Si la realidad liquida de Bauman antes del coronavirus apuntaba a un mundo en constante cambio y sin valores permanentes de referencia, la incertidumbre que ha traído la pandemia nos ha dejado emocionalmente indefensos. En esta sociedad postmoderna, en la que se sacraliza como nunca antes el relativismo individualista, la crisis del COVID19 nos ha mostrado la falta absoluta de agentes, de instituciones colectivas capaces de actuar eficazmente.
Todos hemos sufrido la decepción de comprobar que la ciencia también se ha vuelto líquida. Escuchamos las más variopintas opiniones de expertos y asistimos estupefactos a como unos grupos de médicos dicen una cosa y otros la contraria. En una sociedad altamente tecnificada, donde cualquier objeto técnico se recibe con alborozo consumista, el COVID19 nos ha traído la zozobra. Ni siquiera encontramos certezas ante el anuncio de nuevas vacunas. No sabemos de qué formula fiarnos. Esta situación de inestabilidad tiene severos efectos sobre la economía. Ahora la clase media, la inmensa población de Occidente, no puede sentirse segura. Todos podemos perder los logros conseguidos durante una vida de esfuerzo.
Paradójicamente, cuando gozábamos de más ventajes materiales, nos hemos vuelto más impotentes como personas que en ningún otro momento de la historia. La globalización no nos deja espacio para el refugio. Tampoco queda ámbito para la comunidad, tan sólo para el individuo y los grupos de interés. La fragmentación social que ya había traído la globalización se ha reforzado con la pandemia para aislar al individuo en su pequeño mundo de intereses particulares. Esta lógica de la atomización social acentúa la competencia por lograr recursos personales. La interacción social también se encauza en esta dinámica de competencia entre intereses individuales a lo sumo fragmentariamente agregados. En vez de crear comunidad, se lucha socialmente por conquistar el derecho a la discriminación positiva de la minoría. Lo acabamos de ver con la movilización de Black Lives Matter y llevamos años sufriéndolo con la ideológia de género. Así se consigue que, en vez de los lazos del arraigo, las personas sólo compartan relaciones de interés material, reduciendo la política social a las dadivas estatales para contentar a aquellos que no han logrado triunfar en la competición por satisfacer sus deseos particulares, es decir, este Estado de Bienestar al fin y a la postre lo que persigue es facilitar las necesidades de los consumidores y satisfacer el hedonismo individual. El Estado se ha convertido así en una estructura burocrática que ya no obedece a la soberanía nacional y se entromete, en aras de salvaguardar un bienestar decidido por no se sabe quién como universal, en las libertades de los individuos, en la estructura social, los derechos políticos y en el patrimonio particular.
Nos encontramos ante un proceso de deshumanización que elimina la interacción del individuo con su semejante en el marco de una comunidad natural, para que sólo actúe como parte de la masa. No es de extrañar que experimentemos la desagradable experiencia de ser incapaces de cambiar nada. Somos un conjunto de individuos con buenas intenciones, pero inermes ante el Estado, los partidos, las oligarquías económicas y mediáticas o las estructuras racionales de lo políticamente correcto.
Frente a este panorama descrito, que en gran medida se ha acelerado con la pandemia provocada por el coronavirus, nos gustaría reivindicar la recuperación de la importancia de la persona y de sus vínculos de vida en comunidad como factor sustancial en la construcción político cultural del pueblo. De allí surge la noción de pueblo como sujeto histórico y colectivo que realiza un destino común no gregario. Se trata de transformar una masa de individuos, que no pertenecen a nada más que a sí mismos, que están aislados para desarrollar su potencial humano, en una comunidad, en un pueblo, donde el bien común va más allá de la suma de los intereses singulares de cada uno, para proyectarse en una empresa común que les haga recuperar su sentido de transcendencia.
Ciertamente no ignoramos los riesgos de la tensión siempre existente en el conflicto entre lo colectivo y lo personal. Frente al ultraliberalismo puramente individualista, que niega la existencia del concepto de comunidad más allá de una suma voluntaria de individuos y el totalitarismo colectivista, que subordina al hombre al partido o al Estado, se alza la participación social de la persona a través de las instituciones colectivas naturales, como la familia y la nación, factores tan importantes como el arraigo para el mantenimiento de una sociedad libre y a la vez solidaria.
Tampoco vamos a ser tan ingenuos de pensar en una idílica comunidad fraternal, no hay utopías, nunca ha existido ni existirá en este mundo. En lo político Vilfredo Pareto comprendió que la circulación de las elites es la esencia de la historia; más allá de la comunidad frente al mundialismo o de las ideologías, las luchas políticas sólo sirven para facilitar la caída de una vieja elite y el surgimiento de una nueva. Pero lo que nunca debemos olvidar los que somos ajenos a esas élites, es que el sentido de la vida en común precisa de la construcción de una comunidad organizada en torno a la dignidad humana, porque como personas somos algo más que consumidores, contribuyentes y productores, algo más que individuos diluidos en una masa. Se trata, al menos, de intentar recuperar nuestras relaciones y vínculos sociales, por encima de personalismos, diferencias ideológicas o categorizaciones por minorías, para no enfrentarnos en soledad a los desafíos de la sociedad globalizada y al vacío existencial que le acompaña.