tales y, por ende, no se suscriban a ellos; 2. La idea de que el elemento social es prevalente en una concepción de lo bueno, puede conducir a justificar sacrificios de los individuos como medio para promover o expandir el desarrollo de la sociedad o del Estado; 3. La exaltación de los vínculos particulares con grupos sociales como la familia o la nación puede servir de fundamento a las actitudes tribalistas o nacionalistas que subyacen en buena parte de los conflictos actuales; 4. La dependencia de la crítica respecto de la práctica moral puede dar lugar a un relativismo conservador que, desde luego, es inoperativo para resolver conflictos entre quienes apelan a tradiciones o prácticas en el contexto de una sociedad, ya que no resulta muy difícil discriminar entre prácticas valiosas de las que no lo son, sin contar con principios morales que sean independientes de ellas.

Por ello, no sólo los límites de la comunidad (que no son exclusivamente territoriales, sino también morales) están mucho más definidos que en el liberalismo, sino que el peligro de que éstos deriven en exclusiones étnicas, tribales o nacionalistas es, desde luego, bastante probable. Pero no más probable que en las sociedades liberales, en las que la cultura, la tradición o la religión, son completamente descartadas, haciendo del individuo un “ser aislado” y, por tanto, susceptible de rebelarse violentamente contra dicho aislamiento.

En la comunidad, no solamente se requiere la identificación de los individuos con el grupo, sino la distinción entre las particularidades de sus miembros con otros sujetos y con otras comunidades, lo que podría terminar por excluir cualquier otro tipo de deberes morales de “otros” que no sean los pertenecientes a “nuestra”. En efecto, una postura comunitarista deja de lado las características esenciales del liberalismo, pero también todas aquellas posiciones que tengan una construcción moral basada en criterios universalistas.

El ciudadano, desde esta perspectiva, será aquel que reúna los requisitos y condiciones suficientes para ser miembro de la comunidad, y todos los demás (el resto) serán “extraños”. Walzer justifica esta distinción entre miembros y extraños señalando que si todos los seres humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros tuvieran lugar en el mar o en el desierto, entonces no habría pertenencia alguna para ser distribuida; si por el contrario, todos los seres humanos fueran miembros de un Estado global, la pertenencia ya habría sido distribuida, y no habría más por hacer. “Mientras los miembros y los extraños sean dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisiones sobre la admisión, y hombres y mujeres entonces serán aceptados y rechazados”.

Esto, en principio, incluso podría ser compartido por buena parte de las ideas liberales. El problema es que los comunitaristas reducen, aún más, el margen de los grupos a los que se refieren cuando hablan sobre el requisito de pertenencia. Esto es lo que constituye una de las “paradojas del comunitarismo”: si algunos de los ataques contra la teoría liberal se fundamentan en que la aspiración universalista y neutralista del liberalismo es imposible e incompatible con la realidad, entonces estaríamos permanentemente atados a un determinado conjunto de valores e ideales, del cual no podríamos tomar distancia y al que no podríamos juzgar neutralmente. Pero la condición de pertenencia a una comunidad no debilita la posición del ciudadano, sino que la fortalece y la garantiza frente a los “extraños”. Y esto también tiene validez para los propios comunitaristas, dado que nos encontramos –a la fuerza– dentro de sociedades liberales muy amplias, lo que les impide renunciar al conjunto de derechos individuales y a los propios valores democráticos.

El tipo de reconocimiento de las especificidades culturales que promueve el comunitarismo limita, de forma importante, el tamaño de las sociedades bajo una idea común del bien. Más aún, una visión restringida de la comunidad, en la que incluso se llega a comparar a los Estados con los clubes privados, pone al comunitarismo en una difícil situación, pues no distingue el ámbito privado del público. Sin embargo, ese tipo de “sociedad doméstica”, que facilita al individuo su identificación, puede integrase, al mismo tiempo, en otras comunidades más amplias, siempre que el objetivo del “bien común” sea compatible entre ellas, conforme a la teoría de los “círculos concéntricos”.

