Crónica del caos

Crónica del caos. Fernando Sánchez Dragó

Que el mundo de hoy está sumido en el caos es algo tan evidente que no debería ser objeto de ulterior comentario. Todos los cimientos, los vectores, los factores, los amortiguadores y los valores de lo que Stefan Zweig llamó en sus memorias El mundo de ayer. Recuerdos de un europeo han saltado por los aires.

Sí, sí, de acuerdo… Es el peaje del Apocalipsis, de la globalización, de la digitalización, de la Agenda 2030 y de todas esas vainas. Pero ya he hablado de ello en infinidad de artículos similares a éste y no es cosa de seguir haciéndolo a la espera de que los cascos de los caballos repiquen en nuestros porches. Tiempo habrá para eso y yo, probablemente, no lo veré. Tomémonos un respiro y permítanme el benévolo lector y el lector iracundo que hoy me refiera no al caos más o menos genérico de la sociedad, sino al que reina en mi persona. Pido venia para ello no por afán de narcisismo y egolatría, sino porque el próximo –ya inminente– 2 de octubre cumpliré ochenta y seis años, y el desembarco en el calamitoso puerto de tan exagerada edad me autoriza, digo yo, a prestarme un poco de atención.

He pasado un par de semanas en París, vuelvo a mi domicilio madrileño tras esa desoladora experiencia, pues viajar es algo que ya carece de sentido, y…

Me invade de nuevo la sensación de fragilidad. Hay desorden dentro de mí, una casa llena de materiales, libros y papeles que se amontonan por todas partes y ocupan los espacios que serían necesarios para realizar otras actividades. Busco libros en la biblioteca y no los encuentro. Nada –o muy poco– está en su sitio. El desorden de dentro se refleja en ese desorden de lo que me rodea. De nuevo, la sensación dañina de que todo es pasajero. ¿Para que ordenar las cosas si apenas queda tiempo para usarlas? ¡Si apenas importa encontrar nada porque las necesidades personales se esfuman y no necesito nada! De vez en cuando me digo que podría escribir un artículo sobre esto o aquello, pero luego no encuentro las fuerzas necesarias para ordenar las impresiones, convertirlas en ideas y transformar en razonamientos las intuiciones que me llevaron a tomar notas.

El párrafo inmediatamente anterior a éste tiene truco –lo confieso– y debería ir entrecomillado, pues no soy yo quien lo ha escrito. Es un fragmento de los Diarios. A ratos perdidos 1 y 2  de Rafael Chirbes (Anagrama). Y si finjo, no con voluntad de engaño, que ha salido de mi pluma es porque, en efecto, podría haberlo hecho sin necesidad de cambiarle ni una coma. A tal punto me identifico con él y, para colmo, estoy seguro de que su verdadero autor, al que tuve por amigo –fui yo quien lo llevó a lomos de un Dos Caballos a Marruecos en 1977 y allí le encontró trabajo–, no me denunciará por plagio. Esas cosas carecen de importancia en el más allá, que es adónde Chirbes se fue antes de que Jordi Herralde editara sus Diarios y Marta Sanz y Fernando Valls los prologasen.

Aprovecho la ocasión para aconsejar su lectura, porque son tan inteligentes como impertinentes, dicho sea lo último en son de elogio. El libro lo merece.

Pero no es para saldar a título póstumo una deuda de amistad –eso ya lo hice en el obituario que le dediqué en El Mundo el mismo día en que me llegó la noticia de su fallecimiento– por lo que ahora escribo estas líneas, sino porque el párrafo en cuestión describe con lapidaria exactitud de orfebre la situación en la que, con el pie ya en el estribo (Cervantes dixit) y el caos en derredor, me encuentro.

No se equivoque el lector, no se asuste, no malinterprete mi cita del prólogo del Persiles… No estoy aludiendo a mi posible muerte por ley de vida, que ojalá se demore y cumpla yo todavía algún que otro año más en feliz compañía de los míos, sino a otra posibilidad: la de que el 2 de octubre, desmoralizado y derrotado por el desorden de proyectos, libros, notas y papeles con el que me he topado al regresar de París, opte por colgar la pluma.

Ya veremos, pero…

¿Es eso envejecer? ¿Tal era, amigo Gil de Biedma, el único argumento de la obra?

 

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