¿De la lucha de clases a la lucha de colectivos?

¿De la lucha de clases a la lucha de colectivos?. Emmanuel Martínez Alcocer

No es difícil ver cada día surgir nuevas reivindicaciones de gran importancia social y política, al parecer, en multitud de foros; desde los parlamentarios a los editoriales, los diarios digitales y hasta las redes sociales, lugar donde los políticos gustan de hacer política, o al menos propaganda. Y también es raro el día en el que no surge una discusión crucial y viral acerca de dichas reivindicaciones o de la maldad de los opositores a las mismas. Discusiones en las que tirios y troyanos, amigos del diálogo que cuentan con opiniones de gran fundamento, se entretienen día sí día también a falta de otra cosa mejor que hacer.

En dichas reivindicaciones, desde hace ya algunos lustros, van tomando un papel cada vez más relevante los llamados colectivos sociales (reivindicativos los llamaremos nosotros para no confundirlos con otros posibles colectivos, como puedan ser, por ejemplo, los colectivos estadísticos). Estos «nuevos» grupos, que han entrado en nuestras sociedades modernas socialcapitalistas y se han multiplicado con el pasar de los años, han sido regados con dinero público. A pesar de ello no son muchos los que se ha planteado en profundidad de dónde vienen estos colectivos –¿quizá una nueva estrategia del imperio dominante, o quizá del llamado neoliberalismo para debilitar los Estados y las sociedades?–, cómo han aparecido, por qué surgen o qué incidencia han tenido y están teniendo en la estructura social y política española; aunque podemos ver, y por eso hablamos de ello, que no es poca. Mucho menos se ha estudiado la estructura lógico-material de dichos colectivos y en qué se diferencian de las llamadas clases sociales.

En este pequeño escrito no vamos a abordar todas las cuestiones necesarias, como las que acabamos de apuntar. Esto requeriría de amplios, largos, debatidos y costosos estudios sociológicos, políticos, históricos, psicológicos, económicos y/o filosóficos. Pero sí queremos esbozar al menos, tentativamente y a falta de una explicación mejor, una propuesta para intentar entender su estructura lógico-material y la incidencia que, precisamente por su estructura, pueden tener en nuestras sociedades. Y hablamos de su estructura lógico-material porque somos conscientes de que se podría abordar esta temática desde el punto de vista de la lógica formal (que habría que entender desde el materialismo formalista), recurriendo por ejemplo a la lógica de clases. Pero a pesar de que tendría su virtualidad formal hay una razón para que no lo hagamos así –además de por cuestiones de espacio–, a saber: que aquello de lo que vamos a hablar, los colectivos sociales o reivindicativos y las clases sociales, cuentan, como totalidad, con una materia constitutiva y determinativa que, para entender bien lo que vamos a desarrollar, no se puede abstraer formalmente y que, en cuanto tal, empuja a estas totalidades a contar con unas formas y no otras. Porque, como se defiende desde la ontología del Materialismo Filosófico, la materia no está separada de la forma ni la forma de la materia[1], sino que ambas están siempre trabadas y conjugadas aunque se puedan distinguir, de modo que las formas no están separadas sino que son producto de la acción de la materia sobre otras materias, pudiendo las formas, por tanto, desempeñar el papel de materia respecto a otras formas. La idea de forma, pues, está siempre conjugada con la de materia, en tanto en cuanto conforman unidades holóticas, totalidades. Y es por esta concepción conjugada de materia y forma –siempre referencial, determinada, puesto que la forma y la materia siempre son forma y materia de algo– que debemos rechazar la posibilidad de «formas separadas». Por más que, como hemos dicho, se puedan distinguir ambos momentos de la unidad holótica, pero nunca separar.