Conclusiones provisionales

En primer lugar, el debate liberalismo/comunitarismo actualizó ciertas críticas en contra del individualismo y del atomismo que se desprenden de las posiciones liberales, lo que llevó a una matización de estas últimas y a un cierto viraje de algunos de sus autores hacia el reconocimiento de la importancia de la identidad y el pluralismo.

Por lo que respecta a la idea del bien defendida por el comunitarismo, ésta se basa en un concepto restringido, por supuesto, alrededor del cual gira buena parte de la vida y de los objetivos de los individuos y de la comunidad en su conjunto. Ello también produjo una cierta reacción del liberalismo, en el que se reconoció la existencia de una idea del bien, pero entendida de una forma en que cada individuo podría perseguir sus propios planes de vida. Finalmente, la diferencia entre tales ideas del bien, una entendida en sentido restringido y otra en sentido amplio (o mejor, flexible), constituyen la diferencia básica que da lugar a las dos construcciones tan distintas de la comunidad.

Ambas teorías reconocen unos límites de la comunidad política. El liberalismo teoriza un espacio mucho más flexible (neutral y tolerante) en el que los individuos pueden ejercer sus derechos particulares en función de su propio interés y con independencia de los objetivos de la comunidad; concepción que se restringe en el comunitarismo debido a la identificación –o compatibilidad– constante entre el bien individual y el bien comunitario. Esto nos lleva a una concepción del individuo que aclara, en gran parte, el contenido de la ciudadanía. El ciudadano no es un individuo aislado de su comunidad: se es ciudadano en cuanto perteneciente a la ciudad, a la polis. Fuera de esa pertenencia no hay ciudadanía; hay súbditos, hay extranjeros, hay electores, hay trabajadores, hay sexos, hay géneros, pero no miembros de la comunidad que puedan ejercer sus derechos como tales.

La política de reconocimiento de las comunidades

Esta sería la versión “buenista” del comunitarismo. Esta versión se fundamentaría en una política en favor de las identidades de grupo, culturales o étnicas, basada en el reconocimiento del valor intrínseco y del carácter irreductiblemente múltiple de esas identidades en el seno de una misma sociedad, siendo todos igualmente dignos de respeto y, por tanto, juzgados libres de afirmarse en el espacio social, aunque no en el espacio público, que correspondería a la sociedad en general y no a los diversos grupos comunitarios. En definitiva, una visión angelical del “multiculturalismo” que, según Pierre-André Taguieff, designa las doctrinas políticas defensoras de la sociedad multiculturalista o etnopluralista, y que implica una concepción deseable de la sociedad como un conjunto de “comunidades” o de “minorías” yuxtapuestas, cada una viviendo según sus valores y sus propias normas, en nombre de una concepción de la tolerancia fundada sobre el relativismo cultural más radical.

Pero “tolerar” no significa soportar lo que es juzgado como difícilmente soportable, sino respetar las formas de ser y de pensar de un grupo, evitando desvalorizarlo o estigmatizarlo Hasta aquí todo correcto. Pero de ahí pasamos inmediatamente al recurso del lenguaje “políticamente correcto”, esto es, que la consecuencia inevitable de la política de reconocimiento sea llamar la atención sobre la imagen o la dignidad de cualquier grupo social, cultural o religioso de carácter “minoritario”. De esta forma, cualquier modelo asimilacionista es rechazado porque implica una cierta violencia implícita contra las especificidades de esas minorías. Y todo ello en nombre del más absoluto y falso antirracismo.

Entonces, se pregunta con razón Pierre Le Vigan, ¿debemos cuestionar el comunitarismo? Por supuesto, porque la cuestión no es insignificante. Sobre todo esta idea de que los hombres deben ser considerados principalmente como miembros de las comunidades. Esto un hecho que puede ser ampliamente compartido. ¿Quién puede imaginar que el hombre pueda vivir sin las comunidades que piensan como él, que comparten sus valores, sus tradiciones? Y, al mismo tiempo, ¿quién puede vivir sin sentir la necesaria curiosidad por el “otro”, por el “diferente a nosotros”?

