Dios muere en el mercado. Marx y Nietzsche

Dios muere en el mercado. Marx y Nietzsche. Diego Fusaro

Lo que cuento es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene […]: el surgimiento del nihilismo. […]. ¿Qué significa nihilismo? Significa que los valores supremos se devalúan. Falta la meta. Falta la respuesta al “¿por qué?”. […Por tanto] no podemos plantear ningún más allá o un “en sí” de las cosas. Falta el valor, falta el sentido. […]. Resultado [de esta desvalorización]: los juicios morales de valor son […] negaciones: la moral es volver la espalda a la voluntad de existir

(Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos)

 


Lo que cuento es la historia de los próximos dos siglos” ( Was ich erzähle, ist die Geschichte der nächsten zwei Jahrhunderte). Con estas palabras rabdománticas, Nietzsche anunciaba «el surgimiento del nihilismo» (die Heraufkunft de Nihilismus) y, al mismo tiempo, su dominio destinado a hacer época. A diferencia de la posterior interpretación «ontológica» de Heidegger -el nihilismo como integral «olvido del Ser» (Seinsvergessenheit)-, la lectura de Nietzsche, respecto de la que ciertamente también es tributaria la obra heideggeriana, anuncia el «nihilismo valorial«: «los valores supremos se devalúan«, se desvalorizan y pierden significado, dejando de constituir el horizonte de sentido dentro del cual se orienta y se desarrolla la vida humana. Colapsa el firmamento y los valores se precipitan en la vorágine del nihil, dejando sin respuesta las preguntas fundamentales sobre la moral y sobre la trascendencia, sobre la ética y sobre el sentido de la existencia a las cuales Occidente, desde Platón al Cristianismo, desde el Renacimiento a la Ilustración, había intentado de diversas formas responder: pero ahora “Falta la meta. Falta la respuesta al <¿por qué?>”. En el triunfo del «nihilismo moral«, los únicos juicios morales que sobreviven se dan en forma de negaciones de valores anteriores, limitándose a expresar el rechazo resuelto de todas las precedentes prestaciones de sentido elaboradas por nuestra cultura: de tal guisa, la moral se invierte en un “volver la espalda a la voluntad de existir”.

Son negados, sin residuos, Dios y los valores morales, las principales coordenadas de sentido y todos los límites valoriales que habían jalonado la aventura de un Occidente que, hoy, transita plenamente hacia la nueva figura del Uccidente (*). Con las palabras de La Gaya Ciencia, el horizonte entero es “borrado” por la esponja del nihilismo, que separa a la tierra de la cadena de su sol. Perdidas las coordenadas de sentido, el Uccidente sumido en el nihilismo se entrega a una «eterna caída«, a un vagar «a través de una nada infinita«: colapsado el firmamento, ya no existe un alto y un bajo, un bueno y un malo, sino que todo cae en la indistinción del relativismo nihilista como pérdida de cualquier sentido. Las luces que habían iluminado Occidente, haciendo posible lo más bello de lo que ha sido capaz -desde la metafísica hasta el gran arte, desde la teología hasta los sistemas morales, desde los templos hasta las catedrales- se apagan y «viene la noche, cada vez más noche«. Es, con la expresión poética de Hölderlin, el tiempo de la Weltnacht, de la «noche del mundo«, en la que la oscuridad se vuelve tan radical que ya ni siquiera se percibe como tal.

El aforismo 125 de La Gaya Ciencia tematiza el nihilismo como proceso de desvalorización de los valores en relación a la muerte de Dios. En la exposición nietzscheana, el «loco» enciende una linterna a plena luz de la mañana y corre al mercado gritando sin cesar: “¡Busco a Dios!”. Como el cavernícola platónico que bajó de nuevo a la caverna para propiciar la liberación de todos, también el loco de Nietzsche es rápidamente objeto de burla por parte de los hombres del mercado, o sea por los «últimos hombres» que no creen en nada y, menos todavía, en Dios: «se reían en un gran corro«. A sus burlas nihilistas, replica el loco anunciando la Tod Gottes (muerte de Dios): “¿Dónde está Dios? –gritó– ¡Os lo voy a decir! Nosotros lo hemos matado: ¡Vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! ¿Pero como hemos hecho esto? ¿Como hemos podido vaciar el mar bebiéndolo hasta la última gota?”.