Tampoco, desde esta ontología materialista, será posible entender la forma desde la idea de unidad o ser definida por la unidad, porque esa unidad corresponde al todo, al compuesto de materia y forma. De modo que la forma, al igual que la materia, también implica multiplicidad de partes. Si entendemos, según lo que decimos, que hay una conjugación en el todo entre dos momentos, el momento formal y el momento material, diremos que nos referimos a la forma cuando hablamos del momento de codeterminación diamérica entre las partes del todo, del sistema o estructura de referencia en cada caso. Y nos referiremos a la materia (del todo) cuando nos refiramos a dichas partes en tanto en cuanto pueden ser distinguidas de ese momento de codeterminación, por su multiplicidad y por ser capaces de entender a dichas partes como sustituibles o intercambiables por otras. Es decir, la idea de todo habrá de ir referida siembre a una multiplicidad de partes que incluyen un momento de codeterminación diamérica y un momento en relación a partes que, en la distinción, no son entendidas como codeterminadas; por ejemplo, como hemos dicho, porque puedan ser sustituibles. Por ello al igual que no se puede reducir el todo a la forma tampoco sería posible reducir el todo a la materia; y a la hora de definir una totalidad como pueda ser un colectivo o una clase habrá de tenerse en cuenta siembre esta conjugación entre materia y forma. Se nos hará necesario, pues, recurrir en nuestro somero análisis antes que a la llamada lógica formal a la teoría de los todos y las partes, aunque sólo sea con brevísimas pinceladas.

Colectivo y clases

Dicho esto, una primera forma de aproximarnos a lo que podamos entender como colectivos y clases sociales podría ser, sencillamente, la de recurrir al diccionario. Un recurso que puede parecer muy elemental y en ocasiones no exento de vaguedades y circularidades, pero que no tiene por qué estar exento tampoco de interés o de utilidad. Sobre todo si lo abordamos teniendo en cuenta en todo momento la ontología materialista expuesta. Así pues, si recurrimos al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, observamos que éste, en su primera acepción, define colectivo como lo perteneciente o relativo a una agrupación de individuos. En su segunda acepción como aquello que tiene la virtud de recoger o reunir, y ya en la tercera acepción lo define como grupo unido por lazos profesionales, laborales, etc.

Por su lado, define clase en su primera acepción como conjunto de elementos con caracteres comunes. En la segunda abunda definiéndolo como conjunto de personas del mismo grado, calidad u oficio (poniendo como ejemplo la clase de los trabajadores). Y en la acepción dedicada a clase social define a esta como un conjunto de personas que pertenecen al mismo nivel social y que representan cierta afinidad de costumbres, medios económicos, intereses, etc.

Respecto a la definición de colectivo podríamos destacar algunas cosas. Como que en su primera acepción nos habla de una agrupación. Bien, pero no nos habla de una agrupación cualquiera, sino de una agrupación de individuos. Unos individuos que se reúnen, como indica la segunda acepción, por lazos profesionales, laborales, etc., o reivindicativos, podríamos añadir nosotros. Siguiendo esto podríamos llegar a definir un colectivo como un grupo de individuos que se reúnen por unos lazos profesionales, laborales o reivindicativos. Los colectivos estarían formados, pues, por individuos. Individuos que se adscriben al grupo porque encarna, digámoslo así, unos intereses –lazos– que convienen o interesan, a su vez, a dicho individuo, que, como sabe que la unión hace la fuerza, se reúne (en sus reivindicaciones) con otros individuos.

A diferencia de los colectivos, las clases se definen como elementos con caracteres comunes. Unos elementos y caracteres comunes que en la segunda acepción parece que se nos aclaran más –ya que tal y como se establece en esta primera acepción la definición de colectivo y de clase podrían confundirse–, siendo esos elementos las personas –no los individuos– y los caracteres comunes el mismo grado, calidad u oficio –no ya unos lazos–. Todo esto queda un poco más esclarecido –ya que hablamos de colectivos y clases sociales– en la definición que se da de clase social como aquel conjunto de personas que pertenecen al mismo nivel social y que representan cierta afinidad de costumbres, medios económicos, intereses, etc.

