Defensa de la Identidad y de la Frontera

Defensa de la Identidad y de la Frontera. Diego Fusaro

La Identidad de un ente es y se conoce en cuanto se da una alteridad y, por tanto, una diferencia. La Frontera es aquello que, al separar un ente de otro, hace que cada uno sea sí mismo, en tanto asentado entre ciertos límites y en cuanto separado del otro de sí. Por eso, no puede existir identidad sin diferencia (ni diferencia sin identidad): la identidad es intrínsecamente relacional y está garantizada por la diferencia con el otro de sí, a su vez posible gracias a una frontera que de-limita, conjuntamente, los límites de cada ente y la alteridad del ente que no-es. También por esta razón stricto sensu ética, además de ontológica, es tan importante, en el tiempo del hechizo del borderless world mundo sin fronteras-, defender la causa denostada de los límites y de las fronteras, tanto de la tentación del muro como de la seducción de la invasión.

Considerando el análisis que desarrolla Aristóteles sobre el concepto de “límite” (πέρας) en la Metafísica (V, 17, 1022 a 4-13), observamos que, en líneas generales, se trata de: a) el “término extremo” de una realidad (ἔσχατον), por tanto la frontera que, haciéndola terminar, le da cumplimiento y la hace completa en sí misma. Por eso, el πέρας (límite) coincide, entonces, b) con la “forma” (εἶδος) del ente, vale decir, con aquello que al delimitarlo le confiere su forma específica, lo que determina su identidad propia (que existe siempre dentro de fronteras específicas que la distinguen del otro de sí). El “límite”, asimismo, es c) el “fin” (τέλος,) de los entes, que se realizan completamente con el objetivo teleológico de ser aquello que son mediante las fronteras que los delimitan y los hacen ser. En este caso, el fin coincide con la finalidad de los entes, o sea con su perfecto ser en sí porque los lleva a completar su esencia. Por definición, lo “perfecto” es lo “finito”, lo completo dentro de los márgenes que, delimitándolo, lo hacen plenamente ser lo que es. El límite, en última instancia, para Aristóteles corresponde d) a la “esencia” (οὐσία) de las cosas, puesto que –ahora debe quedar claro– cada ente es aquello que es gracias a la frontera con el otro de sí.

En este marco de sentido, se comprende por qué, para Aristóteles y el pensamiento helénico, lo perfecto era lo finito y no lo infinito: sólo lo primero, en efecto, existe en su realización “completa” (perfecta), garantizada por fronteras que lo hacen ser en forma plena, mientras que lo segundo, al carecer de fronteras, es por definición “imperfecto”, esto es, incompleto. Martin Heidegger así comentará: “la frontera (das Beendende) no es aquello que pone fin sino, como ya entendieron los griegos, la frontera es el dónde del principio de la presencia de una forma” que, en cuanto tal, es de-finita, circunscrita en el espacio que la identifica. Esto, desde el punto de vista aristotélico, no vale sólo para la ontología del espacio, sino también para la del tiempo, como por otro lado resulta intuitivo que sea: los acontecimientos son fenómenos definidos temporalmente por un principio y por un fin, y por tanto por una diferencia con los acontecimientos que los preceden y con aquellos que los siguen. “El ahora” (τὸ νῦν) mismo –explica Aristóteles en la Física– no es meramente el tiempo presente y, como tal, intermedio entre pasado y futuro. Es, en cambio, el instante concreto que, eo ipso, se define como límite del tiempo y permite asumirlo como finito. Así en la Física (233 b 35-234 a 3) en relación al ahora va a decir: “es un extremo del pasado, donde no hay absolutamente nada del futuro; y es, a su vez, un extremo del futuro, donde ya no hay nada del pasado; y es por esto que lo definimos límite de ambos”.

En resumen, entendida tanto sobre el plano temporal como sobre el espacial, una cosa –aclara Aristóteles– sólo puede ser sí misma en virtud del límite que la distingue de lo otro de sí , ya que que es solamente el límite el que va a definir y garantizar a los entes en su ser: las fronteras son, en esto, similares a los rasgos del rostro, que otorgan a cada ser humano su propia fisonomía y una inconfundible identidad. Es otra forma de decir que, sin identidad y sin fronteras, simplemente no somos: perderlas equivale a perderse, a precipitarse en el mar de la indistinción y la indiferenciación. En Los Elementos (I, def. 13), Euclides, condensando admirablemente la ética griega y el espíritu del justo límite, afirma que la frontera coincide con aquello que es el límite de cualquier cosa: ὅρος ἐστίν, ὅ τινός ἐστι πέρας –límite es aquello que es extremo de algo-.

