Diálogos sobre la lengua (2)

Diálogos sobre la lengua (2). Manuel Díaz Castillo

El temor a los nombres: el lenguaje de mujeres y el nacimiento de la literatura

Pocos ignoran que La rama dorada de J. G. Frazer fue uno de los trabajos de antropología cultural más decisivos, entrado ya el s. XX. Para nuestro tiempo, el lenguaje parece crear conciencia, concepción del mundo, predetermina nuestras actitudes y nuestros actos, y con ello se esboza el pavoroso poder del lenguaje. Convendría recordar que con similar sospecha, Frazer describió el miedo con el que las mentalidades primitivas contemplan el lenguaje. 

Cuando los sulka de Nueva Bretaña están cercanos al territorio de sus enemigos los gaktei, tienen cuidado de no mencionarles a ellos por su nombre propio, pues si lo hicieran, creen que el enemigo les atacaría y mataría. En estas circunstancias, por eso, hablan de los gaktei como o lapsiek, que es « los troncos de árbol podridos » e imaginan que dándoles ese apodo conseguirán que los miembros de sus terribles enemigos se vuelcan pesados y toscos como leños. Este ejemplo ilustra el concepto extremadamente materialista que estos salvajes dan a la naturaleza de las palabras; suponen que una expresión significativa de tosquedad afectará homeopáticamente con tosquedad los brazos y piernas del enemigo lejano. Otra ilustración de este curioso y erróneo concepto la provee la superstición de los cafres ante la posibilidad de ser modificable el carácter de un ladronzuelo si se grita su nombre sobre un puchero de agua hirviendo y con medicina », y después se tapa el puchero y se deja el nombre macerándose durante siete días. No es necesario que el ladrón sea sabedor del uso que se está haciendo de su nombre y a sus espaldas; la reforma moral se efectuará sin su consentimiento ». (J. G Frazer. La rama dorada. Magia y religión. 1986, p. 294)

 Muchas comunidades sienten prevención, e incluso repugnancia, a nombrar por su nombre a las personas con las que hablan o de las que comentan algo, y se refieren a ellos como el hijo de, el padre de, la madre de, etc.: quizá solo indica ele temor al lenguaje y su poder mágico. Los nombres podrían atraer a los malos espíritus, o al menos descubrir el verdadero nombre a los hechiceros, pero este cuidado preventivo se aplica incluso a los parientes.

 En algunas culturas primitivas hay prohibiciones y tabúes que tienen a los nombres de persona como objeto, y que impiden, pronunciar los nombres propios del marido, o de la mujer; pero ciertos pueblos, como los cafres, o los kirguizes, dan un paso más, y no se puede pronunciar ninguna palabra que tenga una relación fónica sustancial con el nombre prohibido. Una mujer cafre no puede decir públicamente el nombre de su marido, más aún,

«  si el marido se llama u-Mpaka, de impaka, un pequeño felino, ella hablará del animal dándole otro nombre. (…) Una mujer kirguiza no se atreve a decir los nombres de los parientes mayores de su marido ni aun a usar palabras que los recuerden por el sonido. Por ejemplo, si uno de esos familiares se llama Shepherd, ella no puede pronunciar sleep y tendrá que decir « las que balan » (Frazer, op. cit. 295-296).

 Cuando se extiende esta norma, puede darse, como en el caso de los cafres, un lenguaje de mujeres casi completamente distinto, cuya interpretación es muy difícil, al no haber reglas establecidas para la sustitución de palabras, e incluso, llega a estar también prohibido usar las palabras sustitutas que otras mujeres han usado.

Es relevante plantear este lenguaje de mujeres, del que ya la Ilíada se hace eco (nos lo recuerda Platón en el Crátilo): el hijo de Héctor es llamado Astianax por los troyanos y Escamandrio por las troyanas (Platón, Obras completas, 1977, p. 51). Sobre el verdadero nombre, y para deshacer la tentación esbozada en el diálogo platónico de que los varones troyanos llevaran más razón que las mujeres troyanas, Homero nos dice « A este niño, Héctor le daba el nombre de Escamandrio; los otros el de Astianax ».

Sin duda, esta modalidad de lenguaje, a veces elusivo y otras identificador de un grupo de hablantes, no deja de tener interés por la capacidad de creación lingüística, y quizá también por la obligación de usar sistemas de mención basados en la imaginación, en la connotación, en la creación de universos verbales paralelos. Deberíamos pararnos a pensar que todo ello se asocia comúnmente el nacimiento de la poesía y la literatura.

Sin embargo, Frazer nos advierte de que este reparo al pronunciar los nombres, o sus lejanos cognados, no es exclusivo de la mujer hacia el marido o su parentela. En las islas occidentales del Estrecho de Torres el hombre no puede mencionar los nombres de sus suegros y cuñados. Algo parecido ocurre en las islas Banks de Melanesia, donde el tabú sobre los nombres que indican conexión por casamiento es incluso más estricto: « Dos matrimonios cuyos hijos se han casado entre sí tampoco pueden pronunciar sus respectivos nombres. Y no solamente todas estas personas tienen prohibido llamarse unos a otros por sus nombres; no pueden ni pronunciar palabras comunes que por casualidad sean idénticas a sus nombres o tengan alguna sílaba en común con ellos » (Frazer, op. cit. p. 297, s.) 

El miedo a los nombres es propio del pensamiento primitivo, y se advierte en el reparo a nombrar a algunas personas cuyos vínculos son sensibles. Son nombres tabuados los de los muertos, los personajes regios, personas sagradas, dioses, etc., que forman parte del acervo primitivo. Sin embargo, no deberíamos caer en la infatuación que el tiempo contemporáneo siente cuando se compara con las épocas primitivas. Frazer nos recuerda: « Porque a pesar de todo cuanto se haga y se diga, nuestras semejanzas con el salvaje son todavía mucho más numerosas que nuestras diferencias y lo que tenemos en común con él y conservamos deliberadamente como verdadero y útil lo adeudamos a nuestros antepasados salvajes… » (Frazer, op. cit. p. 312). 

Estos sistemas de nombramiento reelaborado de la realidad es una forma de renovación de los usos de lenguaje. Frecuentar los márgenes del sistema comunicativo común es, por propia necesidad del esquema social o por respuesta rebelde a sus límites, la actividad que nutre el cambio lingüístico y la literatura. No es preciso insistir en que no ha debido ser ajena a esta vitalización del lenguaje y de la sociedad la presencia femenina, como tampoco es imprescindible subrayar que esta es la base del desarrollo de las civilizaciones. 

Sentimos la necesidad de añadir al panorama anterior que el nacimiento de la literatura también se basa en las narraciones de los chamanes cuando regresaban de sus trances extáticos —o otras experiencias iniciáticas extremas—, describiendo la comparecencia ante los dioses, la adquisición de virtudes místicas como la visión al trasluz de los cuerpos, o incluso el descenso a los infiernos (Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas. I. De la Prehistoria a los misterios de Eleusis. Madrid, pp. 35, s.).

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