Vemos ya en esta aproximación que el colectivo nos remite a un conjunto de individuos, mientras que la clase hace referencia a agrupaciones de personas, unas agrupaciones estas que al estar precisamente compuestas por personas, no por individuos, nos remiten inmediatamente a aspectos sociales y/o económicos. Y es que la persona, a diferencia del individuo, que puede ser entendido simplemente como un elemento de un conjunto en principio diferente de los otros elementos del conjunto –y dicho conjunto como separado de otros conjuntos–, nos remite siempre, inmediatamente, a la sociedad de personas. Porque la persona es tal porque está inserta en la sociedad de personas, siendo la interacción mutua y temporal entre dichas personas la que da lugar a esos rasgos comunes. Las personas en dicha sociedad de personas no son personas clónicas, homogéneas, no son simplemente repetibles ni están regidas simplemente por relaciones de reflexividad, simetría y transitividad. Su conformación social hace que cada persona vaya configurando su personalidad –ejerciendo y desarrollando su libertad, pues sin libertad no hay persona– dentro del seno de la sociedad de personas y dentro de las determinaciones que esta sociedad de personas –en la que se incluyen relaciones armónicas pero también conflictivas– implica. Podríamos entender por ello que las sociedades están compuestas por personas que son heterogéneas entre sí. O dicho de otra forma, que la diversidad y la pluralidad –palabras tan de moda– son la norma en las sociedades; no pueden darse sociedades si no es desde la diversidad y pluralidad de personas. Diversidad y pluralidad que se da constitutivamente sin perjuicio de los rasgos comunes que dicha sociedad, a lo largo del tiempo, va construyendo, imponiendo y adaptando a base, por ejemplo, de rutinas victoriosas. Porque las sociedades de personas, en sus confluencias y divergencias a causa de sus constantes interacciones –confluencias y divergencias que se van produciendo precisamente por la pluralidad y diversidad de personas y de clases de personas–, a fin de asegurar su existencia, y frente a otras posibles sociedades de personas, dan lugar a una serie de normas comunes que regulan en última instancia la homeostasis del cuerpo social. A esto es a lo que llamamos moral.

Podemos decir por tanto, según esto, que toda clase social estará compuesta por un conjunto heterogéneo, plural y diverso, de personas pero con unos rasgos –por ejemplo, socioeconómicos– o unos intereses comunes –como una empresa, un sindicato, una banda criminal o un partido político–. Su estructura lógico-material podrá decirse, según esto, que tiene un carácter atributivo[2]. Así pues, las sociedades de personas y las clases que las componen tienen un carácter atributivo. Unas clases estas que, como comentamos, no podrán aislarse unas de otras, sino que estarán en dialéctica o lucha continua –en tanto en cuanto, por ejemplo, sus intereses estén en conflicto–. Una dialéctica que, aunque pueda llegar a ser una lucha a muerte, requiere por ello del permanente contacto, intersección y relación entre clases, siendo así que las personas pertenecientes a dichas clases pueden moverse entre ellas o incluso inscribirse en varias a la vez. Nada impide a una persona perteneciente a la llamada clase media ser también de la clase de los amantes del jazz, miembro de un club de tiro y de la clase de los pertenecientes a un sindicato obrero.

No podríamos decir lo mismo de los colectivos. Estos, al estar compuestos constitutivamente por individuos, más que por personas, no tendrían en principio un carácter atributivo sino distributivo[3]. Los miembros individuales del colectivo serán independientes entre sí en el momento de participar en el colectivo. Son todos iguales, homogéneos, pero independientes entre sí.

Estos individuos, al carecer, en tanto en cuanto elementos del colectivo, de ese carácter de persona no tiene por qué ser entendido, dentro del colectivo, en función de las conexiones y/o relaciones que pueda establecer con los otros individuos del mismo, o incluso con otros colectivos –cosa que sí es necesaria en el caso de las clases sociales–. Aquí, dada esta estructura lógico-material, cada individuo es definido en función de la participación en el todo –del colectivo– pero no en función de las otras partes del todo. Las relaciones que establezcan los individuos pertenecientes al colectivo no serán por tanto relaciones que puedan influir en el individuo o que puedan llegar a definirlo. Serán «accidentales». El individuo «ya viene definido de casa», por decirlo así. No es su interacción con los demás lo que va a conformar su identidad, la identidad del individuo del colectivo se la provee, al menos intencionalmente, el propio individuo, que se adscribe al colectivo porque esa identidad que se ha dado, en el ejercicio de su subjetividad más pura, es coincidente con el colectivo, con sus reivindicaciones. Su libertad, y su personalidad, están tan reducidas que quedan encapsuladas en el diminuto diámetro de su ego.

