Sucedió ‒de ahí viene la frase que sirve de título coñón (nunca mejor dicho) a esta columna‒ en junio o quizá en septiembre de 1956. Escenario: una de las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. Yo era entonces alumno del segundo curso de Comunes. Íbamos a examinarnos de una asignatura importante: nada menos que de Historia de la Filosofía. La impartía don Ángel González Álvarez. Sus apellidos eran vulgares, pero no así su solvencia académica. Se rumoreaba que era del Opus, lo que aún está por ver y ya nunca se sabrá. Ese detalle, por imaginario que sea, aviva el gracejo y la picardía de la anécdota que voy a relatar. De lo que no cabe duda, y yo mismo puedo dar fe de ello, es de que su ideario filosófico procedía de la Escolástica y coincidía con ella. Era un gran defensor de lo que él llamaba la Via antiqui‒la de Aristóteles‒ frente a la Via modernorum: la de Platón.
El examen era oral. Yo aguardaba mi turno sentado en la primera fila, lo que me permitió observar a fondo y escuchar con precisión la anécdota a la que aludo.
Me precedió en la silla plantada frente a la cátedra una compañera de curso, tan tímida como agraciada. Teníamos los dos dieciocho años o, como mucho, diecinueve. Don Ángel le preguntó por Descartes. La chica era estudiosa y se había preparado a fondo. Arrancó su brillante exposición sobre el gran filósofo de la duda metódica. Cuanto iba diciendo era juicioso y estaba bien documentado. Don Ángel, complacido, por más que su gesticulación fuese siempre, de por sí, severa, asentía con un leve gesto de la cabeza a cuanto su alumna exponía. Ella, sin embargo, en medio de tantas vueltas y revueltas en torno a la figura y la obra del filósofo francés, no mencionaba la frase que más famoso le hizo y en la que resumía el grueso de su pensamiento: «cogito, ergo sum». O sea: «pienso, luego existo».
El profesor la instaba una y otra vez a que lo hiciera…
‒Señorita ‒decía‒, todo eso está muy bien, pero me extraña que no cite la sentencia que siempre, con razón, se atribuye a Descartes y que lo identifica.
Y nada. Ni por ésas. No había modo. La alumna se ponía colorada, bajaba los ojos y balbucía:
‒Es que no me atrevo, profesor. Me da vergüenza. Sería una falta de respeto.
Tan absurdo forcejeo se mantuvo durante varios minutos. Tras ellos, la alumna, resignada, aunque siempre ruborizada, se rindió…
‒Está bien, profesor. Ya que usted se empeña…
Respiró hondo y susurró:
‒Coñito, ergo sum.
Doy mi palabra que dijo eso: coñito en vez de cogito. Era muy poco frecuente que en el rostro de González Álvarez se dibujase una sonrisa, pero en aquella ocasión su carcajada, coreada por la nuestra, llegó hasta el fondo de la sala, que era una de las de mayor aforo en toda la Facultad.
Se preguntará el lector a cuento de qué traigo hoy este episodio surrealista a colación. Pues bien: lo hago porque en mi columna anterior, aparecida hace dos semanas, insinué la posibilidad de escribir en el futuro algo más acerca de los metaversos, de los unicornios, de la virtualidad, de las dismorfias corporales, de los avatares, de los ciborgs, de las imágenes de Instagram, de los rostros retocados por photoshop y de todas esas entelequias y flatus vocis de notable predicamento en el loco mundo de nuestros días.
Promesa cumplida. Dicho queda. Estoy seguro de que a aquella señorita, consciente de que cada quisque es el que es ‒¡coñito, ergo sum!, en su caso‒ y no el que le gustaría ser ni el que las, los y les prestidigitadores de la ideología de género pretenden que sea por magia negra de neolenguaje inclusivo y no sexista para que deje de ser, los metaversos del tontaina de Zuckerberg, perfecto ejemplar, junto a Bezos y a Gates, del idiota contemporáneo, se la traerían muy floja.
O mejor dicho: muy flojo, qué c… ¡Huy! ¡Lo que iba a decir!