Con las palabras del Hegel de la Enciclopedia (§ 92 Z), que hacen tesoro la lección aristotélica, Etwas ist nur in seiner Grenze und durch seine Grenze das, was es ist: “algo es lo que es sólo en su límite y a través de su límite”. El tema también se desarrolla en las páginas de la Ciencia de la Lógica, donde Hegel se expresa así: «Algo, como existencia inmediata, es por eso mismo el límite con respecto a cualquier otra cosa, pero lo tiene en sí mismo y es algo a través de la propia mediación de ese límite, que es del mismo modo su no-ser. El límite es la mediación en virtud de la cual algo y lo otro son y, al mismo tiempo, no-son» (Etwas ist also als unmittelbares Dasein die Grenze gegen anderes Etwas, aber es hat sie an ihm selbst und ist Etwas durch die Vermittlung derselben , die ebensosehr sein Nichtsein ist. Sie ist die Vermittlung, wodurch Etwas un Anderes sowohl ist als nicht ist).

En esencia, Hegel está repitiendo, con Aristóteles, que el límite es lo que de-fine a los entes y los hace ser lo que son y, a la vez, está sugiriendo que el ente de-limitado es también, en la medida de la mediación con su no-ser, lo otro que sabe más allá de su límite. El límite, por tanto, establece un nexo relacional de identidad y diferencia, por el que ser sí mismo y no ser otro de sí concurren igualmente a definir el ente en sus límites. La ontología de la frontera es, una vez más, de orden relacional: si A es la frontera de B, se sigue que A existe sólo si B también existe.

Lo que deviene realidad lo es exclusivamente en cuanto se convierte en algodeterminado”, bestimmt. Por esta razón, con la gramática aristotélica, el πέρας –límite- coincide con la οὐσία –esencia-de los entes. La frontera es, entonces, lo que permite la existencia, pues es lo que determina, limitando al ente, haciéndolo ser sí mismo y distinguiéndolo de los demás entes: todo existir es un ser determinado mediante fronteras, de modo que la lucha contra las fronteras es una lucha contra la existencia, un regressus al nihilismo puro. La época del nihilismo tecnocapitalista, que ha elevado la nada a su propio exclusivo horizonte de sentido, se presenta por eso mismo como el tiempo de la demolición de todas las fronteras, neutralizadas según las dos modalidades opuestas y complementarias de la invasión indiferenciante y del levantamiento de muros que igualmente aniquilan el poder relacional de la frontera.

Desde una perspectiva más estrictamente sociopolítica, delimitar los espacios y diferenciar los lugares, lejos de ser prácticas intrínsecamente violentas y tendentes a la exclusión, son los actos fundamentales para conducir la existencia y para generar instituciones políticas y sociales: dicho de otro modo, las fronteras “organizan la estructura espacial de nuestra vida colectiva”. No pueden existir civilización ni vida en ausencia de fronteras. Con los versos de Horacio, “est modus in rebus” hay un límite en las cosas-: o, más precisamente, las cosas son su propio límite. De nuevo con Horacio, sólo donde sunt certi denique fines existen límites definidos– los entes pueden ser sí mismos. Si bien, con Michel Foucher, se puede hablar de una invention des frontières invención de las fronteras-, entendidas como límites  convencionales (así se podría, en efecto, definir de manera básica la frontera), no es posible dejar de reconocer la originalidad ontológica de las fronteras.

Desde el punto de vista de Aristóteles, que sistematiza con ello el imaginario colectivo de la Grecia clásica, la metafísica está centrada en el límite, la ética en la “justa medida” (μεσότης) y la política en la frontera; por contra, i-límite, desmesura e invasión representan las tres perniciosas desviaciones que pueden darse en los tres ámbitos específicos antes mencionados. En antítesis con el hodierno imaginario saturado por la ideología sans frontières y por la tentación murista, para el imaginario helénico el problema era la ausencia de límites, no ciertamente su fisiológica presencia. Como han evidenciado, entre otros, Régis Debray en Elogio de las Fronteras y Olivier Rey en Dismisura, la sociedad globalitaria de los mercaderes de futuro ha perdido el sentido de la frontera: transforma en experiencia emancipadora la invasión, que para los griegos era por el contrario ὕβϱις, desmesura, violencia y opresión.