Es por ello que, aunque pueda parecer paradójico, la constante reivindicación de pluralidad y diversidad que estos colectivos y sus miembros suelen hacer, lejos de interpretarse como una llamada al respeto pero también a la cohesión mutua y a la ruptura de toda barrera, habría que interpretarla como una llamada al respeto de su individualidad, de la división, del alejamiento, del encapsulamiento. Por eso la tolerancia es una palabra fetiche aquí. Lo que buscan los individuos colectivizados a través de la pluralidad, diversidad y tolerancia es bloquear toda posibilidad de influencia de otros, buscan preservar una identidad que, al parecer, se han dado a sí mismos y que no pueden permitir que ningún otro sujeto altere o vulnere. Una vulneración que, aunque sea realizada desde el más exquisito ánimo dialogante y pacífico, será interpretada como una ofensa, un ataque a la identidad autoimpuesta e identificada en el colectivo, al cual se acoge el individuo vejado y oprimido.

Tenemos así que los individuos que se adscriben a los colectivos reivindicativos no lo hacen primordialmente para compartir, para «enriquecerse» o «buscar sinergias» con otras personas, porque no buscan ampliar o conformar su personalidad; buscan sencillamente la protección de su identidad individual, de su subjetividad y los sentimientos que esta alberga. Los individuos colectivizados se identifican en el todo y el todo, a su vez, se replica en los individuos de una forma creciente[4]. El colectivo, que encarna una ideología o unos ideologemas con los que el individuo se autoidentifica, con los que se enlaza, sirve a éste de refugio, de resguardo ante tanta ofensa de la sociedad de personas que pretende, ofensiva y opresivamente, moldear su individualidad «autosostenida». Se produce así la (aparentemente) paradójica situación en la que a la vez que se exacerba la individualidad se exacerba también la colectividad, el nosotros, la masificación del individuo en el colectivo (reivindicativo).

¿Y cómo es posible esto? A nuestro juicio es posible porque los individuos colectivizados, por su individualidad extrema y, a la vez, su masificación colectiva, serían individuos despersonalizados. Una despersonalización que, como en una balanza, haría caer todo el peso de su identidad en su individualidad. Una individualidad que, una vez despersonalizada, busca autoconstruirse, ya que no le queda otro recurso, en función de unos sentimientos y unos ideologemas que encuentra encarnados en un colectivo de individuos que, como él, están despersonalizados pero que encuentran unos lazos comunes, una participación común que los identifica y salva a todos. Eso sí, manteniendo su individualidad. Sin dañarla, sin modificarla. ¿Y por qué se hace necesario este colectivo si cada individuo se forja su identidad, incluso puede forjársela en función de sus sentimientos más profundos, puros y propios? Porque el individuo es frágil, casi nada, por no decir nada, y la sociedad de personas –y las clases que la componen– siempre está al acecho, intentado rectificar su conciencia desde visiones contrarias a la suya. Ante las estructuras represivas de la sociedad los individuos, incapaces de soportar tal presión, necesitan protección. Necesitan un refugio con el que identificarse, en el que todos sean igual de víctimas. Por eso las reivindicaciones de estos colectivos, que buscan «visibilizar» su «problemática», que buscan dar voz a los débiles, están siempre cargadas de victimismo. Son minorías que se han dado a sí mismas su ser, y en tanto en cuanto minorías requieren de protección, una protección que sólo puede dar el Estado benefactor y demócrata que legisle para su protección, para su conservación como si de especies en extinción se trataran. Los colectivos reivindicativos buscan un trato diferenciado, y sin embargo lo propio del Estado moderno es la igualdad jurídica sin distinción social.