El mensaje que anuncia la muerte de Dios no es recibido por el rebaño homologado de los «últimos hombres» que, después de sus carcajadas, tras mirar al “loco” mudos y estupefactos, continúan con sus asuntos en el mercado. En ese punto, el loco arroja la lámpara contra el suelo, haciéndola añicos: la tenue luz se apaga y la oscuridad vuelve a prevalecer. Es consciente de haber sido «intempestivo» y de haber llegado demasiado pronto con ese anuncio para el que los últimos hombres aún no están preparados: «Vengo demasiado pronto -prosiguió-, mi tiempo todavía no ha llegado«. Efectivamente –escribe La Gaya Ciencia (§ 125)– “este inmenso advenimiento aún está en marcha y está haciendo su camino: todavía no ha llegado a los oídos de los hombres”. Ese mismo día, el loco irrumpió en varias iglesias entonando su Requiem aeternam Deo y fue expulsado por ello. Al preguntarle por qué hacía eso, se limitó a responder de esta manera: «¿Qué otra cosa son estas iglesias si no las tumbas y los sepulcros de Dios?».

El anuncio de la Tod Gottes en el aforismo 125 de La Gaya Ciencia deja emerger algunas determinaciones conceptuales que no deben pasar despercibidas. En primer lugar, el «loco» lo es desde el punto de vista de la tribu homologada y nihilista de los últimos hombres: para el rebaño conformista, en el que todos piensan del mismo modo, está ”loco” cualquiera que se aparte del relato hegemónico y proponga visiones e interpretaciones divergentes respecto del «pensamiento único» seguido irreflexivamente por todos. En realidad, como sabemos, el «loco» es el único que ha comprendido la situación de la «desvalorización» (Entwertung) de los valores y de la muerte de Dios: por tanto, es el único hombre lúcido en medio de tantos locos que viven con estúpida alegría el ahora omnipresente nihilismo.

Tampoco se debe pasar por alto la relevancia de la linterna que el loco sostiene en la mano: con su tenue luz ilumina por un instante las tinieblas de la «noche del mundo«, haciendo brillar la verdad de la muerte de Dios anunciada por el loco. Terminado su anuncio, la lanza contra el suelo, dejando que la oscuridad del conformismo y la inconsciencia vuelvan a prevalecer. Su esclarecedor mensaje no sólo no es bienvenido, sino que es objeto de burla y resulta escarnecido, como aquel del cavernícola platónico liberado y descendido de nuevo a la caverna: «¿no sería entonces objeto de risa?” (οὐ γέλωτ᾽ἂν παράσχοι) ¿Y no se diría de él que vuelve de su ascensión con los ojos dañados y que “ni siquiera vale la pena intentar subir?” (οὐκ ἄξιον οὐδὲ πειρᾶσθαι ἄνω ἰέναι) (La República, 516 y – 517 a). La burla es la única respuesta, preñada de superficialidad e incapacidad de pensar, de la que es capaz el rebaño. En esto se percibe una inconfesable cercanía entre el Sócrates de Platón y el último hombre del antiplatónico Nietzsche. En el Teeteto, Sócrates declara: «y no te diré con cuánta burla (γέλωτα) somos condenados yo y mi arte mayeútico y, creo, también todo mi arte del diálogo” (τοῦ διαλέγεσθαι πραγματεία) (161 e). La burla, que el nihilismo posmoderno ha elevado a una forma filosófica más refinada a través de la ironía à la Rorty, es, por su esencia, el rechazo del diálogo. Y es emblemática de la falta de voluntad de los internados a ser liberados, ante todo, en el plano mental. Representa, platónicamente, la condición y el comportamiento de los lerdos cavernícolas, según una línea de pensamiento que culmina en la formulación cristiana (risus abundat in ore stultorum –la risa abunda en la boca de los tontos-).