El amor infiniti por la voluntad de poder tecnocapitalista y por su dinámica de autoempoderamiento ilimitado es intrínsecamente nihilista, ya que, como ha enseñado Heidegger, se fundamenta sobre el olvido del Ser (o, si se prefiere, en la pérdida de lo ontológico en favor de lo óntico) y sobre su reducción a Bestand, a “fondo disponible” para las prácticas del empoderamiento ilimitado del Gestell, del “sistema” tecnocapitalista.

El mundo como pluriversum de entes en relación, según la dialéctica de identidad y diferencia, colapsa en la inédita figura de un único “fondo” indiferenciado e ilimitadamente disponible para las prácticas de la manipulación tecnocapitalista y de su inconfesable imperialismo all inclusive, que “incluye” todo y a todos en el paradigma de la usabilidad. Es bajo esta luz que tal vez se entiende mejor el mito de la “inclusividad” capitalista: un mito que, pensado de otra manera, podría razonablemente descifrarse como imperativo que impide a todo ente permanecer ajeno al borderless worldmundo sin fronteras– de la manipulación total y de la usabilidad planetaria.

Si, como se ha dicho, límite y ente se dan juntos, el uno para el otro, y, como afirma la Metafísica de Aristóteles, el “límite” –πέρας- caracteriza el ser de los entes, se sigue que la abolición del límite es, precisamente por eso, nihilismo: la invasión como transgresión de todo límite o, mejor, como su deconstrucción, es el acto peculiar del nihilismo, entendido tanto a la manera «moral» de Nietzsche como «desvalorización de todos los valores«, cuanto en el modo «ontológico» de Heidegger y Severino como identificación del ser con la nada.

Del Ser como pluralidad de entes delimitados no queda nada, pues todo se disuelve en lo indiferenciado utilizable al servicio de la voluntad de poder tecnonihilista. El Ser como aquello que es y no puede no-ser, según la perspectiva ontológica abierta por Parménides, decae en el puro devenir de los entes tratados como un único fondo manipulado y utilizado por la actividad febril de la tecnociencia, orgánica en el modo de producción capitalista.

Que el Ser como pluralidad de los entes presuponga las fronteras y exista gracias a ellas, es lo que nos enseñan también los Textos Sagrados, según la clave –diría Hegel– de la “representación” (Vorstellung) distinta del “concepto” (Begriff). El libro del Génesis se abre con una Creación que es, al mismo tiempo, una demarcación de las fronteras: crear las cosas significa, a su vez, delimitarlas en sí separándolas de lo otro de sí. Y es por eso que Diosseparó” (διεχώρισεν) la luz de las tinieblas, las tierras de las aguas. El divino gesto creador puede, de este modo, ser percibido también como una producción de fronteras y, por tanto, de relaciones entre los distintos: εἶδεν ὁ θεὸς ὅτι καλόν, “Dios vió que era bueno”, explica el libro del Génesis (1, 10) en relación a la mirada satisfecha de Dios ante la creación de un cosmos ordenado por fronteras precisas.

Lo sagrado mismo, que etimológicamente alude al acto de “delimitar” (sacer deriva de sancire), evoca la idea de un espacio inaccesible e inviolable, rodeado por fronteras específicas, que lo diferencian de lo “profano” (literalmente situado delante del fanum, el “templo”, y por tanto más allá de sus fronteras). Y el mismo término “paraíso”, del griego παράδεισος, literalmente “jardín”, remite a su vez al iranio pairi-daeza, “lugar vallado”, al que no todos pueden incondicionalmente acceder.

El “diablo” (διάβολος), por su parte, es aquel que ama “separar” (διαβάλλειν) lo que debería permanecer unido o, alternativamente, confundir y mezclar lo que debería permanecer distinto: su separación es disyuntiva (típica del muro), su unión es indiferenciante (típica de la invasión). Es otro modo, de orden “representativo” precisamente, de reafirmar el concepto según el cual la frontera es el bien divino de la relación entre diferencias, mientras el confinamiento murista y la invasión son las dos diabólicas patologías que, por caminos opuestos, conducen al mismo resultado de la relación negada.