Se da además una situación en la que estos colectivos de individuos autónomos y atomizados suelen contar con un pequeño número de miembros, y, además, cuanto más locales y específicos sean mejor, pues mayor será la posibilidad de recibir una subvención –necesaria para su subsistencias y para sus charlas reivindicativas– y mayor empaque es posible dar a las reivindicaciones que justifican el colectivo[5]. Porque muy frecuentemente los lazos de cada colectivo, sus ideologemas, las reivindicaciones que justifican su unión, son muy distintas entre sí, lo que permite a los colectivos alejarse unos de otros, diferenciarse lo más posible y competir por cotas de subvención y protección legislativa distintas. Pero hay otras muchas ocasiones en las que las diferencias puede que no sean tantas, lo que hace más necesario todavía subrayar la diferencia, el alejamiento, el aislamiento, defender la pluralidad, la diversidad, la tolerancia entre individuos y grupos que se dicen distintos así como la fragilidad de dichos colectivos. Todo esfuerzo por hacerse oír, por hacer ver lo crucial de la problemática que envuelve a los individuos del colectivo, de lo diferentes que son (respecto a otros) y lo vulnerables que se encuentran, es poco. Aquí ya no estamos hablando de un grupo heterogéneo de personas que se unen, con sus diferencias, en función de unos rasgos y un fin común, para mejorar en la medida de lo posible sus condiciones de vida, como sería el caso, por ejemplo, de un sindicato que busca una mejora salarial o, por poner otro ejemplo fácil, de un grupo de vecinos que piden tal o cual cosa a su ayuntamiento. No. En el caso de los colectivos a los que nos referimos estamos hablando de individuos despersonalizados que buscan protección, a través de su participación en el colectivo, para su subjetividad intencionalmente autoconstruida, absoluta, como si de una mónada leibniziana se tratara ya que no recibe, al menos intencionalmente, emic, determinación alguna desde fuera de su esfera egoiforme, sino que están ya todas contenidas en sí. Hablamos por tanto de una identidad individual que, ante la falta de relaciones y referencias comunes, de certezas objetivas, quizá por una deficiencia educativa, a menudo no tiene más sustento que sus sentimientos y unas pobres máximas ideológicas. Y siendo así no les falta razón al considerar a esa identidad individual tan frágil.

Abundando un poco más podríamos también tan sólo indicar que los colectivos, al moverse, desde su carácter aislado, preferentemente en torno a instituciones de ciclo cerrado, borran de su mapa conceptual, y por tanto práctico, a la historia. Cancelan la praxis, y no digamos ya la praxis revolucionaria –aunque no se cansen de gritar que la revolución ya está aquí–, al eliminar, o pretenderlo, la dialéctica social y atomizarla. Las clases, al contrario, estarían moviéndose a la escala de las instituciones de ciclo ampliado, esto es, a escala política e histórica. De ahí que su dialéctica sea continua, nunca clausurada, aunque puedan distinguirse momentos o etapas distintas. Y de ahí que su escala política, debido a su escala histórica, sea tan fuerte como para haber sido el núcleo del materialismo histórico marxista.

Conclusión

Y si esto es así como planteamos, este avance cada día mayor de los colectivos, ¿no podría ser interpretado como una lucha contra la estructura de la sociedad de personas y de las clases sociales «tradicionales»? ¿Podríamos hablar de un intento de desplazar la lucha de clases (de personas) por una lucha de colectivos (de individuos)? ¿No podría ser visto el diario crecimiento de colectivos y de reivindicaciones –que muchas veces parecen totalmente absurdas– como capaz de transformar, de desplazar poco a poco a la sociedad de personas –que forma familias, clubes, asociaciones vecinales, peñas, parroquias, fundaciones, partidos, naciones, instituciones objetivas en definitiva; ejerciendo una racionalidad anatómica– dando lugar a una sociedad atomizada, individualizada hasta el extremo –ejerciendo una holización atómica? ¿No podría dar lugar este desplazamiento a una sociedad cada vez más débil, desunida, individualizada, despersonalizada y manejable?