Otro elemento de la máxima importancia se refiere al hecho de que la muerte de Dios se produce en la forma del asesinato de Dios: «¡Nosotros lo hemos matado!: ¡Vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos!”. El Uccidente se caracteriza, ya en Nietzsche, por ser la civilización que mata a su Dios. Parafraseando al Del Noce de El problema del ateismo (1964), la sociedad uccidental del tecnocapitalismo es la única que no trae origen de una religión sino contra una religión, o incluso dando muerte a una religión y asesinando a su Dios. Por eso, en el tiempo de la noche del mundo y de la muerte de Dios, las iglesias se convierten simplemente en «las tumbas y los sepulcros de Dios«. La «desdivinización del mundo» (Entgötterung der Welt), para usar la locución heideggeriana, hace así que lo existente deshabitado de Dios encuentre en las iglesias espacios en los que Dios no es celebrado en su poderosa vitalidad, sino simplemente recordado como un difunto. Ya en Fe y Saber (1802) de Hegel, el primer texto occidental en el que halla su epifanía la frase «Dios mismo está muerto» (Gott selbst ist tot), se sostiene que el sentimiento sobre el que reposa la religión de los modernos se cristaliza en la conciencia de la muerte de Dios.

Un último y crucial aspecto del anuncio de la muerte de Dios por parte del loco que merece ser destacado se refiere al lugar en el que se produce: como ya se ha subrayado, el loco anuncia la Tod Gottes en el espacio nada neutral del mercado. El mercado global y las anexas prácticas de la mercadización y de la cosificación, esbozadas por Marx y sus heterodoxos discípulos, hacen sistema con la muerte de Dios y con la desvalorización de los valores tematizadas por Nietzsche: entrelazando las gramáticas de Nietzsche con las de Marx, Dios muere en el mercado, cuando el nihil de la forma mercancía, que reabsorbe todo valor en el valor de cambio, toma el control y subsume todo y a todos bajo de sí.

A diferencia del discurso científico y antimetafísico que se desarrolla en el espacio de la modernidad, Nietzsche no afirma la inexistencia de Dios, tal vez argumentándola more geometrico. Alude, más bien, a la muerte de Dios y, por tanto, a su ocaso o, rectius, a la evaporación de un orden valorial y ontológico que encontraba su fundamento último en la figura de Dios. La cuestión decisiva, para Nietzsche, no es saber si Dios existe o no, sino si está vivo o ha muerto, o sea si en torno a la idea de Dios todavía se organiza un mundo de sentido y de proyecto, de significados y de símbolos. El nihilismo de la muerte de Dios no coincide, por tanto, con el gesto subjetivo de quien, como el necio del Salmo 53, niega la existencia de Dios (dixit insipiens in corde suo “non est Deus”-dice el necio en su corazón “no hay Dios”-). Más bien alude al proceso histórico de la desvalorización de todos los valores, a la decadencia del horizonte de sentido en torno al cual estaba organizada la civilización occidental: un proceso al término del cual de Dios y del Ser no queda nada.

Además de prever su desarrollo, Nietzsche ilumina -con la linterna del loco– algunos rasgos definitorios del fenómeno del nihilismo. En primer lugar, pone el acento sobre su carácter procesual: el nihilismo no es un “hecho”, sino un proceso abierto y en fase de desarrollo, cuya lógica consiste en que die obersten Werte sich entwerten, “los valores supremos se desvalorizan”. En virtud de tal Umwertung –reevaluación-, faltan «la meta» (das Ziel), la respuesto al “por qué” (Wozu), el valor, el sentido, el más allá y el en sí de las cosas, la moral. Todo cae en el abismo del no-sentido, ya que la nada devora todas las cosas y toda proyectualidad, todo significado y todo valor. Y, por esta vía, el hombre uccidental se ve condenado a vivir en el nihil de una civilización en la que Dios está muerto y ya no existe una respuesta a las preguntas fundamentales que, por otro lado, ahora ni siquiera se plantean.

