En plena eclosión del individualismo, de las aspiraciones de autorrealización, del deseo de desligarse de obligaciones externas y auto-obligaciones, parece que al hombre de hoy se le escapa la felicidad y necesita de expertos que gestionen su logro. Desde las reflexiones de Tocqueville sobre las sociedades democráticas, empezamos a aprender que el individualismo no es una posición de fuerza de la persona contra el Estado, sino una de las condiciones para que las democracias se convirtieran en regímenes totalitarios. Posteriormente, autores como Foucault nos ilustraron sobre el control individual (tecnologías del yo) y el colectivo (biopoder). Con el tiempo hemos comprendido que las formas de control individuales y colectivas no son dos formas paralelas y diferenciadas de poder, sino que se entrelazan en una sola estrategia. En este artículo abordaremos un aspecto del control social que puede sorprender. Nos referimos al coachingcomo un método que entrelaza diversas dimensiones de la vida para regalarnos la felicidad. En estos tiempos, y tras la novela distópica de Aldous Huxley, ya no nos puede sorprender que, entre el deseo de felicidad y el control social, hay una inevitable relación.
El control de la felicidad y la felicidad como control
La felicidad se ha convertido en una ideología como en su día lo fue la “libertad” revolucionaria. La felicidad, hic et nunc, hoy es un imperativo moral y legal que los Estados modernos están obligados a proveer a sus ciudadanos. Y si el Estado no lo logra, el propio individuo tendrá que alcanzarla por su cuenta. El problema de la felicidad, no obstante, genera muchas controversias. La primera es que nunca se podrá deslindar la cuestión de la felicidad de la del sufrimiento y la infelicidad. El Estado de Bienestar no ha logrado erradicar las llagas dolientes de la condición humana. Y como en una sociedad secularizada la comprensión del dolor es imposible, el poder debe evitar que se recurra a lo sagrado para su aceptación irremediable. De ahí que, como constata Eva Illouz, la consecución de la felicidad y la justificación del sufrimiento son instrumentos de legitimación del poder. El ejercicio del poder ya no sólo recurre a sus tradicionales estrategias (coerción, sistema legal y policial), sino que impone los cánones de la felicidad y los medios para la evitación del sufrimiento. De paso establece quiénes son los “expertos” en manejar estos asuntos.
Illouz propone que: “en la visión del mundo terapéutica contemporánea el sufrimiento se ha convertido en un problema que debe ser manejado por expertos de la psiquis. La perturbadora pregunta en relación con la distribución del sufrimiento (¿Por qué los inocentes sufren y los malos prosperan?), que ha obsesionado a las religiones y las utopías sociales modernas, ha sido reducida a una banalidad sin precedentes por un discurso que entiende el sufrimiento como el efecto de emociones mal manejadas o de una psiquis disfuncional”[1]. Ello explicaría el éxito actual de la psicología, ya que: “La psicología clínica -continúa Illouz- es el primer sistema cultural que se deshace totalmente del problema, haciendo que la mala fortuna sea el resultado de una psiquis herida o mal manejada. Cumple así a la perfección con uno de los objetivos de la religión: explicar, racionalizar y en última instancia, siempre, justificar el sufrimiento”[2]. Felicidad-infelicidad se convierte en el binomio de un sistema de control conductual que se efectúa mediante formas relacionales que se escapan a la clásica vinculación del individuo con el Estado. Ahora el control se efectúa “horizontalmente” desde el “experto” – el terapeuta- y el “ciudadano”.
Pero esta exaltación terapéutica, complemento del egocéntrico e individualista canto a la “autoayuda”, esconde el fracaso de la modernidad. Con muchas décadas de antelación, Christopher Lasch anunciaba el fracaso del narcisismo y el desmoronamiento de las psiqués individualistas. Así, se puede afirmar que: “La modernidad, que es la época de la constitución del sujeto, es al mismo tiempo el proceso de su destrucción, de su división, escisión. Como tesis general podríamos decir que a medida que el sujeto quiere ser fundamento del todo y al mismo tiempo fundamento de sí mismo, y por tanto fundamento único y último, se experimenta como desfondado, sin fundamento”[3].Las “psiqués desmoronadas”, se transforman en parte de un sistema que puede ejercitar más eficazmente el control social. Helena Béjar, en un ensayo sobre la felicidad, establece la relación entre la infelicidad y el sistema democrático: “Enemigo de la felicidad es el deseo que eclosiona en la sociedad democrática […] la igualdad y la movilidad social crean nuevas obsesiones […] Es la melancolía y la debilidad lo que se percibe en la sociedad democrática. (Por ello) la autosuficiencia será un valor clave para el ideal de la felicidad privada”[4]. El éxito de ventas de los libros de autoayudaes una demostración de esta tesis y está en relación con lo que Michael Foucault denominó las “tecnologías del yo”. La autoconstrucción del hombre se realizaba desde un poder remodelador del cuerpo y del alma del sujeto. Por eso, debemos establecer la relación que hay entre democracia, control social, terapias de autoayuda y las modas del coaching.
