Quizá, en vez de conclusiones, debería escribir contusiones… Ha habido muchas y éstas me han llevado a las otras.
Último en la doble vertiente de la palabra: porque es el último que he hecho (escribo esta columna en el avión que me lleva de regreso a España) y porque, si no me como lo dicho, nunca volveré a salir del país donde tuve la discutible suerte de nacer. Pero ya saben mis lectores que me pirra llevar la contra, sobre todo si soy a mí mismo a quien se la llevo. Quien no sea capaz de contradecirse más vale que se borre de la nómina de la humanidad.
Por cierto: este último viaje me ha llevado a Atenas (de paso… ¡Qué ciudad tan fea! Ni siquiera el Partenón, que está sobredalorado, la salva), a Eleusis (para dirigir allí en compañía de Javier Sierra y otros ponentes de similar arboladura un encuentro filosófico) y a tres islas del Egeo para rastrear las huellas, los posos, las sombras y los ecos del Apocalipsis que el evangelista Juan vislumbró y cartografió en su patatús de la Santa Gruta de Patmos. Ahora, casi dos mil años después, se cumple al pie de la letra su vaticinio.
Yo también experimenté en ella y en sus cercanías, al hilo de ese viaje, mi particular Apocalipsis. Contado está y más aún lo estará en otras partes. Pero no se confundan. No ésa la razón de mis conclusiones, aunque sí del silencio que me he visto obligado a guardar en estas páginas durante más de una semana. Una extraña dolencia, apocalíptica a más no poder, me retuvo a piedra y lodo en la única institución hospitalaria de una isla ‒la de Leros‒ también llamada «La Maldita». El episodio, más que Apocalipsis, aunque también, fue una Odisea. Suerte que la Señorita Nouvelle Vague, que es mi novia y que no se llama Penélope, pero lo parecía, sin por ello renunciar al papel de Nausica y a los roles de Calipso y Circe, me acompañaba, y hasta tal punto lo hizo que me salvó la vida.
Como soy, según ella dice, un puto amo ‒tómenmelo a broma‒ superé el lance y el trance (lo fue), y aquí estoy para contarlo en una próxima novela que forzosamente será dostoievskiana.
Si sobrevivo, claro.
Y vamos ya con las conclusiones… No cabrán todas. No me queda mucho espacio, Aunque mi dolencia fue de afasia (parecida a la de Bruce Willis. Sincronías), siempre me excedo en el uso de las palabras. Ya me sucedía en el colegio.
Primera conclusión ‒ Como no tengo Smartphone, nunca lo tendré y caso de tenerlo no sabría manejarlo, no puedo comprar billetes de nada, ni facturar maletas, ni sacar tarjetas de embarque, ni burlar las sevicias de los aeropuertos, ni cumplir con los requisitos que las autoridades sanitarias imponen. O sea: que tampoco puedo exhibir el QR.
Segunda ‒ Como no sé utilizar los cajeros automáticos ni tengo tarjetas de crédito o de débito que funcionen ‒ignoro, por ejemplo, sus claves y no estoy dispuesto a memorizarlas‒, me veo obligado a llevar encima grandes cantidades de dinero en efectivo para hacer frente a los gastos que surjan, sobre todo en los viajes largos, y yo no soy hombre de fin de semana. Con semejante tesorería a cuestas me convierto en sospechoso de narcotráfico, blanqueamiento o sabe Dios qué a ojos de la policía. Y por añadidura, cuando me echo al bolsillo, por si suena la flauta, una tarjeta, suele estar caducada o la pierdo enseguida y no sé cómo dar parte del accidente.
Tercera ‒ Todos los lugares del mundo están llenos de gente a rebosar y yo no soy amigo de la muchedumbres, aprecio la soledad, tiro a agoráfobo y a sociópata, no me gusta hablar con desconocidos, menos aún codearme con ellos y jamás hago cola, así sea para cobrar un premio de lotería. Sabido es que calladitos estamos todos más guapos y que el buey solo, bien se lame.
Cuarta ‒ Por culpa del turismo ya es muy difícil comer fuera de casa, especialmente en los lugares bonitos. Todo se ha vuelto pizza, calzone, burger, kebab, tacos, fingers, oreo, refrescos embotellados y porquerías así. No sé ustedes, pero yo prefiero ayunar a ingerir taless cosas.
Quinta ‒ Todo está carísimo.
Sexta ‒ Tengo ochenta y cinco años.
Y ya vale, aunque haya otras razones, si es que éstas no les parecen suficientes.
Los enemigos del alma son tres: Pedro Sánchez, el turismo e Internet.