Cuando un bicho tan pequeño nos enseñó lo que realmente somos

Cuando empezó el redondo año 2020, España debatía la vía libre a la eutanasia para aliviar el sufrimiento de enfermos y ancianos, proclamaba el derecho de las mujeres a volver a casa solas y borrachas, refrescaba la sangre derramada en las guerras de nuestros abuelos y anunciaba la inminencia de la emergencia climática mientras nuestros mandarines se llenaban la boca con las oportunidades de progreso en el mundo global (o sea, si tenemos que servir a los yanquis o a los chinos). También había genetistas que nos anunciaban la posibilidad de vivir 300 años y los filósofos apuntaban al transhumanismo como superación definitiva del ser humano, ese triste vestigio de tiempos pasados. Pero en eso llega un bicho infinitamente pequeño, supuesto hijo de un murciélago y un pangolín (más la mano de algún batablanca sin escrúpulos), y lo manda todo por el sumidero de la Historia.

Gran conmoción. Los humanos redescubrimos nuestra infinita fragilidad, nos apiñamos en nuestros hogares para que el exterior no nos contamine, el mundo global se convierte en una jungla peligrosa, corremos a proteger a nuestros ancianos y el miedo a la muerte vuelve a apoderarse de nosotros mientras nos aplaudimos desde los balcones para no perder la conciencia de que el prójimo existe. El abigarrado escenario de este teatro se deshace como papel bajo la tormenta. Una calamidad. Pero ahora vemos lo que realmente somos.

El bicho, el coronavirus hoy, como la viruela ayer, campa por sus respetos en gotas asesinas y la civilización, de un solo golpe, cambia de rostro. La peste antonina de mediados del siglo II hirió de muerte al imperio romano, la peste narbonense de finales del siglo VII aniquiló a la España visigoda, la peste negra del siglo XIV clausuró la Europa medieval… Con materiales de esta última, como restos de un naufragio, compuso Boccaccio su Decamerón. Siempre llega lo infinitamente pequeño, el bicho que no vemos, para recordarnos quién manda de verdad en el mundo. Adorno y Horkheimer escribieron en algún lugar de su Dialéctica de la Ilustración que todo intento por acabar con la coacción de la naturaleza termina siempre provocando una reacción aún más fuerte de lo natural. Es un argumento poco científico, pero ¿quién cree ya en los científicos?

Los científicos, cuando el bicho ruge silencioso, quedan reducidos a meros arúspices estadísticos que cosifican la muerte en una curva sobre una hoja de Excel, y en la mirada se les ve el mismo miedo que a todos los demás. Miedo culpable, también. Cosificamos a los cadáveres de nuestros muertos para narcotizar el dolor con trucos malos de tecnócrata, pero cada cuadro de abscisas y ordenadas es una lágrima que quema el alma. ¡Porque resulta que aún teníamos alma! Descubrimiento espantoso ante el que ya no sabemos qué hacer. Antes teníamos a Dios, pero ahora Dios sólo es un asunto privado, y la mejor alegoría de eso es la soledad infinita del papa bendiciendo al mundo en una Plaza de San Pedro enteramente vacía. El Gott ist totde Hegel, Dostoievski, Nietzsche y toda esa gente a la que ya nadie recuerda –ese “Dios ha muerto” sólo significa que hemos perdido de vista lo esencial, y no, ni Facebook ni Netflix nos redimirán.

El hombre moderno, el eterno optimista, el heraldo del progreso, sigue pensando que siempre es posible hacer algo, dar un paso adelante, subir un peldaño, vencer a la adversidad. ¡La vacuna nos liberará!, gritan los nuevos clérigos del progresismo, la religión global. El progresismo es el psicotrópico de la civilización técnica, el porro de Prometeo. Pero entonces ves pasar ante tu puerta el cadáver de ese vecino, otro más, y se te pasa la borrachera de golpe. Para ese que ahí va, envuelto en la funda mortuoria, ya no hay progreso que valga. Y no dolerá menos por mucho que lo reduzcamos a un punto en la curva de contagios.

Michel Maffesoli ha resucitado estos días una idea de Simmel sobre la socialidad: lo social es la vez un puente y una puerta, el puente nos lanza hacia los demás y la puerta nos deja siempre la opción de encerrarnos. Eso vale para las personas, para las sociedades y también para las naciones. En estos días de puerta, cuando el único puente es uno levadizo, te pones la mascarilla, vuelves a cerrar y mandas al guano al mundo global. Kundera decía que la unidad del mundo sólo significa que nadie puede escapar a ninguna parte. No se puede expresar mejor. Lo global deja de aparecer como una “oportunidad de progreso” y se nos muestra como una jungla caótica e ingobernable. La nueva fórmula de la Teoría del Caos (aquello del aleteo de la mariposa y el maremoto) es esta otra: un chino estornuda en Wuhan y las bolsas mundiales se desploman. ¿Puedes confiar en una civilización tan frágil?

Ya, ya sé lo que vas a decir. Mejor no digas nada. Sólo mira dentro de ti, como aconsejaba el de Hipona, y guárdate la respuesta, la de verdad. Yo ya la sé.

(¿Cómo? ¿Que esperabas una palabra de aliento? Pero esto es precisamente una palabra de aliento: por encima de esta civilización de la técnica y del dinero, por encima incluso de los virus, hay cosas que permanecen. Y que no te convenzan de lo contrario).

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