Si no nos hemos equivocado mucho en lo dicho –y si así ha sido aceptamos la pertinente rectificación–, a nuestro juicio creemos que sí. No dudamos acerca de la posibilidad de que los colectivos puedan tener alguna funcionalidad o utilidad para la sociedad de personas en algunos casos[6]. Pero sí creemos que, dada su propia estructura lógico-material[7]y su extensión por nuestras sociedades, como si de un cáncer propagándose por el cuerpo social se tratara, sus efectos pueden ser lo suficientemente nocivos como para llevar a la agonía o incluso a la muerte a dicho cuerpo social. Con su expansión expanden a su vez el individualismo nihilista, su vacua ontología respecto a las conexiones y relaciones sociales, así como el victimismo y el sentimentalismo.

Estos individuos colectivizados de los que hemos tratado –no descartamos a los que simplemente se aprovechan del negocio–, bien porque se han despojado de ellas o bien porque no las han tenido nunca, carecen de las herramientas conceptuales, científicas y filosóficas que les permitan enfrentarse a la sociedad de personas y hacerse un hueco en ella. ¿Quizá porque la educación supone una imposición y esto es inaceptable para la sensibilidad libre de los sujetos que contienen ya en sí todas sus determinaciones?[8]Carecen, en cualquier caso, de criterios comunes, de verdades objetivas, son incapaces de rectificar los ortogramas que constituyen su conciencia –en confrontación con otras conciencias–, dando lugar así a conciencias encapsuladas, blindadas, prefabricadas, diminutas, falsas conciencias que bloquean desesperadamente esos intentos de rectificación que la sociedad implica, aferrándose a su subjetividad y a sus sentimientos. 

Con todo esto que decimos no queremos que se entienda que pretendemos combatir a la idea de sujeto; ésta es una idea de gran importancia también para la ontología materialista. Porque los sujetos no dejan de ser parte del mundo, de ampliarlo ni de conformarlo a su escala. De lo que se trata es de combatir el vaciamiento ontológico de estos movimientos y el sentimentalismo que nos envuelve y que nos está llevando, poco a poco –sólo hay que fijarse en los más jóvenes, aunque no sólo– al individualismo más radical, verdadero disolvente social.

Y así estamos, en este maremágnum colectivista –que no comunista– y reivindicativo, medio desquiciados, sin saber a qué agarrarnos, sin tener referentes objetivos a los que recurrir. Disuelta la sociedad de personas en la que se constituye y construye nuestra identidad, sólo queda el nihilismo. Sólo queda recurrir «a uno mismo». ¿Pero qué es eso? Pues básicamente nada; porque el sujeto es sincateogremático, y si no se dan parámetros, referencias –ausentes en el nihilismo individualista–, es imposible entender qué es ni qué tipos existen. Si sólo tenemos nuestros sentimientos y nuestro «yo» no tenemos nada. Es así que cada día surgen nuevos colectivos ofendidos (desplazando, como apuntamos, a las clases); que cada día hay quien se levanta, por ejemplo, con el sexo –hay quien dirá el género– cambiado y de ello hace movimiento político, necesidad social y causa sumarísima. Buscando inventar, llenar, aquello que el virus del individualismo sentimental le ha arrancado. Y si estos colectivos reivindicativos tienen cada vez más fuerza es porque, seguramente, haya miembros e instituciones generadas en la propia sociedad de personas –que pueden ser de carácter político y/o económico– a las que esta situación no les importe mucho, incluso puede que hasta la fomenten pensando que les favorece[9]. Y es que qué más da todo ese desquicie mientras el individuo esté satisfecho, saciando su sed de ser casi nada en un consumismo voraz. Si termina desquiciado no importa mientras pague, mientras consuma. Mientras compre mis productos. Mientras me vote. No importa que la sociedad se vaya licuando y cayendo por el sumidero sentimental de la individualidad. La sociedad no es más que un despreciable cúmulo de microestructuras represivas. Lo que hay que salvar es el sujeto, su identidad individual. Lo importante es él, lo importante a toda costa es que sea feliz. La felicidad es el valor supremo que todo individuo debe conseguir, y para ello debe «realizarse», debe ser «él mismo». Tiene que «sentirse bien consigo mismo», todo lo demás sobra. ¿Pero es que acaso es eso posible al margen de los demás? ¿Es posible al margen de las personas y clases de su entorno, a las que pertenece o puede dejar de pertenecer? ¿Es posible, en definitiva, ese individuo al margen de una sociedad que le dé las posibilidades mismas de existir, de ser educado, de ejercer su libertad y madurar? ¿Es posible siquiera que ese individuo, que no existe sin la clase, eduque sus emociones y sentimientos por sí mismo? No, no puede. El individuo por sí mismo, por la mera fuerza de su voluntad, por más puros que sean sus sentimientos, no consigue nada. La causa sui es un absurdo. Y una sociedad de individuos, una sociedad de mónadas, no es sociedad ni es nada. Quizá tan sólo un buen juguete en manos de otros que sí pretenden serlo todo.