Como en la película La historia interminable (1984), basada en el libro homónimo, la nada ha devorado toda realidad y todo ideal. Éste es el horizonte de sentido o, mejor, de no-sentido de la era posmoderna, perpetuamente suspendido entre el «nihilismo pasivo» y el «nihilismo activo» tematizados por Nietzsche, quien entendía el segundo como superación del primero. En la época posmoderna nihilismo pasivo y nihilismo activo coexisten como desencanto depresivo de quienes ya no creen en nada y como superhombrismo consumista de quienes hacen coincidir el propio ser y el propio poder con la capacidad adquisitiva en el mercado. El resultado es la nueva figura del Superhombre posburgués y posproletario, en el que la voluntad de poder consumista ilimitada coexiste con la voluntad de impotencia transformadora y, por tanto, con el comportamiento resiliente de quieta aceptación del orden dominante. Precisamente de esta coexistencia aflora el quid proprium de la condición posmoderna, donde el sujeto vive satisfecho en una sociedad insatisfecha y el individuo es considerado decisivo sólo para las prácticas del consumo en el interior de la jaula de hierro con barrotes inoxidables de colores arcoíris.

Con la muerte de Dios, se apaga el sol, entendido en su doble acepción: a) como centro de gravedad alrededor del cual orbita la vida, ahora a merced del desarraigo y la alienación (Entfremdung); y b) como fuente de energía capaz de iluminar y calentar la vida de los mortales. Se apaga el sol, que Platón asumía en La República como imagen del «bien en sí» (αὐτὸ ἀγαθόν) y como «más allá de la esencia superándola por dignidad y poder» (ἐπέκεινα τῆς οὐσίας πρεσβείᾳ καὶ δυνάμει: 509 b). Y sólo queda la gélida oscuridad de la realidad desdivinizada, mero fondo disponible sin límites para los procesos de utilizabilidad y transformación de la voluntad de poder tecnonihilista.

Esto se traduce en el desolador escenario del tenebroso desierto de la “noche del mundo” (Weltnacht): las tinieblas caen sobre el mundo y los humanos no perciben la falta de Dios como una falta, burlándose incluso de aquellos que, como el loco, osen abordar el problema de la Gottes Tod. El asesinato de Dios coincide con el proceso de desvalorización de los valores y de consumo del Ser: proceso gracias al cual, al final, de los valores y del Ser no queda nada, puesto que todo -a nivel material e inmaterial- deviene fondo disponible para la voluntad de poder tecnocapitalista, que todo lo negocia y lo intercambia, lo produce, lo mercadea y lo consume, prometiendo, en abstracto, el poder para el ser humano y realizando, en concreto, el super-poder del GestellSistema– y de sus prácticas de destrucción de los entes en su totalidad.

El olvido del Ser se torna total cuando, como sucede en el horizonte tecnocapitalista, el ente (Seiendes), es reducido a ente producido por la voluntad de poder, a Bestand, a «fondo» ilimitadamente modificable técnicamente y explotable capitalistamente. El Uccidente se presenta, así, literalmente como uccid-ente (mata-ente, –juego de palabras-), ya que el dominio tecnocientífico sobre el ente conduce a su destrucción y a su aniquilación: reconducido al marco de la utilizabilidad universal, todo ente, sin exclusiones, es explotado y manipulado, dispuesto y descompuesto, atacado y destruido. Los hombres mismos –escribe Heidegger en los Beiträge (§ 252) Ed. esp. Aportes a la Filosofía– son reducidos a «seres pobres de mundo para quienes la tierra queda ahora solamente como algo que debe ser explotado».

Es en virtud del olvido del Ser que el hombre deja de pensarse por aquello que auténticamente es, o sea como uno de los posibles espacios del manifestarse del Ser mismo. Olvidando el Ser y permaneciendo aprisionado en el plano óntico, el hombre ha comenzado subrepticiamente a considerarse dueño de los entes, lanzándose a la conquista planetaria de los seres. El Uccidente corresponde a la pulsión hacia el dominio del ente y hacia su destrucción en nombre del crecimiento y de la voluntad de poder. Se escribe Occidente, pero ahora se lee «Uccidente«.

 


(*) Uccidente: Juego de palabras compuesto por el término Occidente y el verbo italiano “uccidere”, que puede traducirse como “matar” o “asesinar”.

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