Pero el comunitarismo ha tomado un enfoque peligroso, en particular sobre las cuestiones inmigratorias. El comunitarismo, que nació para reivindicar la esencia de la comunidad, ahora se vuelve en contra de esa comunidad, la que mejor conciliaba la apertura hacia lo universal con sus peculiares raíces culturales, étnicas, religiosas, etc., pero que las trascendía a través del concepto de “comunidad nacional”.

Los comunitaristas quieren fortalecer el tratamiento de las comunidades de migrantes. Y ello se traduce en la imposición de aceptar las comunidades de inmigrantes de buen grado o por la fuerza. El regreso a los orígenes, cultura y religión de estas comunidades alógenas sería la “esperanza de lo comunitario”, porque en estas minorías extranjeras se conserva mejor el “espíritu de la comunidad”.

Entonces, ¿cuál es la lógica de comunitarismo? Una especie de “apartheid”, se pregunta Pierre Le Vigan, de desarrollo separado, pero sin “supremacía europea”, insertado en la lógica de la “endogamia”: es la lógica del enclaustramiento en la comunidad de origen. Un musulmán, como miembro de la comunidad islámica, debe vivir exclusivamente bajo su propio código. Es un mundo simplificado donde uno puede relacionarse pero no puede mezclarse. Como si la alternativa a la doctrina oficial fuera el confinamiento en una identidad cerrada. El comunitarismo es un individualismo grupal.

Así que, desde esta perspectiva, los comunitaristas serían los “tontos útiles” del “inmigracionismo”, por oposición al “asimilacionismo”, que se convierte en una palabra tabú. En su lugar, hablan de una “sociedad inclusiva”, una especie de “cajón de sastre” en el que todo entra a poco que se empuje. Es la misma doctrina que la que practican los poderes públicos cuando se les llena la boca de palabras huecas como “integración” o “inserción”. Por eso el comunitarismo angloamericano ha tenido tanto éxito entre los dirigentes políticos europeos.

¿Y por qué rechazan los comunitaristas la asimilación? Al fin y al cabo, la asimilación implica la existencia de una comunidad central que representa la cultura del país de acogida. No porque sea “mejor” o “peor” que las otras, sino porque hay que partir de algo, y en Europa, si tenemos que comenzar desde ese “algo” habrá que hacerlo, primero, desde la comprensión íntima de lo que fuimos y de lo que somos los europeos. Ya habrá tiempo de comprender más allá, de lo que son los “otros”, de lo que es el “resto del mundo”.

¿Cómo superar este proceso globalizador e integrador de las identidades comunitarias?

Uno de los mayores problemas que presenta el comunitarismo es el de su dificultad para explicarlo. Influyen en ello varios factores: el primero, que en la cuestión inmigratoria (o la cuestión de la presencia de minorías alógenas sobre un territorio pretendidamente homogéneo) inciden los sentimientos irracionales y no los argumentos reflexivos; el segundo, que el comunitarismo parece una prolongación, cuando no una nueva versión, del fracasado multiculturalismo. Pero hay una diferencia sustancial entre ellos: en el multiculturalismo, se produce la integración en la sociedad de acogida mediante la aceptación del marco normativo mayoritario, a cambio de un reconocimiento de las particularidades minoritarias en la esfera privada, lo que, finalmente, puede conducir a una inevitable fusión de las comunidades; en el comunitarismo, esa integración y esa aceptación, se recompensan con un reconocimiento también en la esfera pública, pero mediante compartimentos estancos que gozan de autonomía para vivir y gestionar sus particularidades, sin interferencias ni, a la postre, fusión de las comunidades. De ahí la crítica de algunos autores, como Pierre Le Vigan, que consideran el resultado del comunitarismo como una “guetización” que no beneficia a ninguna de las comunidades implicadas.