Rectamente interpretada, la frontera es una cuestión “mereológica”, ligada a las partes y a su relación. Y como el “arte del buen carnicero” del que escribe Platón en el Fedro (265 d-e), también el arte de establecer fronteras exige pericia y λόγος –lógos-: para trazar adecuadamente las fronteras, sean las que fueren, resulta imprescindible saber seguir lo más posible las nervaduras naturales, evitando –como por el contrario hace el diablo– unir lo que debe quedar separado o separar lo que debe quedar unido. Para proseguir dentro del espacio léxico abierto por la representación religiosa, la frontera puede, entonces, ser divina o diabólica a resultas de su efectivo modo de operar.

La fabula docet que hemos aprendido desde la Ilíada hasta el Antiguo Testamento, pasando por la Eneida, es que incluso en el mundo de esos entes sui generis que son los seres humanos, demarcar una frontera significa fundar un orden a partir del caos, estableciendo una distinción instituyente entre lo interior y lo exterior, entre el Nosotros y el Ellos, entre lo permitido y lo no permitido. Dios mismo crea al hombre asignándole –con el imperativo de no comer la manzana– una frontera nítida que no debe violar, un tabú que debe respetar, un límite que debe acatar con obediencia.

La desacralización que acompaña los actuales desarrollos de la civilización del mercado puede, así, leerse en continuidad con los procesos de invasión que intrínsecamente la caracterizan: refleja perfectamente el acto de la serpiente, que vulnera toda autoridad religiosa para abrir el i-límite necesariamente nihilista, siguiendo una perspectiva que pretende hacer del hombre mismo un dios omnipotente (eritis sicut dii –“seréis como dioses”-, le dice la serpiente a Eva), para el cual el límite no es garantía de vida, sino obstáculo a su pleno desenvolvimiento.

Se impone, de ésta forma, el principio del “puedo todo”, que aparte de ser el emblema de la ὕβϱις –desmesura- denunciada por la civilización helénica, es también uno de los nombres de la psicosis. Es lo que planteaba Fiódor Dostoievski por boca de Iván, el más refinado de los hermanos Karamazov: “si Dios no existe, entonces todo está permitido”, puesto que no subsiste ya ninguna figura del límite, del impedimento y de la ley. La civilización del capital es, en efecto, la primera en la historia humana en no crear dioses y, más aún, en mandar a paseo cualquier Pantheon, abriendo espacios a la nada así en el cielo como en la tierra: a la «teogonía» de Hesíodo sucede la «teo-agonía» propia del tiempo que dice adiós a toda figura de lo divino y de lo absoluto.

La civilización del nihilismo y del desmantelamiento de toda frontera se manifiesta en la desacralización del mundo y en la consiguiente celebración de una libertad perversamente entendida como «desregulación«, como violación de todo lo inviolable y como demolición de todo tabú: es la libertad traicionera del mundo tecnomórfico y pantoclástico, para el cual todo aquello que sea técnicamente factible debe necesariamente hacerse, destruyendo cualquier límite que se oponga a ello, inmediatamente descalificado como represivo e intolerante.

La realidad que de aquí deriva, sin embargo, no es la de la libertad, pues esta existe siempre dentro de límites y de fronteras, de tabúes y de reglas que, lejos de aplastarla, permiten su implementación. Origina, por el contrario, el escenario de la presente barbarie evolucionada, en la que la libertad se confunde con el capricho de consumo y con el deseo anómico del sujeto reducido a Superhombre con voluntad de poder consumista ilimitada: sin fronteras, la libertad se invierte dialécticamente en su opuesto, vale decir en el automatismo de la civilización tecnomórfica, que lleva a su culminación el fatalismo más radical y convierte a todos en simples sacerdotes del aparato tecnocapitalista.

