¿Cómo hemos llegado hasta aquí? (II)

En el anterior artículo con el mismo título (Posmodernia, 14/07/20), pasaba casi por encima de algunas afirmaciones que creo conveniente profundizar a beneficio de una mayor caracterización de la época que transitamos, complicada en sus resortes sutiles y bastante enrevesada en lo que concierne a su expresión “ideológica”, tal como se manifiesta en el ideario compartido por la mayoría de los medios y la oficialidad biempensante.

Hablaba de la “extenuación” del modelo socialdemócrata como elemento conciliador y de consenso activo sobre un modelo de progreso organizado en torno a principios de libertad, igualdad de oportunidades y justicia social. Dicho agotamiento no es un efecto buscado por el socialismo español sino impuesto y determinado por circunstancias que en su parte principal resultan ajenas aunque no extrañas ni desvinculadas de nuestra realidad nacional.

El elemento esencial que aboca necesariamente al gran cambio y, en consecuencia, a la liquidación de la “praxis” socialdemócrata tradicional, es la sustitución del modelo de explotación capitalista, el método extractivo basado en los beneficios de la industria como eje central de su articulación, por un modelo de capitalismo financiero, especulativo, donde la mercancía es inconcreta y el dinero y el beneficio se convierten en valores abstractos, vinculados a las cuentas de resultados contables de entidades bancarias, fondos inversionistas, valores en bolsa, etc.

Este modelo, de cualquier manera, como todas las economías basadas en el factor piramidal, no tenía un recorrido ni muy largo ni muy halagüeño. La quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 y el monumental desplome del entramado financiero que ello aparejó, con el hundimiento de sectores en alza que mantenían niveles de ocupación laboral muy notables, como el mercado inmobiliario, fueron anticipo de la gran crisis económica que aún muestra sus coletazos en la actualidad. El problema con el que se enfrentaron el socialismo español y la izquierda en general fue sentirse desnudos, sin “respuesta de clase” a esta situación. Finiquitado el proletariado industrial como segmento dirigente del movimiento obrero, vacío de contenidos y perspectiva histórica ese mismo “movimiento obrero”, se encontraron los líderes políticos y sindicales de la izquierda ante una crisis súbita, sorpresiva y arrasadora, de mucha mayor envergadura que la del 73 —podríamos llamarla “La Crisis”, quizás “la madre de todas crisis”—, y con sus ancestrales vínculos de transmisión con los trabajadores desarticulados. En lugar de una clase obrera, productiva, homogeneizada e identificada por intereses propios y claramente reconocibles —por tanto: defendibles, susceptibles de unificar movilizaciones y respuestas de identidad—, se encontraron con un rejuntado disperso de millones de personas, en España y Europa, fraccionado por percepciones distintas, a menudo incompatibles, de su “función histórica” y su sentido colectivo ante el panorama desolador que se presentaba ante ellos. La inmigración sin control y la irrupción de fuertes comunidades musulmanas en algunas regiones españolas y, desde luego, en importantes núcleos europeos, no fueron elementos inocuos en este maremagno ante el que la socialdemocracia reaccionó tarde y mal. La tradicional clase obrera parecía haber desaparecido, las masas aplastadas por la crisis no respondían a la explicación acostumbrada sobre el origen de sus penurias y no se identificaban con la dirigencia política habitual. Había que empezar una nueva época, un modo nuevo de afrontar estas calamidades, y, lo peor de todo, en competencia con el populismo insurgente de raíz ultraizquierdista.

El segundo elemento causante del agotamiento del modelo socialdemócrata fue la quiebra —parece que definitiva— del estado del bienestar. Ya no existe un proyecto sólido de futuro en el que las clases trabajadoras de occidente disfrutan de un nivel de vida envidiable si se las compara con los otros lugares del planeta: jornada semanal de cuarenta horas, vacaciones pagadas, sanidad y educación universales y jubilaciones garantizadas. La precariedad laboral es orden del día, los salarios misérrimos y el infraempleo la nota dominante en muchos sectores, la sanidad y la educación se degradan paulatina e irremediablemente, el derecho a vivienda digna se ha convertido en un lujo imposible para la mayoría y no hay jubilación garantizada si no se ha pasado antes por el sacrificio del fondo privado de pensiones. Ante esta perspectiva resulta inútil recurrir a los viejos discursos de siempre, cosa que la socialdemocracia ha comprendido por fin. Esta, digamos, “toma de conciencia”, ha obligado a los partidos socialistas a enfrentarse de nuevo con el espejo de su pasado, dejar de ser partidos de consenso que representaban más o menos los intereses de todos los ciudadanos y reencontrarse con la esencia beligerante de sus orígenes para ejercer, con mucha diligencia por cierto, como representación beligerante de una parte de la sociedad contra el resto: los que no comparten su proyecto. La socialdemocracia, hoy, necesita enemigos externos pero sobre todo tiene necesidad de enemigos internos para legitimarse como opción alternativa a la gestión del Estado. Naturalmente, su base social ha experimentado también un cambio definitivo. De ser partidos interclasistas, los socialdemócratas se han transformado en organizaciones pluricolectivizadas otorgando prevalencia en sus programas a sectores —“colectivos”— que desde la reivindicación de su particular afrenta establecen una impugnación a la totalidad. El fenómeno es bien conocido: la socialdemocracia ya no es, estrictamente, la alternativa para los trabajadores sino para los grupos LGTBI, feministas, jubilados, inmigrantes, hipotecados, ofendidos y humillados en general. Todo ello, como antes indicaba, en dura pugna por la hegemonía con el populismo de extrema izquierda, que se maneja en estos ámbitos como pez en el agua.