La apuesta por el comunitarismo tiene, no obstante, bastante de coherencia y pragmatismo. Coherencia con la tradición diferencialista y la defensa de la diversidad cultural, lo que supone, en buena lógica y honestidad, defender no sólo la propia diferencia cultural, sino también la de los que no son como “nosotros”, aunque en lugar de “multiculturalidad” (que parece remitirse a un totum revolutum) debamos hablar mejor de “pluriculturalidad” (que refleja la imagen de un diversum continuum). Y pragmatismo porque la inmigración en Europa es un hecho irreversible: millones de individuos de origen étnico extraeuropeo nacen en Europa, otros millones esperan para emigrar al viejo continente. Las políticas de integración y/o asimilación han resultado fallidas. Las propuestas de reclusión, expulsión o remigración devienen irrealizables. Entonces, ¿qué hacer ante una realidad inexorable? Quizás el modelo comunitario, mediante el reconocimiento de las comunidades con particularidades propias (y temporalmente minoritarias), pudiera constituir también un mecanismo de garantía y protección de las mayoritarias comunidades etnonacionales propiamente europeas. Sería, en cualquier caso, un “mal menor”. Pero el problema es que, quizás, esas minorías no sólo hayan venido para quedarse, sino que como advierte Renaud Camus, hayan llegado para sustituirnos.

Algunas “soluciones” comunitaristas

Michael Walzer es uno de los pensadores más originales en el debate entre liberales y comunitaristas. Walzer parte de la diferenciación entre personas pertenecientes a una comunidad y los extraños. Éstos son como nosotros, pero no son como uno de nosotros. Es justo que quienes pertenecen a una comunidad establezcan los requisitos y condiciones para aceptar a los extraños como miembros de su comunidad. La justicia distributiva de Walzer legitima los tratos diferenciados entre los de “dentro” con los de “fuera” de una comunidad, tanto en el tema de ingreso en la misma como respecto del acceso a los derechos.

De esta forma, las políticas de inmigración no se valorarían en torno a criterios de justicia generales ni a valores abstractos o universales, ni siquiera por el sentido común, basta que una comunidad determinada las dote de un sentido o valor social –protección de la identidad comunitaria– para que sean justas sin importar las opiniones de condena o reprobación.

A este respecto, valga esta cita de García Amado:

«El modo de razonar en este caso —egoístamente—se puede esquematizar así: posiblemente no hay ninguna razón de fondo o sustancial, sino la pura casualidad o azar histórico, por la que yo y mis compatriotas seamos precisamente nacionales de este Estado X y no lo sean, en cambio, el señor Y o el señor Z. Ahora bien, una vez que las cosas sean así, ante la cuestión de que el señor Y y el señor Z también quieran vivir en nuestro Estado X e, incluso, ser sus nacionales, calculamos si esa pretensión nos interesa y, en función del resultado de ese cálculo, decidimos si les permitimos venir aquí y bajo qué condiciones, y establecemos también cuáles son sus derechos, dado que estamos en situación de y tenemos el poder para dirimir al respecto, y lo normal y más frecuente es que o bien nos beneficie que Y y Z no vengan (para que no gasten de nuestros bienes o no compitan con nuestros intereses; para que no tengamos que repartir con ellos el pastel, en suma), o bien que vengan pero con unos derechos limitados que aseguren su subordinación a nosotros, con lo que en lugar de competir con nuestros intereses sirvan a los mismos, y sin tomar del pastel ni un ápice más de lo que nos convenga darles».

Pero no solamente está el trato diferenciado a los pertenecientes a una comunidad y a los extraños a la misma, sino que algunos autores encuentran una contradicción entre los postulados antiuniversales de esta corriente de pensamiento. Como todo comunitarista, Walzer niega la validez global de cualquier sistema de reglas morales. Por el contrario, plantea que cada individuo recibe de su comunidad la identidad que lo constituye en persona, las claves de una autopercepción que le permite la autoconciencia y la socialización con base en la inserción en un entramado de significados y relaciones, cultural y comunitariamente establecidos. Por eso, la primera obligación moral de cada uno es la lealtad y fidelidad a ese tejido cultural que le da su ser y su personalidad, a una comunidad que forma su propio sistema de reglas morales. El problema es que si la primera obligación moral y política de cada uno es la defensa, incluso con las armas como postula MacIntyre, de sus señas de identidad comunitaria y del interés, así como de la pervivencia de la cultura comunitaria, estamos igualando la situación del otro con la nuestra en lo que a ese único principio universal toca: la misma obligación que tengo respecto de mi comunidad, la tiene el otro, el extranjero, respecto de la suya. A falta de una razón universal con atributos independientes suficientes para hacer posible un entendimiento de mínimos, razón cuya asunción negaría los mensajes mismos del ideal comunitarista, habría que asumir que la única dinámica intercomunitaria que cabe es el enfrentamiento, la lucha entre comunidades y culturas. Como indica García Amado, «a fin de cuentas, el ideal del comunitarista sería la plena garantía de subsistencia de su comunidad y su cultura, lo que sólo quedaría asegurado cuando hubiera vencido definitivamente sobre cualesquiera otras que pudieran hacerle competencia».

