Diálogos sobre la lengua (VI)

Diálogos sobre la lengua (VI). Manuel Díaz Castillo

El cambio de género con intención expresiva

El problema del género arbitrario de muchas palabras ya fue explorado en la antigua Grecia con diferentes finalidades. La preocupación por el buen decir de la orthoépeia preocupó a Demócrito, Protágoras, Pródico, y hasta al mismo Platón, siempre alerta ante el uso correcto de de los nombres (ὀρθότης τῶν ὀνομάτων, orthótes ton onomáton). Aristófanes, en Las nubes, presenta en una escena a Sócrates y Estrepsiades reflexionando acerca de los géneros gramaticales, y al encontrar Sócrates que su interlocutor sitúa a « ratón » entre los sustantivos femeninos y masculinos, le propone que los diferencie (ratón/ratona), lo que lleva a equívocos aberrantes con palabras como mortero, al que convierte en mortera (en griego, kárdopos, que tiene terminación masculina, pero es de género femenino, como ocurre en español con mano). El Sócrates aristofanesco parodia la orthoépeia de Protágoras y su preocupación por el uso correcto de las palabras y de las expresiones: ya que « gallo » pertenecía al género epiceno y se aplicaba por igual al macho y la gallina, propone para deshacer entuertos *alektor para gallo y un contrahecho *alektryaina para gallina. (Versos 660, ss., de Las nubes: utilizamos la versión de Luis M. Macía Aparicio para la ed. Gredos, 2007 y nota de A. Bellido para la traducción para Gredos de Sofistas, Obras. Protágoras, y otros, 2007, p. 70, s.). Aristófanes, en suma, ha presentado en clave sarcástica, una situación parecida a la que hoy surge, en nombre de la liberación de la mujer, cuando se plantea el doblete miembro-miembra, testigo-testiga, etc.

El cambio de género gramatical con intención expresiva tiene en la lengua literaria una gran tradición, especialmente en los grandes dominadores de la lengua. J. Valera (Correspondencia, 2002), nombra a las mujeres sabias de la sociedad europea de su tiempo como licurgas.

Quevedo ha sido estudiado en repetidas ocasiones y aporta muchos ejemplos como creador de femeninos artificiales: verdugas, cadahalsas, moquitas (por moquitos). (Muñoz Cortés, « Sobre el estilo de Quevedo. Análisis del Romance «Visita de Alejandro aDiógenes Cinico» »

Son muchos los estudios sobre el lenguaje coloquial que nos ilustran cómo la conciencia lingüística del hablante usa la variante estilística del femenino anómalo con diferentes finalidades. Ana Mª Vigara cita un conjunto de ejemplos de interés que podrían ayudarnos adescubrir cómo el cambio de flexión de las palabras (masculino a femenino y el femenino a masculino, femenino aplicado a palabras invariables), muchas veces se emplea para subrayar la expresividad, o bien exagerar enfáticamente

Yo, zoqueta total para esto de la música.

Me has asustado, idioto,

Ese chico es un cotorro

los árabes… y las árabas »

Y la chavala, una monumenta

Un palabro durísimo le dijo

Menuda individua nos salió cuando llamamos.

(Vigara Tauste, Morfosintaxis del español coloquial. Esbozo estilístico. 1992, p. 168, s. Esta actitud del hablante, que usa los recursos morfológicos de su propia lengua con la finalidad de alcanzar una expresividad específica, no se aplica solo al género, sino al número, a la sufijación, a la composición, además de al conjunto de tropos que están al servicio del hablante. Veamos ejemplos obtenidos de Vigara: él es un flojeras, un manazas, un calzonazos, un acusetas, un bragazas, un bocón, un piernas, un melenas, y el conjunto de modulaciones de que se sirve el insulto en español (ser un babieca, un berzas, un tirillas, un cebollo, un cenizo, un cotorrón, un finolis, un huevón, un moscardón, un papanatas, un pollopera, un tragaldabas, etc. (Pancracio Celdrán, Inventario general de insultos, 1995).

La conclusión que podríamos obtener es que el cambio de género es un utensilio al servicio de la voluntad expresiva, e incluso del horizonte afectivo del hablante. Como recuerda Vigara, al ser el género una categoría gramatical que no tiene asignada un morfema específico, ni se basa en una distinción lógica clara (por qué la vez, pero el pez), se presenta a la conciencia lingüística como una posibilidad distintiva de la que a veces cualquier hablante se exime (treinta y un_ personas, juega de extremo izquierda) o que incluye innecesariamente cuando introduce el género en un vocablo invariable como el adverbio (era media boba, la pobre) hasta el punto de pasar desapercibido al hablante (tú puedes sacar mucha mejor nota; con mucha mayor claridad). Añadamos que una pulsión especial por destacar el uso del femenino lleva a invadir el campo adverbial, alterando el carácter invariable de los adverbios: No paso yo, pasa tú primera.

Recordemos el principio fundamental que explica el uso del género gramatical en la lengua.

todo esto forma parte de la única » ley formal » que, no sin excepciones, parece funcionar en castellano: ciertos significados (entre ellos el carácter sexuado diferencial del ser) atraen la forma masculina o femenina, del mismo modo que ciertas terminaciones (morfema -a/-as en sustantivos y adjetivos, por ej.) tienden a ser reconocidas como femeninas » Vigara, op. cit. p. 237).

El problema de la distinción según género gramatical, por tanto, se sitúa en la actualidad en un campo conceptual que tradicionalmente se encuadraba en las transformaciones expresivas de la lengua, irónicas algunas veces, risibles otras. No es de extrañar que la primeras reacciones ante las creaciones de la neolengua de ciertas corrientes feministas, sean el asombro, la perplejidad, la sonrisa.

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