Por otra parte, el modelo extractivo capitalista, a su aire, va sembrando y consolidando un futuro bastante más viable. Aniquilado aparatosamente el sistema “financierista”, se avanza y se vislumbra con nitidez el nuevo paradigma de desarrollo: la monopolización de los medios tecnológicos que han de marcar el triunfo de este capitalismo de tercera generación, basado en el control de la información y de los medios de comunicación. Los confinamientos por causa de la pandemia del Covid-19, sin entrar en conspiranoias, han venido de perlas para probar el temple de una economía redefinida en torno al trabajo en casa, los salarios de compensación —poco dinero a cambio de mucho tiempo libre—, la capacidad del Estado para mantener los niveles de renta en mínimos menesterosos a través de la Renta Básica, la conciliación de la vida laboral y familiar, el control digitalizado, a distancia, de la salud, la función pública-administrativa e incluso la educación. El nuevo ciudadano surgido tras la Nueva Normalidad es un individuo que no sabe bien quién es, ni cuáles son sus verdaderos intereses, aunque está muy feliz por no haber muerto y se encuentra dispuesto a trabajar lo imprescindible, cobrar lo mínimo y durar lo máximo en una sociedad sin anclajes con su pasado, sin más orgullo democrático que votar cada cuatro años y sin más estímulo que escribir su opinión en las redes sociales y aplaudir desde el balcón cada vez que haya que aplaudir a lo que haya que aplaudir.

No tengo ninguna duda de que este panorama prefigura el futuro próximo de la civilización en occidente, y que con vistas a dicho futuro ha acabado por forjarse una sólida alianza entre el capital dominante, fusionado con las grandes empresas suministradoras de tecnología, información y comunicación, y la fuerza de trabajo confinada no ya por ninguna pandemia sino por la necesidad de apenas salir de casa y gastar poco. Tanto la socialdemocracia como los populismos neorevolucionarios han encontrado finalmente aquella conjunción entre la lógica de la historia y sus propias expectativas que la misma historia tantas veces les negó. Por supuesto, a esta amalgama socialista y pseudoleninista de nuevo cuño que se deja llevar en el hundimiento del estado del bienestar con la esperanza de administrar la pobreza —algo en lo que deberían considerarse expertos—, se unen con toda ilusión los recambios izquierdistas-nacionalistas del tipo BNGa, Bildu, ERC, Compromís… Acabada la ilusión por lo colectivo identitario en el marco de un estado nacional, siempre queda el recurso de generar esperanzas a partir de la ficción de una nación no-estatal. Si el electorado de clases medias anhelantes de recuperar sus niveles de vida anteriores a la crisis de 2008 no encuentra respuesta en el nuevo populismo izquierdista, siempre le queda el remedio del clásico izquierdismo nacionalista. Al resultado de las elecciones en Galicia y el País Vasco del pasado 12-J me remito.

En resumen, y por terminar este artículo que ya me va saliendo un poco largo: la Nueva Normalidad transpandémica consiste en un aglomerado de personas, cada una de su casa, resignadas a la pobreza y anhelantes de que el Estado no las deje caer en la miseria; en una nueva casta política, aprendiz de populistas y dictadores muy duchos en gestionar la escasez y la libertad relativa de la población, y en unos oligopolios hipermillonarios cuya estrategia de igualdad para las masas consiste en nivelarnos a todos por la medida paupérrima del último inmigrante que llegue a nuestro suelo con su última documentación extraviada en el viaje. A fin de cuentas, para ser explotados y hacer millonarios y felices a políticos y magnates en el nuevo orden tecnológico, nadie debería ser ilegal.

Se acabaron los vuelos baratos y las vacaciones en lugares exóticos. Llegan la sopa de sobre y la asistencia médica por teléfono. Salvo las compañías aéreas y los empresarios de hostelería, todos felices.

PS./ La próxima semana, última entrega de “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?” 

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