Las culturas, como ha mostrado Braudel, siempre han existido regulando sus propias relaciones, filtrándolas y, cuando ha sido necesario, bloqueándolas. Igual que, en el plano ontológico, no pueden existir entes en ausencia de límites que los distingan, tampoco, en el ámbito cultural, se puede dar civilización si no es a través de su originaria fijación de las propias fronteras respecto al otro de sí. Con la gramática de la «Doctrina de la Ciencia» de Fichte, el Yo no puede plantearse ni pensarse a sí mismo si no es planteando simultáneamente el no-Yo, o sea la alteridad. El lema del idealismo y del giro trascendental, según el cual no hay objeto sin sujeto (kein Objekt ohne Subjekt), podría ser completado también, entendiendo la alteridad en forma subjetiva, con el siguiente enunciado: y no hay sujeto sin relación con otro sujeto.

Retomando ahora la distinción kantiana entre “barrera” (Schranke) y “frontera” (Grenze), las fronteras materiales de las naciones y las fronteras inmateriales de las identidades deben entenderse como un límite que se contempla desde una parte y desde la otra: no impide el paso, simplemente lo regula y lo controla. No niega el nexo con el otro de sí, pero evita que se resuelva en opresión del uno por parte del otro: «la línea de la frontera no cierra y de-fine solamente, sino que abre a la relación con el otro, aunque sin quererlo reducir a sí«.

Bajo este perfil, la frontera como Grenze no niega el tránsito (como en cambio ocurre con el muro), sino que evita las invasiones (que son siempre figuras de la transgresión). No impide las relaciones (a diferencia del muro), sino que opera para garantizar que no se conviertan en opresión. No prohíbe el nexo entre los diferentes (como, una vez más, hace el muro), sino que actúa de modo que no se pierdan aquellas fronteras que, al separarlos, los convierten en no-idénticos. Propicia que el nexo entre las naciones y las culturas se dé en la forma de un vínculo dialógico y plural de identidades y diferencias, sin degenerar en la pretensión de cancelar las diferencias en nombre de una identidad única impuesta coactivamente y ​​rompiendo la frontera divisoria.

El muro niega la articulación de la relación entre diferencias e identidades, igual que la niega la aniquilación de la frontera: esta última, y ​​sólo ella, puede hacer posible esa vinculación en la forma de una relación entre identidades diferentes, con fronteras que permiten que cada una de ellas sea sí misma. Sólo donde existen identidades plurales, con límites precisos, puede tener lugar su diálogo. Este último, como muestran en forma arquetípica las obras de Platón, presupone un λόγος –lógos-, una «razón discursiva«, que se mueve διά –a través– del espacio público de la discusión y «por medio» de los interlocutores que toman parte en la conversación veritativa: por tanto, se basa sobre identidades y diferencias que, lejos de amurallarse solipsísticamente en sí mismas o de invadir los límites hasta subsumir la posición del otro, se comparan respetando las respectivas alteridades y, al mismo tiempo, poniéndolas en relación.

Así entendido, el diálogo comporta el reconocimiento del otro y, además, la capacidad de ponerse en su lugar, esforzándose por comprender sus razones. El término “discurso”, que traduce el latín discursus, remite al valor griego del διάλογος –diálogos-, aludiendo al “ir y venir” de la palabra o, si se prefiere, al movimiento con el que la palabra “corre” y “se mueve”, haciendo así que, en el diálogo con el otro, cada uno sea positivamente desviado de su propia convicción y expuesto a posibles visiones distintas.

No puede extrañar, por tanto, que la época del desmantelamiento de las fronteras sea, al mismo tiempo, la era de la neutralización del diálogo, sustituido por el monólogo de masas, falsamente pluralista, de ese pensamiento único como único pensamiento permitido que se presenta como superestructura santificadora del diagrama de las asimétricas relaciones de poder. La alteridad, donde todavía existe, lejos de ser escuchada y admitida en la práctica dialógica, es desterrada y proscrita, condenada al ostracismo y liquidada como intrínsecamente peligrosa; está destinada a ser neutralizada o, alternativamente, “incluida” –y, en consecuencia, diluida– en el único régimen discursivo permitido.