Amitai Etzioni es otra de las figuras más destacadas de la sociología comunitarista. Etzioni señala que la buena sociedad es una sociedad equilibrada con tres puntos de apoyo: el Estado, la comunidad y el sector privado –el mercado–. Es necesario que los tres se coordinen –en el mundo occidental, el déficit más grande es el comunitario– mediante un acuerdo que Etzioni llama “el bagaje moral de la sociedad”. El estamento político tiene reservado un papel importante, pues el Estado debe permitir más protagonismo comunitario –retirarse de un terreno conquistado– y a su vez velar para que el mercado se respete a sí mismo –conquistar un terreno nuevo.

En cuanto al tema de la inmigración, Etzioni propone que el punto de partida para alcanzar una nueva mentalidad sobre la misma es aceptar que nadie tiene el derecho a estar en el país de otras personas, de la misma manera que nadie tiene el derecho de mudarse a la casa de otra persona. Para Etzioni, la gente florece cuando es parte de una comunidad. Para fomentar estas comunidades deben mantenerse los lazos de afinidad, ha de promoverse un limitado pero importante conjunto de valores comunes y cultivarse un sentido de historia y futuro compartidos. Según Etzioni, quien busque ingresar en una nación en particular para mejorar su vida personal o privada debe estar dispuesto a adoptar los lazos comunitarios y la cultura moral de la comunidad nacional en la que se integra, así como asumir las cargas de su pasado y las obligaciones de su futuro. Sin embargo, este requisito no implica que los inmigrantes se integren en tal medida que desaparezcan dentro de la sociedad predominante, asimilados hasta el punto de ya no ser distintos, o que se les prohíba intentar mejorar en su nuevo país. Deben empeñarse en convertirse en buenos ciudadanos o su petición de ser admitidos como nuevos miembros del país puede denegarse justamente. Etzioni distingue entre “inmigración humanitaria”, cuyo principal propósito es ayudar a los individuos involucrados, y la “inmigración de utilidad”, cuyo objetivo primordial es ayudar a la economía de la nación. Mientras que la inmigración humanitaria busca ayudar a las personas que tienen más necesidades, con antecedentes de opresión y vulnerabilidades, la inmigración de utilidad busca gente joven, saludable, con un gran capital o a aquellos cuyas habilidades sean demandadas.

Frente a estos postulados, se puede afirmar que el defensor del comunitarismo podrá ver con radical empatía las reacciones de la población consistentes en el temor a que los extranjeros disuelvan o dañen la identidad comunitaria en cualquiera de sus manifestaciones. Es más, esa reacción de rechazo ante la irrestricta e igualitaria inserción como ciudadanos de quienes provienen de otros países, y especialmente de otras culturas, se verá incluso como un componente de virtud ciudadana de los nacionales de la comunidad receptora, quienes de ese modo acreditarán su compromiso con su comunidad y con el mantenimiento de sus dones colectivos y aglutinadores. Finalmente, Etzioni considera que «la inmigración no es un derecho, sino un privilegio». También se podría rebatir este enfoque refiriéndonos al estado de necesidad que encontramos en algunas (no necesariamente mayoritarias) situaciones desesperadas de estos inmigrantes. Pero es que, tal vez también, la emigración dirigida hacia el “Paraíso Europa” sea, finalmente, un auténtico privilegio, al menos, para los que consiguen llegar.

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