De la saeta al piropo

Desde joven cultivé -con desigual fortuna, lo admito- un arte menor que siempre entendí emparentado con el canto andaluz de la saeta y la lírica improvisada vascona. Me refiero, claro está, al piropo: ese requiebro galante dirigido a las mujeres que uno aprecia y admira.
Tal vez resulte paradójico pero el piropo genuino, obviamente no la procacidad ni el rebuzno grosero, suele pronunciarse desprovisto por completo de intención erótica, apenas como mera  gentileza desenfadada. De hecho, yo solía piropear a terceras mujeres ante sus cónyuges y en presencia de miconsorte, sin ser consciente de haber causado jamás la mínima incomodidad. Soy un superviviente de aquellos tiempos en que, inmediatamente tras la Madre de Nuestro Señor y la madre terrenal, las esposas de los amigos y las propias amigas eran tenidas y tratadas como damas acreedoras de respeto y reverencia sin límites.
Escribo en pretérito porque el piropo será proscrito en breve por nuestro progre gobierno, según anunciaron el martes pasado tres de sus ministras a las que dudo en considerar damas por no ofender su feminista reputación. Trío ministerial al que confieso que no reverenciaría ni siquiera en completa ebriedad y por las que profeso el respeto imprescindible que me exige la educación que mis padres me inculcaron. Me ronda la sospecha, y algo más que sospecha, de que quieran prohibir el piropo las que envidian amargamente a esas otras mujeres -muy distintas- que suelen escucharlos entre complacidas y divertidas. Tal vez, también aborrecen el piropo aquellas féminas de fácil resbalón cuyo escenario social y afectivo se despliega apenas entre el bochinche bronco y la sordidez depravada. Ni por asomo, Señoría, me estoy refiriendo en estos términos a las ministras Calvo, Celaá y Montero.
Acato el ordenamiento jurídico (¡qué remedio me queda!), al tiempo que abomino de la ley inicua y del legislador tiránico que la promulga. Soy uno de esos trasnochados idealistas que si, por no renegar de Dios o privar a la patria de mi lealtad, se viera abocado a afrontar severa pena, optaría sin dudarlo por sufrir la tribulación; no sé si alegremente, pero imagino que con un mínimo decoro. Sin embargo reconozco que me aterra la posibilidad de recibir, vía veredicto en papel timbrado, el estigma de «acosador ocasional«. Tal pudiera sucederme a partir de ahora si, ofuscado por causa de la edad u otro fatal quebranto, la aparente belleza de una recién conocida prójima me ocultase su interior resentido y estreñido e, imprudentemente, dirigiese una zalamería a quien sólo una higa mereciera.
Hasta aquí llegó mi carrera de piropeador amateur; precipitado final que de seguro nadie habrá de lamentar, pues si los españoles parecen no echar en falta serlo en plenitud y vivirlo con alegría, dudo mucho que alguna española añore los piropos de este maduro lisonjero. Casi cualquier cosa puedo sobrellevar, menos ser tachado de rijoso por alguna imbécil a la que la ley ampare en su incapacidad para distinguir la libertad de la amargura.

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