Si es cierto, como afirmaba Marx, que la historia se repite produciéndose primero como tragedia y después como una miserable farsa, un buen ejemplo podría ser la transformación de la lucha de clases en lucha de colectivos.


[1]Por eso indicábamos entre paréntesis que la llamada lógica formal habría que entenderla siempre desde el materialismo formalista, tan importante en las doctrinas gnoseológicas y ontológicas del Materialismo Filosófico.

[2]Una totalidad atributiva es aquella cuyas partes sólo constituyen un todo estando unidas, ya sea simultáneamente, ya sea sucesivamente, estableciendo diversas conexiones y relaciones entre sí.

[3]Una totalidad distributiva es aquella cuyas partes son independientes entre sí en el momento de su participación en el todo (como ejemplo podríamos poner un conjunto de cerillas dispersas sobre una mesa). Las partes de un todo distributivo son homogéneas y mantienen relaciones reflexivas, simétricas y transitivas.

[4]Es tal la identificación en ocasiones de los miembros de los colectivos con éste, es decir, de las partes con el todo, que no cerramos, al menos para algunos casos, la interpretación de esta estructura lógico-material que comentamos como una estructura metafinita en lugar de distributiva. (Una estructura metafinita es aquella cuyas partes se desarrollan (ideal o realmente) como si pudieran abarcar el todo; como ejemplo de estructura metafinita se puede poner a las mónadas leibnizianas).

[5]Esta situación que señalamos ya fue advertida en 2011 por Gustavo Bueno cuando señala en el párrafo que reproducimos que: Una mención especial merece el incremento que experimenta, en las últimas décadas, la utilización del rótulo «colectivo» como autodefinición de grupos sociales de muy reducido número de miembros, al menos comparados con los grandes colectivos tipo sindicatos o partidos políticos. Grupos que, paradójicamente, por su tamaño diminuto, están más cerca de un individualismo que busca la diferenciación singular con otros grupos, pero que, al mismo tiempo, huye del individualismo personal y busca la neutralización, mediante el rótulo de «colectivo», con el que trata de beneficiarse del «nosotros» (sustituyéndolo por «colectivo»). Nos referimos a colectivos tales como «Colectivo de celiacos de la ciudad K», «Colectivo de enfermeras del hospital central», «Colectivo de grabadores españoles», «Colectivo de pintura Leganés», &c. (Gustavo Bueno, Individualismo y colectivismo en el siglo XXI. Perspectivas, 1 de abril de 2011; disponible en: http://fgbueno.es/gbm/gb2011ic.htm).

[6]Como puedan ser los que desde el Materialismo Filosófico se denominan individuos flotantes.

[7]Como hemos señalado al principio, a pesar de su importancia no hemos querido entrar en los posibles orígenes de los colectivos de los que hablamos o en los intereses económicos y/o políticos, refiriéndonos a instituciones concretas, que puedan conllevar. Para lo que hemos querido plantear en éste artículo con lo dicho ya sería suficiente.

[8]Esto que decimos quizá parezcan exageraciones, pero están presentes en multitud de doctrinas pedagógicas y en las leyes educativas españolas. Como botón de muestra se puede tomar la última ley educativa aprobada, la conocida como ley Celaá.

[9]Y puede que a corto plazo así sea, pero a largo plazo, si tenemos razón, no favorece a nadie. Al contrario.

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