Democracia, “tecnologías del yo” y la esclavitud terapéutica
Tocqueville señala que en las democracias -al divinizarse la “igualdad”- las más mínimas diferencias entre los individuos se vuelven insoportables. Despreciando un orden jerárquico y diferenciador, no pueden entender por qué otro puede tener un sueldo mejor o poseer una felicidad de la que otros carecen. El rechazo de las sociedades democráticas a la diferencia de estatus social, es por el terror que produce perder un estatus social como condición de un bienestar que proporciona la soñada felicidad. Como pronostica Bauman: “La fragilidad de todos los puntos de referencia y la incertidumbre endémica acerca del futuro afectan profundamente a quienes ya han sido golpeados y todos los demás que no podemos estar seguros de que los golpes nos pasen de largo”[5]. Así aflora una de las contradicciones de nuestro sistema social. Mientras que el Estado se obstina en ser el garante del Bienestar y la seguridad, la precariedad y la incertidumbre se extienden. Pierre Bourdieu ya alertaba del sentimiento de “précarieté” que empezaba a arraigar en las sociedades democráticas. En su obra Contrafuegos, concretaba que: “Al hacer incierto todo el porvenir, la precariedad impide toda previsión racional y, en especial, ese mínimo de creencia y de esperanza en el porvenir que hay que tener para revelarse”[6].
Bauman, por su parte, aporta una interesante contradicción entre la búsqueda de la identidad y la propia precariedad: “La búsqueda la identidad divide y separa; sin embargo, la precariedad de la construcción solitaria de la identidad impulsa a los constructores a buscar perchas en las que colgar juntos los temores y ansiedades que experimentan individualmente”[7]. El hombre posmoderno tiene la necesidad de autoconstrucción de una identidad pero le invade constantemente un sentimiento de precariedad. La resolución de esta dialéctica lleva al triunfo las tecnologías del yo. Estas, según el sentido que les da Foucault, son las técnicas que se ejercen sobre uno mismo y que permiten a los individuos efectuar un cierto número de operaciones sobre sus cuerpos, sus almas, sus pensamientos y sus pensamientos sus conductas, al dictado del poder. Eva Illouz, asocia este concepto a procesos rutinarios y cotidianos que muchas veces elaboran las terapias psicológicas para alcanzar lo que denomina los rituales de integración del yo: “El conocimiento y los sistemas simbólicos han llegado a conformar lo que somos porque son representados dentro de las instituciones sociales que les confieren autoridad a ciertos modos de conocer y de hablar y los convierten en rutinas, de manera que puedan transformarse en los códigos semióticos invisibles que organicen la conducta ordinaria y estructuren los rituales de integración del yo”[8].
Desde finales del siglo XX, la disciplina psicológica ha sido invadida por la corriente denominada “psicología positiva” que ha desarrollado la cultura de la “autoayuda”. Podemos interpretar esta moda como un efecto secundario de “los rituales de integración del yo”.En iniciador de esta nueva religión secular es Martin Seligman que propone una metodología para conseguir la “felicidad” a través del desarrollo de las “fortalezas personales”[9]. Para él, la felicidad se alcanza combinando el éxito personal, la realización espiritual, la empatía con los demás y el sexo saludable. Algunos han presentado a Seligman como el iniciador de una “nueva era” psicológica en la que esta disciplina tendría como única misión conseguir la felicidad. Esta propuesta esconde una concepción de un hombre enfermo permanente que debe afrontar -obligatoriamente- la existencia de forma positiva[10].
El propio Seligman, ha querido definir el paradigma de la existencia como la “vida placentera”, que consistiría “en saber promover emociones positivas y que estas sean duraderas”. Ante este ideal, reaparece el enemigo del hombre: su precariedad material y psicológica. Desde la teoría sistémica de Luhmann, la relación identidad y subjetividad, están relacionadas con el lugar que ocupamos en la estructura social y en la función que cumplimos en el sistema. Ello, en una sociedad relativamente estable no provocaría sentimientos de precariedad ni crisis de identidad. Pero el mismo Luhmann advierte que:
“En el caso de una diferenciación funcional la persona individualizada ya no puede seguir siendo radicada permanentemente en un subsistema de la sociedad, sino que tiene que ser concebida y considerada como un ser inestable socialmente”[11]. Esta situación inestable y variable en la que vivimos, es la que explicaría cómo las “tecnologías del yo” exigen de sujetos “expertos” que “curen” al sujeto debilitado. Es desde esta perspectiva desde la que queremos analizar la aparición del coaching.
[1]Eva Illouz, La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda, Katz, Madrid, 2010, p. 307.
[2]Ibid. p. 308. Luhmann, coincide en que las causas de la infelicidad “deben ser consideradas y tratadas como producto de la casualidad” y por lo tanto no hay cuestiones morales ni trascendentes a considerar.
[3]Gabriel Amengual, Modernidad y crisis del sujeto: hacia la construcción del sujeto solidario, Caparrós,
Madrid, 1998, p. 163.
[4]Helena Béjar, Felicidad. La salvación moderna, Tecnos, Madrid, 2018, p. 223.
[5]Zygmunt Bauman, La sociedad individualizada, Cátedra, Madrid, 2001, p. 174.
[6]Pierre Bourdieu, Contrafuegos 2, Barcelona, Anagrama, Barcelona, 1999, p. 96.
[7]Zygmunt Bauman, La sociedad individualizada, Cátedra, Madrid, 2001, p. 174.
[8]Eva Illouz, La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda, Katz, Madrid, 2010, p. 19.
[9]Cf. Martin Seligman, La auténtica felicidad, Argos Vergara, Barcelona, 2003, p. 30.
[10]En ello insiste Eva Illouz: “El discurso terapéutico ofrece una matriz cultural enteramente nuevo –hecha de metáforas, oposiciones binarias, esquemas narrativos, marcos explicativos- que a lo largo del siglo XX ha moldeado cada vez más nuestra comprensión del yo y de los otros”, Eva Illouz, La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda, Katz, Buenos Aires, 2010, p. 20.
[11]Niklas Luhmann, El amor como pasión, Península, Barcelona, 2008, p. 33.