El muro, como resulta evidente, vuelve imposible cualquier diálogo. “Existe un muro entre nosotros” es la frase que oficializa, en las relaciones humanas, el amurallamiento de una frontera que, literalmente, sepulta con una piedra la posibilidad misma de comunicar. Otro tanto sucede, por lo demás, con la eliminación de la frontera, que igualmente vuelve imposible cualquier diálogo: suprimida la frontera, la pluralidad de las identidades desaparecería y sólo quedaría lo indiferenciado, lo ídem indistinto. En lugar del diálogo, se produciría entonces el soliloquio, como sucede hoy cada vez más visiblemente con el monólogo de masas de la civilización del mercado. Negar las fronteras, igual que materializarlas convirtiéndolas en infranqueables, disuelve las condiciones mismas del diálogo y de la relación entre los diferentes.

Como nunca nos cansaremos de repetir, gran parte de los equívocos que infectan al mundo post-westfaliano sucesivo al Weltdualismus pre-1989 provienen de la confusión entre la justa reivindicación de la lucha contra los muros, en cuanto enemigos de las identidades y de su diálogo, y la indebida identificación de los muros con las fronteras. Derribados los muros, restan las identidades y su posible diálogo. Disueltas las fronteras, desaparecen las identidades y sobrevive únicamente lo indistinto i-limitado.

La frontera, por tanto, es otro nombre para el límite que impide a un ente la invasión del otro de sí, ya que eso supondría dejar de ser sí mismo e impedir que el otro sea. Es la forma específica que hace posible una relación armónica, en tanto equilibrada conforme a la figura del justo límite, entre el todo y las partes, entre el sistema y la pieza. No sólo existen las diferencias atrincheradas en sí mismas dentro de los muros, ni existe únicamente la totalidad indistinta y no articulada en partes. En términos hegelianos, por el contrario, se trata de pensar la Totalidad como diferenciada: por tanto, como un universal concreto, que existe sólo en el con-crescer dialéctico de las partes como secciones del Todo. Se revela, una vez más, que para respetar la frontera y su lógica relacional, es necesario velar para que ésta no se pervierta en muro y no se deje destruir por la invasión como imposición del Nosotros sobre el Ellos.

La propia Humanidad existe en el espacio del mundo y en el tiempo de la historia como Totalidad diferenciada, como sujeto “singular-colectivo”, o incluso también –diríamos con Hegel– como “universal concreto” y como pluralidad articulada en pueblos y culturas, en lenguas y naciones; no, por consiguiente, como una unidad indistinta, a la manera del Absoluto de Schelling y como se la figura la visión cosmopolita hoy à la pagede moda-, ni como una atomística de diferencias sin ninguna relación descompuestas por el intelecto abstracto y por el identitarismo tribal en boga. La Humanidad, por el contrario, se da como “Totalidad diferenciada” (differenzierte Totalität), para decirlo à la Hegel, en definitiva, como un universal que existe no negando los particulares, sino en su plena realización.

El continente europeo, que contiene el máximo grado de diversidad en el mínimo grado de espacio, es imagen viva de la Humanidad como universal concreto. El dispositivo tecnocrático de la Unión Europea, suspendido entre la invasión des-identificante y la tentación de nuevos muros, expresa de forma aterradora la pérdida de la frontera y las desastrosas consecuencias que de ella derivan. La Unión Europea, templo vacío que santifica el capital financiero y la nada de la cultura de la cancelación, tal vez encuentre su epifanía más coherente en las palabras del ex-Presidente de la Comisión Europea, Claude Juncker: “las fronteras son la peor invención jamás realizada por los políticos” (“The Times”, 23 de agosto de 2006).

Sin embargo, la Humanidad trae consigo la necesidad vital de fronteras, pero ciertamente no del confinamiento murista ni de la invasión de la indiferenciación. Por demás, como señalaba Kant en sus Principios metafísicos de la doctrina del Derecho (1797), «la naturaleza ha confinado a todos los pueblos juntos» en un único espacio esférico. Y tal espacialidad implica que, al moverse, los hombres deban necesariamente encontrarse, haciendo fundamental el derecho de desplazarse o, como dice Kant, «de intentar entrar en comunidad con todos, de explorar todas las regiones de la tierra» y, por tanto, de experimentar la frontera como puerta. La civilización existe sólo en plural, como civilizaciones que dialogan y se relacionan, cada una con su propia historia y con su propia identidad: la frontera es el límite que garantiza la existencia de esta Totalidad diferenciada y, a la vez, la relación entre sus partes.

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